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La oveja de Lolo

Que yo recuerde, Lolo fue el único perro que me ha mordido a lo largo de mi vida. Cierto que he escapado de chiripa unas cuantas veces, pero solo ese can ha cerrado su mandíbula sobre mi pierna. En un día no laboral, en el que inusualmente yo vestía chándal, le estábamos enseñando la granja a unos amigos, desconocidos para el mastín, cuando el perro se abalanzó sobre mí. Por suerte, según estaba poniendo sus dientes en mi muslo, reconoció quién era su víctima, abrió la boca de inmediato y empezó a retirarse. Yo le seguí y le propiné una patada en el trasero. El paró un inquietante segundo y, tras mirarme con cara de malas pulgas, se fue sin prisas.

Fruto del cruce entre el Interventor y la Lola, nuestro perro había nacido en la granja donde estaba la Unidad de Investigación con anterioridad. Marichu, un poco frustrada porque había tenido que desprenderse de su mastina, se lo llevó a su casa donde se crio, casi a la par que su hija María. Obviamente el can estaba bastante desarrollado cuando la niña tenía dos años y esta le hacía perrerías, nunca mejor dicho. La pequeña había heredado el espíritu de observación de sus padres y se dedicaba a experimentar, metiéndole un dedo en el ojo al perrazo para ver como parpadeaba. Otras veces le introducía una galleta en la boca, para después sacársela y engullir aquella vianda con sabor a saliva canina. Hasta la fecha, que yo sepa, María ha gozado de buena salud tanto en la niñez como en la vida adulta. Quizás porque su sistema inmunitario se curó de espanto.

Los mastines, como Lolo, son especialmente protectores de su entorno ya que los pastores de diversos lugares los han seleccionado con este fin, durante muchos años. Por esa razón, cuando la niña creció lo suficiente como para caminar y salir de paseo, sus padres no ponían objeción a que el perro la acompañase. Supongo que entonces empezó a considerarla como su única oveja y por ello rugía cuando alguien se rozaba por los alrededores, tanto fuera como dentro de la casa. Por fortuna, al hacerse la situación insostenible, ya nos habíamos trasladado a una nueva granja en la cual los animales estaban separados dos recintos, por lo que nos venía muy bien un nuevo guardián. Sin la niña, y con buena mano de Marichu, el perro nos aceptó y pronto estaba dedicado a desarrollar su cometido satisfactoriamente. Sin embargo, todos éramos conscientes de que en Lolo se vislumbraba un carácter agresivo, incluido Javier Mata, un amigo y profesor de la Universidad, quien en aquella época realizaba la parte experimental de su tesis en nuestro centro y que siempre se cuidó mucho de no coincidir con el can. El perro ya tenía un rebaño real al que proteger por lo cual, cuando Javier, o cualquier otra persona no habitual en la granja, nos visitaba, lo encerrábamos.

En aquellas fechas habían llegado a la finca dos cachorros, hijos de Lolo, los cuales presumiblemente los sustituirían a él y al viejo Interventor en un futuro. Yayo era muy similar a su padre, pero Nanán parecía una fotocopia del perrito que una vez fue su progenitor. Criados en nuestras manos, eran muy cariñosos y andaban sueltos, por el momento.

Unos meses después de haberse convertido en doctor, Javier vino a hacernos una visita. Caminaba por el exterior de las instalaciones cuando vio al perro. “¡Hola Nanán!”, le dijo y, ante nuestra consternación, empezó a jugar efusivamente con él. Después del cariñoso encuentro, lo dejó para seguir saludando a los compañeros que hacían labores en diferentes lugares de la finca. Cuando finalmente regresó a las oficinas, su siempre generosa sonrisa quedó petrificada al enterarse de que había estado abrazando al temible Lolo.

Que yo recuerde, Lolo fue el único perro que me ha mordido a lo largo de mi vida. Cierto que he escapado de chiripa unas cuantas veces, pero solo ese can ha cerrado su mandíbula sobre mi pierna. En un día no laboral, en el que inusualmente yo vestía chándal, le estábamos enseñando la granja a unos amigos, desconocidos para el mastín, cuando el perro se abalanzó sobre mí. Por suerte, según estaba poniendo sus dientes en mi muslo, reconoció quién era su víctima, abrió la boca de inmediato y empezó a retirarse. Yo le seguí y le propiné una patada en el trasero. El paró un inquietante segundo y, tras mirarme con cara de malas pulgas, se fue sin prisas.