En la parte más alta de la colina de La Luz vive un viejo que en los días de sombra se sienta cabizbajo al calor de la ermita. El viejo fue pocero y ha perdido ya la cuenta de las penumbras que taladró en los cóncavos espinazos de los barrancos. Sentado ahora al resguardo de La Luz, los muros de piedra oscura cobijan su ceguera y su cansancio con el eco de los sonidos del puerto. Las sombras de los pozos le robaron la llama de las pupilas, pero el viejo aún conserva los gestos misteriosos de su oficio, y puede vérsele, a horas exactas, guiado por sonidos que sólo él percibe, levantar la cabeza hacia arriba, con un gesto rápido y vertical, como si en lo alto, muy encima de su cabeza, siguiera buscando el círculo blanco del brocal de las galerías en que consumió su tiempo.
¿Qué busca el viejo en esas rápidas miradas sin fruto? Es un misterio de su mudez y su soledad: busca sonidos. Unos sonidos periódicos, rítmicos y exactos, que él mide como el agonizante mide las palpitaciones de su frente. El viejo busca el paso de las palomas, el violento susurro de un bando que, una vez a mediodía y otra al atardecer, se desploma desde los acantilados de La Concepción, casi en cascada vertical, hacia la llamada del puerto. El viejo, ciego y silencioso, lento como su espera, mide el transcurso de su tiempo por el paso exacto de las palomas.
El bando de palomas se despeña hacia el muelle, irrumpe por encima de los techos de La Luz. Pasa. Deja una estela. Casi navega como un pensamiento. Si el viejo tuviera un niño a su lado, le preguntaría: «Dime, tú que tienes los ojos recientes, ¿qué hora apunta el reloj de la plaza?». Y el niño, después de bajar del porche de la ermita, después de inclinarse hacia adelante por encima del barandal que le protege del corte rocoso, diría las doce, o las seis. Y el viejo sonreiría mientras pensaba que en La Palma hay un buen reloj porque la hora es ésa, sólo ésa; se lo han dicho las palomas.
El tiempo del viejo es el tiempo de la isla. Cuando trajeron el reloj de la plaza y cada uno de nosotros pudo tener para sí mismo una medida del tiempo exacto, esa exactitud estaba aquí ya hace mucho tiempo en el alma de los bandos de palomas arrojadizas. El amanecer es un susurro de palomas. La mañana es un silencio de palomas. El viejo, piel antigua, barba de púas blancas, ojos turbios, mirada de sombra en la ermita de La Luz, mide su último descanso con el susurro y con el silencio de las palomas.
Sólo se sabe cómo suenan las campanas del reloj de la plaza cuando una se marcha de la isla. Cualquier día, en cualquier paisaje de cualquier ciudad, brota como una luz nunca antes encontrada en la memoria un tañido familiar, acunado bajo el recuerdo, un sonido interior: ¿Dónde he oído yo esto? Y se descubre entonces una de las últimas transparencias: el reloj y sus campanas existen como la presencia del mar: son parte tan interior de nuestra vida que no los percibimos, como no percibimos el murmullo de la sangre.
Yo nunca miro el reloj de la plaza, porque, como las palomas, es parte del aire. Jamás vuelvo la cabeza cuando camino por una calle buscando el ángulo de sus negras agujas, la marca del tiempo perdido o recobrado hecha allí forma vacilante por dos oscuras flechas. La isla tiene un tiempo propio que ningún reloj puede recoger jamás: lo dice el viento, lo dice la caída vertical de los bandos de palomas, lo dice la inclinación de la sombra del risco, lo dice la primavera dorada que cuelga de las nubes por encima del mar.
El tiempo de la isla es el silencio de un hombre que desciende de la cumbre camino de la playa; el tiempo de la isla se mide por volcanes. Se nace y se muere en el mismo día. Ningún anciano ha conocido el invierno y ningún niño llegará a conocer el verano. En la interminable primavera de la isla, al tiempo le fue robada la violencia y queda, sola, sin aristas, sin grietas, sin comienzo, la triste espera de un domingo que jamás llegará. Las gentes de la isla estamos condenadas a una primavera perpetua. Y al final del día, cuando hayan transcurrido los veinticuatro volcanes, cuando el frío descienda del norte, ¿habrá todavía palomas dormidas en los alares del campanario? ¿Quedará algún viejo, mirada turbia, barba de púas blancas, sentado al calor de una ermita que mida sus últimos latidos con el silencio de las palomas?