La reciente erupción volcánica de Cumbre Vieja, con su rastro de destrucción y desesperación, ha generado un notable desasosiego en la sociedad palmera fruto de un cambio sustancial en la percepción del riesgo volcánico. Además, por primera vez, una mayoría de la población del archipiélago ha comenzado a tomar conciencia de los riesgos asociados al vulcanismo existente en las islas, habitualmente minimizado en el debate político y cuya trascendencia en los medios de comunicación generalmente ha sido escasa. Los volcanes canarios y los relieves asociados a los mismos no eran sino un recurso turístico más que ofrecer a quienes nos visitan, un testigo inofensivo de épocas remotas en las que se habían formado las islas. Aunque toda la evidencia científica existente impugnaba esa visión y el vulcanismo histórico ya había dado suficientes pruebas de la capacidad destructiva de los volcanes en Canarias, el riesgo volcánico ha sido casi un tema tabú en las islas, donde se tachaba de alarmista a quien lo planteaba y se alertaba de los posibles efectos sobre la demanda turística que tendría airear esa cuestión. Que el primer Plan Especial de Protección Civil y Atención de Emergencias por riesgo volcánico en la Comunidad Autónoma de Canarias (PEVOLCA) se aprobase en julio de 2010 es un buen ejemplo de la escasa trascendencia dada al tema en el contexto de la protección civil en las islas.
La erupción, la magnitud de su impacto socioeconómico y el cambio en la percepción social del riesgo volcánico abren asimismo las puertas al debate sobre la necesidad de considerar dicho riesgo a la hora de abordar la ordenación del territorio en Canarias. Hasta ahora, su capacidad para condicionar los usos del suelo residenciales y las características constructivas de las edificaciones era inexistente. Si la minimización del riesgo volcánico conformaba el pensamiento dominante no cabía esperar otra cosa, especialmente cuando los primeros mapas oficiales de riesgo volcánico de Canarias, incluidos en la actualización del PEVOLCA aprobada en 2018, muestran un archipiélago aparentemente caracterizado por el riesgo bajo o muy bajo. Algo que paradójicamente contradicen los Planes de Actuación Insular ante el Riesgo Volcánico de La Palma (2019) y Tenerife (2020), aún en fase de aprobación, donde por primera vez se explicita en un documento oficial en Canarias la existencia de espacios de riesgo volcánico muy alto, alto y moderado.
La práctica desaparición de asentamientos como Todoque y El Paraíso, así como de cientos de viviendas y parcelas agrícolas dispersas por el territorio afectado por la colada, junto a la situación extrema que se vive en La Laguna, ha llevado a numerosos responsables políticos a señalar que todo lo destruido sería reconstruido donde se encontraba antes de la erupción, asegurando así la continuidad de los barrios afectados por la lava. De ahí la exigencia de medidas excepcionales en materia de urbanismo y ordenación del territorio que permitan ocupar la colada rápidamente, obviando la lección en materia de riesgo volcánico que da la erupción. Lamentablemente, quienes en un primer momento mostraron sus dudas sobre una reconstrucción in situ y plantearon la necesidad de reflexionar sobre la misma y sobre el modelo de poblamiento dominante a la luz del riesgo volcánico, fueron rápidamente descalificados en las redes sociales, donde la acusación más suave los tildaba de desconocedores de la realidad de la isla y de su poblamiento tradicional.
Sin embargo, la realidad del poblamiento en El Paso, Los Llanos de Aridane y Tazacorte, los tres municipios que constituyen el Valle de Aridane, es mucho más compleja de lo que sugieren esos planteamientos. El alto grado de dispersión que caracteriza en la actualidad el hábitat de la zona afectada por la erupción no puede achacarse exclusivamente a la forma tradicional de ocupar el espacio en las medianías rurales de Canarias. De hecho, según los datos del Catastro, únicamente un 12,7% de las edificaciones destruidas fueron construidas antes de 1950, por lo que la dispersión del poblamiento existente está estrechamente relacionada a las transformaciones económicas de las décadas posteriores.
El desarrollo de la agricultura intensiva de exportación vinculada al cultivo del plátano entre los años cincuenta y setenta del siglo pasado es la primera de esas transformaciones. Aunque las explotaciones se concentraron en la costa, entre los 300 metros de altura y el litoral, el crecimiento de la actividad económica y de la población asociado al auge de esta actividad redundó en una acentuación del poblamiento disperso de las medianías del Valle, aunque de menor magnitud de lo que se piensa. Según el Catastro, lo construido entre 1951 y 1970 apenas supone el 15,5% de las edificaciones sepultadas por la colada. Y si consideramos que los efectos de esa etapa expansiva se prolongaron dos décadas más, hasta 1990, entonces un 38,4% de lo destruido por el volcán habría sido construido a lo largo de esos cuarenta años.
Ello evidencia que el 48,9% de las edificaciones desaparecidas tienen como máximo una antigüedad de treinta años, por lo que deben relacionarse preferentemente con la segunda transformación económica del Valle, la asociada al desarrollo de la actividad turística desde finales de los años ochenta, con la llegada a La Palma de los primeros vuelos chárter procedentes de Alemania. En los municipios del Valle y especialmente en sus medianías meridionales emergió una potente oferta de alojamientos turísticos en suelo rústico, dispersa en edificaciones aisladas y beneficiada por las excelentes características paisajísticas y climáticas de ese espacio.
Una parte de estos alojamientos son legales y otra nunca regularizó su situación. A ello se ha sumado a partir de 2015 la normativa de vivienda vacacional que encontró en la isla una notable experiencia previa, que junto a la legislación en materia de ordenación territorial, han facilitado la construcción de nuevas viviendas en suelo rústico siempre y cuando tengan una finalidad turística. Por ello no resulta extraño que entre las edificaciones sepultadas hasta el 9 de noviembre, estimamos la existencia de 213 alojamientos reglados y no reglados con una capacidad superior a las 900 camas, así como 156 piscinas, confirmándose un evidente desarrollo de la función turística.
Además, el flujo turístico vino acompañado de un flujo migratorio que llevó a la isla nuevos residentes originarios de algunos de los principales países emisores de esos turistas, fundamentalmente alemanes, pero también suizos, neerlandeses y británicos, una parte significativa de los cuales optó por instalar su residencia en este mismo espacio, restaurando antiguas viviendas o construyéndolas de nueva planta.
Ambas transformaciones terminaron reforzando el carácter urbano del casco de Los Llanos de Aridane, un núcleo que supera actualmente los 12.000 habitantes y que junto con la capital insular es clave en la organización funcional de La Palma. A pesar de su pequeño tamaño, este núcleo evolucionó de agrociudad dependiente del cultivo del plátano a centro urbano que alberga funciones comerciales y servicios cuya área de influencia se extiende por todo el oeste insular.
Y en ese tránsito terminó generándose un amplio espacio, extendido al sur del núcleo urbano, en el que a las actividades propias de las anteriores transformaciones se sumaron nuevas actividades comerciales y de servicios, así como el refuerzo de la función residencial, derivado tanto de la carestía de la vivienda en el centro de Los Llanos como de la búsqueda de espacios de mayor calidad ambiental. Un espacio en el que aunque perviven elementos clásicos de la ruralidad, asociados al dominio de las actividades agrarias, se observan lógicas y dinámicas de funcionamiento propias de los espacios suburbanos que han tomado cuerpo durante las últimas décadas en torno a los centros urbanos de diferente tamaño. Todo ello incentivado por la escasa disciplina urbanística que ha caracterizado durante décadas a los tres municipios del Valle y la eliminación de las restricciones que priorizaban el suelo rústico para usos agrarios a partir de la aprobación de la primera ley de las islas verdes en 2002. Ambos factores ayudan a entender también la existencia de centenares de edificaciones ilegales en la zona afectada por la colada, tal y como ponen de manifiesto las discrepancias entre el número de inmuebles destruidos según el Catastro y los que derivan del análisis de imágenes de satélite que lleva a cabo Copernicus.
De todo ello deriva la notable complejidad que supone la reconstrucción de un espacio como el mencionado, afectado por una urbanización difusa y una escasez de núcleos articuladores, especialmente tras la desaparición de Todoque y los graves estragos sufridos por La Laguna. Esa urbanización difusa está lejos de responder al poblamiento tradicional de las medianías palmeras e intentar replicarla sobre las coladas no solo resulta técnicamente complejo dado el espesor alcanzado por las mismas, la desaparición del suelo y el cambio en la geomorfología, sino que probablemente tampoco sea deseable desde una perspectiva de ordenación territorial que atienda a criterios de sostenibilidad ambiental, de eficiencia en la prestación de servicios públicos y de minimización del riesgo volcánico. Ello no significa que a medio plazo pueda recuperarse la actividad agrícola en determinadas partes de las coladas, recurriendo nuevamente a la sorriba como en el siglo pasado, pero difícilmente tendrá lugar una repoblación de ese espacio.
Al objeto de evitar el desarraigo, la búsqueda de soluciones habitacionales en otras zonas de medianías de la isla donde los afectados pudieran replicar las características de su antigua vivienda y parcela es una opción que conviene valorar, aunque su materialización es compleja y en ningún caso permitiría recrear los lazos comunitarios que existían. Además, dado que la mayor parte de los damnificados estaban familiar y laboralmente vinculados a los municipios del Valle de Aridane, probablemente resulte una opción poco atractiva.
De ahí que todo indique que lo más adecuado sea reasentar al grueso de la población en suelos urbanos de las tres cabeceras municipales, aunque siendo especialmente cuidadoso con el tipo de intervención, apostando por un urbanismo sostenible de pequeña escala. Actuaciones que no solo sirvan de ejemplo de lo que deben ser las nuevas formas de construir y habitar, sino que además generen un nuevo sentido de pertenencia entre sus moradores que ayude a minimizar el desarraigo. Saberse protagonistas de un proyecto innovador que implica habitar viviendas energéticamente eficientes insertas en un paisaje urbano de calidad puede contribuir a ello. En ese sentido, que el Plan General de Los Llanos de Aridane, el municipio más afectado, se encuentre en proceso de revisión, debe considerarse como una oportunidad para que el equipo redactor participe en la selección de las alternativas que mejor se adaptan a la estrategia de ordenación urbana esbozada en el borrador que aprobó el pleno municipal en agosto de 2019.
Aunque la ley lo permita, aventurarse en una excepcionalidad generalizada en materia de urbanismo y ordenación del territorio puede conducir a resultados muy insatisfactorios, que mermen aún más la calidad de nuestros espacios urbanizados y perpetúen en el tiempo el malestar y el descontento de los afectados. Hay que apostar por más y mejor ordenación y planificación, acompañada eso sí de una aceleración de los tiempos de resolución de los procedimientos administrativos, lastrados desde hace décadas por falta de personal capaz de asumir el ingente volumen de trabajo que supone la revisión de la documentación urbanística. Y ello es esencialmente válido para el resto de intervenciones que implicará la tarea de reconstrucción. Actuemos con celeridad, pero que ello no nos impida actuar con inteligencia para sentar las bases del modelo territorial que nos ayude a minimizar los impactos de futuras erupciones y nos permita asimismo afrontar con mejores perspectivas los profundos cambios que el Valle de Aridane y La Palma tendrán que afrontar en un contexto de transición energética y lucha contra el cambio climático.
*David Ramos Pérez es natural de Los Llanos de Aridane y profesor de Geografía Humana en la Universidad de Salamanca