Con solo trece años, a Mamadou Keita le llevó siete meses cruzar más de 4.800 kilómetros y cuatro países sin la compañía de ningún familiar, camino de un sueño europeo que le rondaba la cabeza desde hacía tiempo de forma difusa, sin un objetivo claro más allá de labrarse un futuro fuera de su Guinea natal, poder enviar dinero a casa y tal vez algún día volver.
La historia de este joven estudiante de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, maestro de Primaria en ciernes, suena extraordinaria en la isla que le acoge desde que lo rescataron de una patera sin combustible que ya hacía aguas cuando apareció el barco de Salvamento, en 2015, pero no es tan extraña en África.
La comparten miles de adolescentes a los que la pobreza, las guerras o la falta de expectativas empujan lejos de casa, menores que cruzan medio continente antes de exponer la vida en el mar o ante las cuchillas de una valla, solo que la de Mamadou Keita es la historia de un éxito colectivo: el de un puñado de educadores y voluntarios anónimos que logran que niños así vuelvan a ser niños.
Crecer lejos de casa
“¡Están tardando en darme el carné de canario, la verdad!”, bromea Mamadou con lo mucho que se ha adaptado a unas islas que ni siquiera conocía que existieran el día que se subió a la patera, porque es consciente de que habla español con mucha más soltura que el francés de su infancia y sabe que, cuando llama a casa, su madre se ríe con los modismos canarios que salpican su conversación en lengua fula.
“Es normal, mi infancia la pasé aquí”, se explica. “Llegué con 13 años, pero siento que parte de mi infancia la viví aquí... Bueno, diría que toda, porque lo que viví en África no era infancia, estaba viviendo la vida de un adulto, no tenía mi tiempo, no jugaba”.
Como miles de niños de África, Mamadou Keita está loco por el fútbol. Entrenó con el equipo de integración de la UD Las Palmas y no se le daba mal, pero a él la experiencia deportiva le sirvió para entrar en la órbita de “Up2U”, un proyecto social que ayuda a chicos con problemas de integración, en su mayoría “pibes” canarios que han pasado por el despacho de la jueza de menores Reyes Martel.
Desde hace tiempo, es monitor del “Camino de los Valores”, la ruta de superación que la jueza organiza cada verano con esos chavales por el Camino de Santiago, donde su presencia ha servido de ayuda en particular a adolescentes africanos que acaban de llegar a Canarias y que, como le pasó a él, viven con angustia que por su edad no les dejen trabajar, porque sienten la urgencia de enviar dinero a casa.
Estafas, robos y miedo antes de la patera
De superación Mamadou sabe un rato: con lo poco que pudo meter en la mochila la tarde en que se marchó de casa a espaldas de su madre, cruzó Guinea, Mali, Argelia y Marruecos. Por el camino trabajó en lo que tocara para pagarse cada etapa, lo estafaron, dio también con gente buena que le echó una mano, pagó por que le colaran por las fronterizas escondido en camiones... hasta que llegó a Rabat.
En la capital de Marruecos entró por primera vez en contacto con quienes organizan las travesías clandestinas a España y casi tira la toalla: le pedían 4.000 euros. “En mi ciudad, Mamou, alguien con un buen sueldo cobra 100 euros al mes. Yo nunca había visto junta una cantidad como esa”, relata. En realidad, ni la llegó a ver, porque fue su madre la que le consiguió “un barco” a Canarias en El Aaiún pidiendo prestado a conocidos una suma que nunca le ha contado.
Del barco, más bien patera, recuerda que le dio tanto miedo que le obligaron a subirse a la fuerza, porque se quería volver atrás, y también que le quitaron todo, hasta la ropa, así que hizo la travesía “en calzoncillos”. Era el más pequeño de los 50 que iban a bordo y, de puro agotamiento, se durmió. Cuando despertó, estaban sin combustible, perdidos y la patera tenía tres vías de agua, la mayoría de la gente lloraba o rezaba... y apareció un helicóptero.
Mamadou Keita no sabe en qué puerto desembarcó, pero le viene a la memoria como si fuera hoy el “impacto” que le causó oír en el muelle a personas hablar español, que le sonaba a “francés raro”. A partir de ahí, un hogar de acogida en Cardones, un instituto público en Arucas, un profesor de Historia que le picó en el orgullo para que nunca dejara que le hicieran de menos y su fuerza de voluntad le abrieron camino.
El momento clave de la mayoría de edad -cuando los chicos de las pateras tienen que dejar los centros de acogida y volver a depender de ellos mismos-, lo superó gracias a que encontró plaza en “un piso de emancipación” del Ayuntamiento de Agüimes, que es su casa desde entonces y le ha permitido centrarse en la universidad.
A los chicos que le piden consejo porque acaban de llegar, siempre les dice que no tengan miedo a abrirse a la sociedad española, porque eso no supone “perder sus raíces ni su cultura”, y que no intenten imponer nada, “porque aquí somos invitados”, pero sin renunciar a nada por “ser extranjeros”. “Yo caí de pie”, reconoce.