Finados: viaje al corazón del costumbrismo y la muerte en Canarias a través de la brujería
El viento suena liviano y el suelo de madera cruje, sin necesidad de ningún cuerpo que lo recorra, los pasillos oscuros llevan hasta un patio donde un matrimonio se reúne alrededor de una mesa; vino dulce y castañas para conversar sobre la muerte de un familiar cercano y una herencia escondida, mientras la risa de la bruja los acecha: se acerca la noche de finados y, con ella, los difuntos.
Esta historia, cotidiana durante siglos a lo largo del archipiélago y tan lejana en la actualidad, ha vuelto a cobrar vida esta semana en el antiguo convento de Santo Domingo de La Laguna (Tenerife), donde tuvo lugar la representación teatral del espectáculo Finados: una historia de brujería tradicional canaria, dirigida por el historiador y divulgador Néstor Verona.
La propuesta, que estaba programada para el pasado 2 de noviembre, pero fue aplazada ante las devastadoras noticias de las riadas en Valencia, comenzó con un minuto de silencio para honrar a las víctimas y mostrar respeto a aquellos que ya no están y a los que se quedaron llorando su partida. Un dolor que también ha marcado la historia de las islas desde que se tienen registros, donde las altas tasas de mortalidad fueron una constante y la “parca”, como explica Verona, estuvo siempre muy presente desde la “más cruda normalidad” ante los “incontables años de sequía” a los que sucedían “el hambre o los brotes epidémicos de fiebre amarilla, tifus y cólera”.
De esa indeseada relación nacieron costumbres como la noche de los finados, en la que los niños recorrían las casas preguntando “¿hay santos?”, para recibir frutas de temporada como castañas, almendras o naranjas: las antiguas golosinas, para más tarde sumarse a la celebración familiar, donde cada hogar preparaba una cena en la que no faltaba el vino dulce y el anís, pero tampoco las historias de los difuntos y las creencias populares a cargo de las mujeres más mayores, a quienes la inquisición acusaba de prácticas satánicas como conjuros, hechizos, adivinación o poderes sobrenaturales de comunicación con el más allá.
Al son de los ranchos de ánimas, que interpretaban parrandas formadas por hombres que salían en la noche de difuntos para recolectar dinero para los pobres que no tenían dinero para sus tumbas, el pasado, el presente, lo físico y lo espiritual cobraron sentido en el cuento protagonizado por un matrimonio que junto a sus propias disputas internas libraba la búsqueda de la herencia familiar oculta tras volver de Cuba.
Una historia en la que el “pino de la bruja”, uno de los posibles lugares donde el tesoro se encuentra oculto, se construye como un lugar de culto y temor, como lo son aún muchos otros sitios aún marcados por la toponimia bajo el nombre de Llano de las Brujas o bailaderos, enclaves situados en puntos elevados y de difícil acceso que se creen que además están vinculados con antiguas costumbres aborígenes canarios.
En ellos ocurrían y se cumplían extrañas premoniciones, como le ocurre a los protagonistas de esta obra teatralizada, quienes acaban viviendo en sus cuerpos la muerte inesperada e indeseada, bajo el influjo de un embrujo.
La obra asciende a lo espiritual gracias a la fuerza sonora del folclore popular a manos de La Parranda El Abuelo, al trabajo interpretativo y de recreación histórica del habla de los actores Antonio Conejo, Mar Gutiérrez y Alicia Rodríguez Reye y a la indumentaria tradicional a cargo de Dulce Rodríguez, y además juega con la risa y con lo cotidiano.
Un elemento que es clave, explica Verona, ya que el objetivo de la misma es “poner en valor” las tradiciones del archipiélago a través de “acciones teatralizadas y dinámicas para que la gente pase un rato divertido”.
Pero también que “podamos aprender” a respetar y valorar “el tesoro que es nuestro patrimonio inmaterial”, continúa, y que no nos distanciemos de ella como lo hemos hecho de la muerte, a la cual hemos expulsado de nuestra realidad hasta llegar casi a ocultarla, al igual que a los finados.
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