La crisis ha traído consigo la pérdida de derechos, unos por los que se llevaba siglos luchando. Refrescar algunas de las historias que lo hicieron posible, tal vez ayude a romper la sumisión que el miedo ha instalado en los trabajos.
Empezar un nuevo año trae consigo la ilusión de que todo es posible, nuevas oportunidades están al acecho, deseando dejarse atrapar por esta nueva versión de nosotros mismos. Atender los propósitos personales está muy bien, sin embargo, no hay que olvidarse de los objetivos colectivos; pues una puesta a punto totalmente individualizada puede hacernos ignorar el panorama completo, del que también somos parte. Es como esa viñeta que muestra una barca que empieza a hundirse por un extremo, obligando a las personas más próximas al agujero, a echar el agua fuera desesperadamente; mientras, el resto de pasajeros situados algo más lejos de la catástrofe, respiran aliviados: ¡qué suerte no estar en ese lado! Olvidando que comparten bote.
En esta línea, Jordi Évole abordó su primera columna de 2017. El periodista quiso hacer un recordatorio, una llamada de atención con el fin de evitar que volvamos a anestesiarnos. Así, Évole se pregunta en su artículo qué ha sido de la indignación: “Ves los informativos y parece que ya nadie protesta. ¿Ya no hay problemas? ¿Ya no hay crisis? ¿Ya no hay desahucios? ¿Ya no hay recortes? A ver si volvemos a estar en la Champions League de la economía y no me he enterado.”
El comentario de Évole apareció en pleno mes de rebajas, con los estantes de las tiendas arrasados y largas colas en formación. Una alegría que ya se anticipaba durante las ventas navideñas, las cuales crecieron un 5% respecto a diciembre del año pasado. Los parkings llenos y las zonas comerciales intransitables dieron muestra de ello. Unos datos que podrían ser positivos si, efectivamente, estuviesen teniendo lugar cambios importantes en la economía y, especialmente, en la maltrecha clase media. ¿Se están recuperando las familias o simplemente han empezado a conformarse? El crecimiento de las ventas, ¿indica recuperación o es el retorno de los malos hábitos?
Y es que parece cumplirse el pronóstico de Arturo Pérez Reverte: no hemos aprendido nada. El escritor lanzó esta predicción en octubre del año pasado durante una entrevista: “la gente quiere que acabe la crisis para volver a lo mismo: comprarse otro coche con hipoteca, irse a Cancún de vacaciones…” En definitiva, seguir igual pero sin análisis o lección mediante. Descorazonadoramente, parece estar en lo cierto. Salvo por el hecho de que, aunque para algunos la situación empiece a mejorar con la llegada de un nuevo contrato, lo hace en su versión más pobre con sueldos precarios, horarios imposibles y amenazas en caso de baja. Un nuevo trabajador que vive en una incertidumbre constante pero asumida, porque (ya conocemos el mantra): ¡ya es una suerte que te dejen trabajar! Pues resulta que las obligaciones son ahora privilegios.
Vivir por encima de sus posibilidades
La frase más repetida −y cargante− de los últimos años, el eslogan con el que tertulianos y políticos se llenaron la boca para eximir responsabilidades. Nosotros, los ciudadanos, tenemos la culpa. Nosotros solos −sin participación alguna de poderes, bancos o empresas− nos lanzamos al abismo.
Le gente se hipotecaba a treinta años de elevadas cuotas por ser inconsciente y avariciosa, siempre ansiando “vivir por encima de sus posibilidades”. Resultando curioso −cuanto menos− que esas posibilidades tan supuestamente alejadas, estuvieran a la vez, tan a su alcance. ¿Vivían realmente por encima de sus posibilidades o simplemente hacían uso de las opciones disponibles?
Aquella fue una conducta peligrosa, no cabe duda, pero no fue unilateral sino que estuvo fomentada y alentada por los interesados. Claro que, cuando todo estalló, estos últimos quedaron a buen recaudo, sin ningún tipo de responsabilidad ni represalia, mientras los imprudentes clientes no tuvieron amparo ni perdón. Un sistema desigual que ha hecho crecer el número de millonarios en España mientras se recortaban los derechos de la mayoría.
Los súper ricos han crecido un 8% respecto al año anterior, un total de 508 personas declaran tener patrimonios valorados en más de 30 millones de euros. Ese es el dato legal, de los paraísos fiscales mejor ni hablamos; y mucho menos ahora que el mundo está gobernado por otro multimillonario.
¿No hemos aprendido nada?
Si algo positivo podía traer este tiempo de crisis, era la depuración. Los constantes escándalos daban prueba de una situación insostenible: sobornos, evasión, malversación… Sus protagonistas habían vivido confiados por la seguridad que da el haber sido intocable durante décadas. Aunque a día de hoy, sigue existiendo la sensación de que no se ha hecho lo suficiente, entre prescripciones y penas que no han repuesto nada de lo robado, reina el desánimo.
Pero dejando a un lado la esfera política, se suponía que esta limpieza no iba a ser sólo de altos cargos, sino que iba a representar una lección moral para todos. Un aprendizaje a la fuerza donde baremar lo verdaderamente importante, donde no dejarse arrastrar por el materialismo, donde unir fuerzas y ganar en solidaridad. De ese espíritu surgieron movimientos e iniciativas que pronosticaban un cambio, la gente empezó a implicarse pero poco ha conseguido prosperar sin contaminarse.
Por eso es importante recordar la importancia que tiene no bajar la guardia y, sobre todo, el estar unidos. Retomando las palabras de Pérez Reverte, poco pueden hacer los estallidos locales, que son aislados y no tienen fuerza suficiente. Es una cuestión de alianza, de abandonar el papel de “sálvese quien pueda”, porque ya sabemos cómo acaba la historia de mirar hacia otro lado: cuando te llegue el momento a ti, ya no quedará nadie para salvarte.
Trabajar y ser pobre
Pocas veces se consigue condensar tanto la injusticia como en la frase: trabajo pero sigo siendo pobre. Algo que no ocurría tan masivamente en los países desarrollados desde el siglo XIX. Fue, justamente en ese momento, cuando empezó a tener lugar el cambio que la crisis se ha afanado en retornar. El instante en que la gente dijo basta, consciente de que todos dependían de todos.
Es sencillo de entender pero solemos olvidarlo y es que las empresas se componen de una cadena de imprescindibles: el proveedor del negocio, el negocio de los clientes, etcétera. Una suma de partes que se necesitan. Menospreciar a alguno de los implicados hace mellar la cadena hasta que se rompe. Justamente lo que sucedió con los niños que repartían periódicos en el Nueva York de hace dos siglos o los astilleros gallegos en los años ochenta. Hasta los trabajadores de Disney, creadores de mundos de fantasía, se plantaron en 1941: ya está bien de vivir del cuento. Descubrieron que luchando juntos conseguirían que el trabajo no fuese sinónimo de precariedad.
Todo esto sucedió en un mundo que no había conocido los derechos. No existían sindicatos y las leyes no buscaban proteger a todos los ciudadanos; y aun así, creyeron que era posible. Porque una sociedad justa y equitativa puede definirse sin necesidad de patrones previos.
¡Extra! ¡Extra!
En 1889 estaba teniendo lugar una guerra que nada tenía que ver con los bombardeos tradicionales. Sucedía en Nueva York y la protagonizaban las dos fuerzas periodísticas del momento: The New York World fundado por Joseph Pulitzer y The New York Journal creador por William Randolph Hearst. Ambos editores luchaban por superar las ventas de su adversario, robándose periodistas, abaratando precios e, incluso, falseando titulares para hacer más jugosas sus publicaciones.
De hecho, la ambición fue tal que su guerra personal terminó por desencadenar una guerra real. Concretamente, la que tuvo lugar entre España y Estados Unidos a raíz de la Revolución Cubana de 1895. La cobertura de este suceso se vería empañada por los rumores y el sensacionalismo, llenando de hechos falsos las portadas. The New York Journal, en un intento despiadado por atribuirse la supremacía, acusó a España de haber explosionado el acorazado estadounidense Maine, en el que murieron 274 hombres. Esta información se publicó sin prueba alguna, sólo por alimentar las ventas y acrecentar la indignación de los ciudadanos.
Posteriormente se descubriría que la explosión se había producido accidentalmente en el propio almacén de munición del barco pero ya era demasiado tarde. La jugada de Hearst elevó las fricciones de Estados Unidos con España, y Pulitzer, al ver la ventaja de su competidor, también se sumó al amarillismo periodístico. Esta situación, unida a los propios intereses norteamericanos de hacerse con el dominio del Canal de Panamá, facilitaría el apoyo de la guerra, defendida bajo el eslogan: “¡Recordad el Maine, al infierno con España!”.
En medio de esa lucha encarnizada se tomaron medidas que desatarían una respuesta inesperada, resultando decisorias para la situación laboral del futuro. Hablamos de los niños repartidores, conocidos como “the newsboys”. Unos chicos de entre ocho y diez años −la mayoría huérfanos y sin hogar− que se veían forzados a trabajar para tener algo que comer. Eran el eslabón más bajo de aquellos dos imperios que no dejaban de enfrentarse, por eso, cuando se pensó en una forma de abaratar costes, fueron un blanco directo.
Sus condiciones ya eran de por sí deplorables pero Pulitzer y Hearst las empeoraron. Ahora no sólo tenían que pagar más por los periódicos que vendían –dejándoles un margen ínfimo de beneficio− sino que también se negaron a reembolsarles aquellos periódicos que quedasen sin vender. Lejos de amilanarse, aquellos chicos analfabetos y sin ningún apoyo familiar, se unieron e iniciaron una huelga que duraría varias semanas. Hasta 5.000 niños recorrieron el puente de Brooklyn manifestando su deseo de cambio. Los periódicos dejaron de repartirse, cayendo las ventas en picado, y aunque los empresarios trataron de reemplazar la desbandada contratando algunos hombres, éstos se solidarizaron con los pequeños y se negaron a trabajar.
La presión fue tal que ambos directores se vieron obligados a negociar, demostrando la fuerza de la unión. Los pequeños repartidores quedarían siempre como un referente de la lucha obrera, demostrando que no importa lo gigante que sea tu adversario, si se aúnan fuerzas para vencerlo.
Un Disney sin sueños
Trabajar en Disney, ese generador de reinos de fantasía, puede ser visto como la meta de muchos dibujantes y creativos. Formar parte de ese proyecto mágico que elevó la animación al arte, es cautivadora. Sin embargo, los sueños de Walt Disney no contemplaban los de sus empleados. Visionario para una infinidad de proyectos, se negó durante años a aceptar que la realidad laboral de su empresa no iba a sostenerse en condiciones tan desiguales.
En 1940, el estudio había crecido hasta el punto de alcanzar medidas industriales y Walt diseñó un centro donde sus trabajadores pudieran pasar el mayor tiempo posible, prácticamente, una ciudad en miniatura. Muy al estilo de multinacionales actuales como Google o Microsoft pero con la diferencia de que no todos los trabajadores podían hacer uso de esas ventajas.
Al crecer Disney aumentó también la jerarquía, de modo que la gente no sólo estaba dividida por tareas (tinta y pintura, grabación…), sino que esos sectores venían a determinar tu estatus en la empresa. Así, los puestos más altos ocupados por los mejores guionistas y animadores, podían disfrutar de un restaurante privado, sauna y gimnasio. El mobiliario de oficina también cambiaba dependiendo de esto, disponiendo de más comodidades que el resto donde prevalecía la austeridad.
Para Walt, aquellos que realizaban un trabajo más mecánico como los entintadores o interpoladores, eran empleados de segunda, no eran auténticos artistas. Por lo que no consideraba que tuvieran que disfrutar de los privilegios que sí tenían sus más allegados. De hecho, las diferencias eran tan exageradas, que la propia cafetería de la empresa tenía unos precios incompatibles con los sueldos de los empleados base, obligados a salir a comer fuera. Ya que los salarios oscilaban entre los 200 y 300 dólares semanales de unos, frente a los 12 dólares del resto.
Por aquel entonces, Art Babbitt llevaba una década trabajando en Disney. Había creado a uno de sus personajes estrella, Goofy, y participado en todas sus grandes películas. Era, por tanto, uno de los empleados mejor pagados de la factoría pero eso no le impidió solidarizarse con la desigualdad de sus compañeros, a los que apenas les alcanzaba para vivir. Todo lo contrario que Walt, quien se oponía a la sindicalización de sus empleados. Sólo él podía decidir sus condiciones y para dejarlo claro, reunió a las plantilla de 1.200 empleados en el auditorio del estudio, donde dio el siguiente discurso:
“En los veinte años que llevo en este negocio, he capeado muchas tormentas. Ha sido una travesía difícil que ha requerido mucho trabajo, lucha, determinación, confianza, fe y, sobre todo, generosidad. Algunas personas piensan que existe distinción de clases en este lugar. Se preguntan por qué algunos obtienen mejores butacas en el teatro que otros, por qué algunos tienen plaza de aparcamiento y otros no. Yo siempre he creído y seguiré creyendo que los que más contribuyen a la organización deben, ya sólo por respeto, disfrutar de algunos privilegios. Mi recomendación para todos vosotros es esta: haced examen de conciencia. No conseguiréis una maldita mejora sentándoos y esperando que os digan todo. Si no progresáis como deberíais, en vez de quejaros y gruñir, haced algo al respecto”.
El mensaje, más que disuadir consiguió una afiliación en masa, siendo Art Babbitt uno de los convencidos y convirtiéndose en el primer alto rango en desafiar las políticas de Walt Disney. Éste recibió la iniciativa como un ataque personal y tras una serie de amenazas, terminó por despedirlo a los tres meses, alegando “actividad sindical” como causa.
Aquella sería la gota que colmaría el vaso y por 304 votos a 4, se decidió salir a la calle y manifestarse. La huelga había comenzado y no sólo se unieron algunos de los animadores principales, sino que también acudieron empleados de otros estudios. Siendo sus exigencias un mejor salario, la remuneración de las horas extras y la corrección de los créditos en pantalla, ya que muchos no aparecían en éstos.
El trabajo de Dumbo y Bambi, los proyectos que pretendían relanzar el éxito de la empresa después de las pérdidas de Fantasía y Pinocho, quedó paralizado. Disney perdía inversores y su cotización cayó de los 25 a los 4$ por acción. Pero tras un mes de huelga, Walt se negaba a hablar con el sindicato que representaba a su plantilla y a pedir disculpas al hombre cuyo despido había dado pie a la huelga, Art Babbitt.
Lo que en un principio había sido interpretado como una rabieta por Walt Disney, se convertiría en un hito revolucionario pero para su director aquello respondía a una conspiración comunista y no al verdadero descontento. Obcecado en no ceder, se marchó diez semanas a Sudamérica, un viaje de trabajo pero también la oportunidad de escapar. Pasó el legado a su hermano Roy quien tenía una actitud más conciliadora, consciente de que era imposible ignorar el problema. Con él, los trabajadores verían atendidas sus peticiones y aunque para Walt aquello siempre fue visto como una deslealtad, sería el movimiento que conseguiría que Disney no se desmoronase y siguiera creciendo como el imperio que es hoy.
Es posible seguir repasando la historia y ubicando a los valientes pero estos dos ejemplos bastan para reavivar el ánimo. Porque si unos niños desprotegidos y sin estudios aprendieron a coordinarse y unos trabajadores explotados supieron hacer frente a la desigualdad, ¿cómo no vamos nosotros, una generación que nació con derechos, a pelear por ellos? Ese esfuerzo colectivo, mantenido y reforzado durante siglos, no puede venirse abajo en unos años por culpa del miedo o la apatía generalizada. Es una cuestión de principios: estamos en deuda con todos los que lo hicieron posible, así que es hora de ponerse en marcha y recuperar la dignidad. Así que, menos tuits incendiarios y más actos revolucionarios.