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Opinión - Piloto suicida. Por Antón Losada

La misteriosa mujer del tatuaje azul en la barbilla

Retrato de Olive Oatman. (DP)

Nidia García Hernández

Santa Cruz de Tenerife —

Al pensar en los pioneros nos viene a la mente la imagen de aquellos hombres y mujeres dispuestos a cruzar el océano con la esperanza de fundar un mundo nuevo. El problema era que aquel “nuevo mundo” ya existía y había estado habitado durante generaciones por los nativos del lugar: cherokees, apaches, quapaws, siouxs… infinidad de tribus que aprendieron a adaptarse a la salvaje Norteamérica. De hecho, si muchos de estos colonos sobrevivieron fue gracias a las enseñanzas de los indios; un gesto que obtuvo una contrapartida menos generosa (enfermedades, exilio…) y que redujo drásticamente su población.

La colonización del siglo XIX difícilmente podrá deshacerse de su oscuro legado, pero centrándonos en el punto de vista de los recién llegados, resulta tentador imaginar las sensaciones de aquellos pioneros. El sobrecogimiento de atravesar las llanuras de Nebraska o la impresión de divisar las Montañas Rocosas. El continente norteamericano era inmenso y lleno de contrastes, pero sobre todo, no se parecía a nada de lo que habían visto antes. El impacto de aquellos paisajes tuvo, sin ninguna duda, que emocionarles; aunque no por ello el más ordinario de los días estuviera exento de dureza.

En 1850 comenzaría la travesía de la familia Oatman, a la que no movía el afán de aventura, sino los designios divinos de su pastor, James C. Brewster. Éste, tras varias disputas, se desvinculó de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y se dispuso a liderar su propia fe. Brewster creía que el lugar sagrado para los mormones no se encontraba en Utah, sino en California, y convencido de ello, condujo a sus seguidores a través del desierto. Al llegar a Santa Fe, casi un año después, la caravana volvió a dividirse. Algunos decidieron asentarse allí, otros continuaron hacia el norte, y los Oatman decidieron alcanzar la desembocadura del Colorado en solitario.

A la familia se le advirtió que aquel tramo era estéril y peligroso, pero como suele decirse en estos casos: la fe mueve montañas (y camufla bastante bien los impulsos suicidas). Aquella elección pronosticaba la tragedia, pero Royse Oatman decidió continuar el camino junto a su mujer y sus siete hijos. Para evitar las altas temperaturas, los Oatman viajaban de noche, pero eso no impidió que los bueyes fueran cayendo, a la par que las provisiones, cada día más escasas. Aquel era un páramo seco y sin vegetación, donde ondeaba el aire y la cordura se desvanecía. La situación comenzaba a ser desesperada cuando un grupo de nativos alcanzó el carruaje. Los indios querían comida y tabaco pero la familia no podía prescindir de nada. Sorpresivamente, la negociación derivó en ataque y los yavapais apalearon a los pioneros hasta la muerte. A todos salvo a dos: las hermanas Olive y Mary Ann, de 13 y 8 años, respectivamente.

Lorenzo, el hermano mayor, fue dado por muerto pero milagrosamente sobrevivió a los golpes. Las niñas, en cambio, se creían completamente solas: sin familia, ni testigos de la masacre. Sus opciones parecían pocas y ahora, además, eran prisioneras de los yavapais. Con ellos recorrieron el desierto durante días, quedando muy debilitadas a causa de la deshidratación y los golpes. El maltrato sufrido durante el trayecto las convencería de su nueva realidad: eran esclavas de los indios.

La aparición de los mohave

Las hermanas pasarían un año en cautividad, tratando de sobrevivir a las extremas condiciones del desierto de Arizona. Los yavapais se alimentaban de carne de venado, ardillas o serpiente hervida, pero ellas debían conformarse con los brotes de yuca, raíces o tunas que encontraban. Cualquier queja era rápidamente reprendida, Olive explicaría como “se deleitaban dándonos latigazos injustificados más allá de nuestras fuerzas”.

Afortunadamente, la suerte de las niñas cambiaría cuando una tribu vecina, los mohave, apareció para hacer negocios con ellos. A los recién llegados les llamó la atención la presencia de las dos niñas blancas y, movidos por la compasión, pactaron un intercambio. Un par de caballos y mantas sirvieron para trasladar a las hermanas a su nuevo destino.

Los mohave vivían en un valle donde los bosques de álamo y los pequeños campos de trigo contrastaban con las tierras baldías de los yavapais. Olive y Mary Ann pasaron a formar parte de la familia de Espanesay y Aespaneo, un matrimonio que las crió como a sus propias hijas. Para demostrar su unión con la comunidad, se les tatuó en la barbilla, brazos y piernas, unos dibujos a base de gruesas líneas azules. Con este diseño tradicional, los mohave aseguraban el reencuentro de sus miembros en el más allá, y suponía una prueba de su compromiso con las niñas. De hecho, el término que éstos utilizaban para describirlas era “ahwe” que significa “extraño” y no “esclavo” o “cautivo”.

Aparentemente, las hermanas Oatman se integraron totalmente en la comunidad hasta el punto de que, en febrero de 1854, no dijeron nada cuando aparecieron más de cien hombres blancos. Eran topógrafos que estudiaban el terreno buscando trazar una ruta para el ferrocarril desde el río Misisipi hasta el Pacífico. El equipo pasó una semana con los mohave, que fueron descritos como amistosos y serviciales, siempre dispuestos a echar una mano. Puede ser que las niñas, al creer que no les quedaban parientes vivos, hubiesen abandonado por completo la idea de escapar. Pero el afecto con el que Olive siempre relató a su familia mohave pone en duda esta teoría.

Las chicas continuaron llevando una vida pacífica entre los nativos hasta que una hambruna terminó con la vida de Mary Ann. Su muerte −junto a la de muchos otros miembros de la tribu− fue consecuencia de una inundación que destrozó las cosechas. Olive trató de conseguir comida para su hermana, incluso fue con varios de los mohaves a buscar alimento a las montañas pero Mary Ann, que nunca se había recuperado totalmente de sus marchas forzadas a través del desierto, falleció a su regreso. La comunidad se dispuso a preparar la ceremonia de cremación cuando Olive los detuvo. Quemar a los muertos suponía una atrocidad según sus creencias mormonas, por eso pidió enterrarla y aunque esta idea contradecía las costumbres del poblado, la dejaron hacerlo. Olive eligió para ello una zona del jardín, aquel que su nueva familia les había regalado, justo a su llegada.

De vuelta a la civilización

Olive tenía 19 años cuando un miembro de la tribu quechan se presentó en el poblado con un mensaje del gobierno. Las autoridades de Fort Yuma habían oído rumores acerca de una mujer blanca que vivía con los nativos, y el comandante exigía su devolución o conocer los motivos por los que ella no deseaba volver.

Oatman no sabía que durante años su hermano había estado batallando en California, pidiendo ayuda a cualquiera que se cruzase en su camino y exigiendo justicia a las autoridades locales. Pero nunca pasó nada. “Aprendí”, reflexionó Lorenzo, “que los hombres no van a través de las llanuras a rescatar cautivos entre los indios”. El hermano superviviente llegó a escribir una editorial en el periódico Los Angeles Star donde detallaba la tragedia y describía la indiferencia que había recibido.

La publicación llegó al Fort Yuma, en Arizona, donde un indio llamado Francisco afirmó conocer el paradero de la joven. Así, éste partió al poblado con la intención de negociar la liberación. La familia mohave se negó en un principio a entregar a Olive y trató de engañar a Francisco alegando que la chica no era blanca, sino de “una raza de personas muy parecidas a los indios, que vive lejos de la puesta de sol”. Habían tintado la piel de Olive con tierra y le pidieron que hablase en un idioma inventado. “Ellos esperaron a escuchar mi absurdo galimatías y presenciar el efecto convincente sobre Francisco. Pero hablé con él en inglés. Le dije la verdad y lo que me habían ordenado hacer”, explicaría Oatman posteriormente.

La tribu comenzó a sopesar su afecto por Olive frente al temor de las represalias por parte del gobierno de Estados Unidos, que había amenazado con destruir el poblado, si la chica no era entregada. Los mohaves terminaron por aceptar el trato y Olive inició el viaje de veinte días hasta Fort Yuma acompañada, eso sí, de Topeka (su hermana adoptiva). Al llegar al fuerte, fue rápidamente cubierta pues iba desnuda de cintura para arriba. Regresó a los vestidos victorianos, aquellos que no daban tregua a la piel, y a la vista sólo quedó el tatuaje azul de su barbilla como recordatorio de su tiempo con los mohaves.

El retrato que la inmortalizó fue tomado cuando tenía unos 20 años. El puritanismo de la época sólo permitía mostrar el tatuaje de su cara pero se simularon la líneas que Olive llevaba marcadas en brazos y piernas con los dibujos que cruzan las mangas y el bajo de la falda. La imagen aparecería en la portada de La cautividad de las niñas Oatman, el libro escrito por Royal B. Stratton, con el que la joven daría a conocer su experiencia. No obstante, tenemos que tener en cuenta la influencia de la estricta moralidad del momento, lo que convierte la lectura del libro de Stratton en una versión tergiversada de la realidad donde los nativos son descritos como unos “bípedos degradados”. El autor obvia el afecto que Olive sentía por su familia adoptiva y se centra en destacar las virtudes de la sociedad blanca respecto a la indígena, tachada de inútil, vaga y pagana. Al fin y al cabo, la historia de una blanca secuestrada por salvajes era el argumento perfecto para perpetuar la expulsión y matanza de los aborígenes que estaba teniendo lugar.

Susan Thompson, amiga de Olive, declararía años más tarde que parecía como si Oatman estuviese “en duelo” tras su regreso. Corrían rumores de que la joven tuvo varios hijos con los mohave pero ella siempre negó cualquier acercamiento sexual con los indios. Curiosamente, con el tiempo se descubriría que su apodo en la tribu era Spantsa, lo que se puede traducir como “vagina podrida” o “vagina rota”; una expresión de cariño, acorde al peculiar sentido del humor de la tribu. Los historiadores encuentran distintas teorías para el mote, pudiendo referirse a su falta de higiene entre colonos e indios (los últimos tenían la costumbre de bañarse todos los días), o bien al hecho de que era activa sexualmente. Posteriormente se ha especulado con la posibilidad de que el apodo hiciese referencia a su infertilidad, ya que aunque Olive se terminaría casando con un rico banquero, John B. Fairchild, nunca tuvieron hijos propios y terminaron adoptando una niña.

Tampoco pareció olvidar a su tribu, y estando ya casada, no dudó en aprovechar la visita de Irataba a Nueva York. El líder tribal de los mohaves ejercía como orador representando a su pueblo y Olive acudió a reencontrarse con él. Éste le contó que su hermana adoptiva, Topeka, aún la echaba de menos y esperaba su regreso. Un acercamiento que fue descrito por la joven como “una reunión entre amigos”, desarmando por completo su papel de captores.

Oatman abandonó rápidamente el circuito de conferencias del libro y pasó las siguientes décadas de su vida luchando contra la depresión y sus crónicos dolores de cabeza. En las raras ocasiones que salía de casa, se cubría con velos para evitar ser reconocida por su tatuaje. Terminaría muriendo a los 65 años de un ataque al corazón y con su muerte, desapareció también la posibilidad de conocer la verdad de su historia. Dejó como única certeza la tragedia de haber perdido a su familia una y otra vez: primero, con la masacre de sus padres y hermanos por los yavapais, y después, al ser arrancada de su segunda familia, los mohaves. Actualmente, su apellido Oatman da nombre a una ciudad de Arizona que forma parte de la ruta 66, cerca del río Colorado y del lugar donde Olive, con mayor probabilidad, experimentó lo más parecido a la libertad.

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