Acoso inmobiliario a vecinos de zonas turísticas en el sur de Tenerife: “Te doy dos meses para que te busques otro sitio”
A principios de 2024, el casero de Yaiza Pazos, de 30 años, le comunicó que quería vender la vivienda que ella habitaba desde 2021 en Arona, un municipio eminentemente turístico en el sur de Tenerife. La misiva del propietario llegó con la opción preferente, si la inquilina quería, de comprar el inmueble por 120.000 euros, un precio poco despreciable en los tiempos que corren.
Pero Yaiza declinó la propuesta tras evaluar sus finanzas y recordó a su arrendador, en la misma respuesta por escrito en la que rechazó la adquisición del apartamento, su derecho como arrendataria de permanecer en el piso durante los primeros cinco años de contrato salvo que el dueño lo necesite para él mismo o familiares cercanos, como padres o hijos.
Era una advertencia, un aviso de que, en caso de proceder con la venta, ella tenía la intención de continuar en la casa mediante una subrogación del contrato de alquiler, aún vigente. Sin embargo, a partir de ahí, todo se torció.
La relación entre ambos, que había sido correcta hasta entonces, dejó de serlo. El casero le dijo a Yaiza que no iba a renovar su contrato, sin dar más explicaciones. Y ella volvió a recordarle qué determina la Ley de Arrendamientos Urbanos en estos casos. Agregó que su situación económica había cambiado favorablemente y que ahora sí podría adquirir la vivienda en propiedad. Pero ya era demasiado tarde. La querían fuera.
“Las conversaciones me hicieron sentir incómoda y no quería molestar. Ha sido una situación tensa”, lamenta Yaiza por teléfono. “Estar viviendo así, con tus caseros enfadados contigo… Imagina que se te rompe cualquier cosa, como una nevera, ¿crees que se habrían hecho cargo?”, cuestiona.
La joven tuvo que buscar un nuevo piso en Tenerife, nada fácil “tal y como están las cosas”, reconoce. El 1 de julio abandonó el inmueble por el que pagaba 450 euros al mes, para irse a otro por el que destina un poco más, 490, también en Arona. Hace unos días vio su antigua casa otra vez en alquiler, pero esta vez por casi el triple de lo que ella apoquinaba: 1.300 euros. Relata que se quedó impactada.
La crisis de vivienda en Canarias está palpándose más que nunca. Las ofertas de alquiler son prácticamente inexistentes, los precios no hacen más que aumentar y los inquilinos, sobre todo de zonas turísticas, viven con miedo de recibir una carta de rescisión del contrato o de sufrir comportamientos de acoso inmobiliario por parte de sus propietarios, cada vez más frecuentes.
La abogada Beatriz Palmés, afincada en Tenerife y experta en conductas de acoso laboral, asegura que existe un “aumento vertiginoso” de personas afectadas por el también llamado mobbing inmobiliario. Pilar Puyi, portavoz del Sindicato de Inquilinas de la isla, lo reafirma.
“Estamos viendo más acoso y más intensidad en el acoso. [Los propietarios] ven cómo aumentan los precios tan rápido y dicen: si el de al lado ya tiene el piso alquilado por 900 euros y yo lo tengo por 400, yo también quiero eso”, razona.
Entre agosto del año pasado y este, el alquiler se ha disparado de media un 10,8% en Canarias, según el portal Idealista. En algunos municipios concretos, como Arrecife, Puerto del Rosario y Granadilla de Abona, la subida es de más del 20%. En Arona, por ejemplo, una vivienda de un solo dormitorio en la calle Falúa está siendo puesta en alquiler por 1.700 euros, cuando debería hacerlo por entre 624 y 876 euros, según el índice de referencia del Gobierno de España,
El Sindicato de Inquilinas de Tenerife destaca que está habiendo un aluvión de “falsos” contratos de alquiler por temporada, una modalidad de arrendamiento a priori momentánea para el inquilino, pero muy empleada últimamente para camuflar estancias habituales e incrementar el precio de la renta de forma recurrente, ya que su marco regulatorio es “más laxo y favorable para los propietarios”, concluyó el Banco de España.
Otras formas de acoso sobre el arrendatario son la nula atención a las peticiones de mantenimiento del hogar o la falta de cobro del alquiler para así interponer denuncias por impago. Junto a las prácticas más tradicionales, un nuevo método de expulsión de residentes está ganando protagonismo en los últimos años: la invasión de pisos turísticos.
Marcos (nombre ficticio para preservar su identidad), de 56 años, vive desde hace un lustro en una casa en el suroeste de Tenerife por la que paga 500 euros al mes. Llegó por motivos laborales. Trabajaba en un hotel cercano y necesitaba ahorrarse la hora de trayecto en coche desde su anterior domicilio.
A raíz de la pandemia, comenzó a ver en su edificio, de más de 60 apartamentos y en primera línea de costa, cómo los cajetines y las placas de vivienda vacacional empezaron a multiplicarse. El contrato habitual en ese inmueble, explica, era el temporal, por lo que los caseros podían poner fin al arrendamiento casi cuando quisieran. De pronto, solo quedaron cuatro vecinos de larga duración: él y tres más. Lamenta haber perdido la comunidad vecinal de la que disfrutaba y dice que ya no es capaz tan siquiera de montarse en el ascensor: “Está lleno de gente con flotadores”, apunta.
Desde hace unos años, curiosamente tras la explosión de los pisos turísticos en el edificio, Marcos está recibiendo mensajes de su casero anunciándole que quiere el apartamento para su hijo o hija, según el momento. “Te doy dos meses para que te busques otro sitio”, le ha dicho en reiteradas ocasiones.
Él está convencido de que el dueño de la vivienda le presiona cada vez que hay derramas, pues desde que el bloque comenzó a mutar hacia el alquiler vacacional, ha habido varias reformas enfocadas precisamente en eso, en potenciar la oferta turística de la edificación.
“Esto empuja a muchos propietarios a pasarse a la otra acera. Y mi casero, que es bastante rata, porque a mí no me repara nada, seguramente es uno de ellos. El sistema los fuerza. Y se ven obligados”, considera Marcos. Su contrato de cinco años finalizó este 1 de septiembre, pero como el dueño del apartamento no le ha enviado ninguna carta certificada o burofax comunicando la no renovación del mismo, espera seguir ahí, aunque sea con nervios.
“Estoy temblando, tomando pastillas… Intento mantener el tipo, pero la vivienda es el bien más necesario si quieres tener un proyecto de vida”, cuenta.
Ibán Díaz es profesor de Geografía Humana en la Universidad de Sevilla (US) y activista de los movimientos sociales en la ciudad hispalense. Ha estudiado a fondo el acoso inmobiliario en las zonas turísticas y la gentrificación, que es ese concepto que explica cómo los barrios pierden su cultura popular para convertirse en parques temáticos para ricos.
Lo que está ocurriendo en el sur de Tenerife, detalla, responde a las expectativas de los propietarios de obtener mayores rentas dedicando el inmueble a otros usos, ya sea por la vía legal o mediante artes oscuras. El Instituto Canario de Estadística (ISTAC) estimó recientemente en 2.088 euros los ingresos mensuales que percibe un propietarios por cada vivienda vacacional a su cargo. La rentabilidad frente al alquiler tradicional es superior.
En las Islas, según los últimos datos del Registro Turístico del Gobierno regional, hay más de 60.000 pisos turísticos con un total de 256.000 plazas, el equivalente a más de 400 hoteles con 600 camas cada uno. Después de que el Ejecutivo autonómico anunciara la creación de una ley para regular su crecimiento, ha habido un boom de solicitudes.
“Lo más común entre los propietarios es simplemente no renovar los alquileres convencionales. En ese caso no podríamos hablar de acoso inmobiliario, sino simplemente de que ejercen su derecho. Otra cosa es que te puedan engañar o amenazar y forzar un poco la situación para que un inquilino se vaya”, señala Díaz.
A la abogada Beatriz Palmés, que asegura haber sido víctima de mobbing inmobiliario, le sorprende la “impunidad” con la que los propietarios envían este tipo de mensajes a sus inquilinos. Recuerda que son pruebas que pueden ser utilizadas en un proceso judicial porque ejercen una “presión psicológica” sobre la persona acosada “con la finalidad de menoscabar su integridad moral, paz y convivencia”.
Para ella, “estamos asistiendo a la era del todo vale” en este sentido, en la que “el fin justifica los medios” para expulsar a arrendatarios de sus casas. Esta misma semana, de hecho, el Sindicato de Inquilinas de Madrid reveló la existencia de un grupo de más de 2.000 propietarios en Telegram donde rentistas hablan sobre sus estrategias para exprimir a las personas que habitan sus viviendas.
“El acoso inmobiliario existe desde que hay una relación entre poder, necesidad y precariedad. La persona que alquila, lo hace porque no puede ser propietaria, y eso conlleva una situación de incerteza e inseguridad respecto a la estabilidad de la relación contractual de arrendamiento de la vivienda”, reflexiona Palmés.
Para más inri, la letrada cree que existen formas de hacer que una conducta de acoso “pase por el aro” de la normativa de arrendamientos urbanos y que hay pocos casos de “éxito” judicial al respecto. “El acoso es, normalmente, una conducta difícil de demostrar dado que muchos comentarios y conductas se tienen en entorno privado o sin testigos ni forma de probarlo”, remacha.
Un ejemplo paradigmático: en el Condado de Los Ángeles (Estados Unidos), según el periódico Los Angeles Times, se han presentado más de 13.000 denuncias de acoso inmobiliario ante el Departamento de Vivienda en los últimos tres años. De ese total, alrededor de dos docenas de expedientes fueron remitidos a la oficina del fiscal municipal. Hasta ahora, tan solo hay cuatro multas pendientes y ningún caso ha sido procesado penalmente.
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