Ese reloj llevaba parado desde que la casa fue abandonada. Nadie nunca le volvió a dar cuerda, pero su latido seguiría escuchándose, aún, nueve noches más después de la estampida.
Permaneció aquí contando y cantando los segundos, invadiendo el silencio con cada tic, con cada tac…
Quedaron las agujas marcando las seis y veinte, que fue casualmente la hora a la que se habían conocido los abuelos cuando estas paredes aún ni existían.
Nueve. Nueve fueron los días que tardaron en tapiar todas las ventanas y puertas. Pararon el tiempo y dejaron, abandonada en la oscuridad, toda la luz que había dentro.
Hoy, el eco del sonido del péndulo permanece en las paredes y volver a entrar aquí me devuelve al tiempo de aquel espacio, al espacio de aquel tiempo.
Regresa por un momento a los ojos el humo con olor a pasto de la pipa de abuelo, el aroma de sopa de almendra por toda la galería, la mirada esquiva del perro de Lladró de la tía Angustias, las palomas en el poste de luz y el calor en el cuello de las camisas recién planchadas.
Aquí, donde solíamos gritar la alegría del reencuentro, regresamos para volver a poner el reloj en hora, pues ahora, en el futuro de aquel tiempo, no olvidamos quienes fuimos.
Hoy somos nosotros, como en el cuento, los regalados en el cumpleaños del reloj.
Hemos llegado a tiempo y ahora, por fin, todo vuelve a su lugar.