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Debajo del agua

Debajo del Agua, un cuento de Reyes. 

De repente empecé a escuchar la música como si estuviera debajo del agua. Acordes que reconocía mi memoria pero no yo. Como de esas veces que te pasa que no te acuerdas del nombre de alguien a quien recién saludaste… sabes quién es pero olvidaste por qué lo conoces. Simplemente lo reconoces. 

Y así estaba yo, reconociendo la melodía, lejana y subacuática, de algo que me quería sonar… y soñar. Porque así son las bandas sonoras de los sueños, como si todos los sonidos sucediesen debajo del agua. 

Y ahí me vino el flash. De repente reconocí la melodía, el nombre del autor y de la canción. Era como el Shazam, esa aplicación de los celulares de hoy que la pones a escuchar y, te tarda, pero al final te dice quién y qué canta. 

Reconocí el sonido subacuático porque mi primer recuerdo de aquella melodía sucedió bajo el agua. Flotando en el líquido amniótico de la panza de mi madre. Cerré los ojos con fuerza para escuchar mejor y, cuando los abrí de nuevo, aquel sueño ya tenía el volumen y la claridad de una sinfonía tocada por la mejor orquesta del mundo. Y ahí la vi. A mi madre, embarazadísima y sentada en la mecedora del salón de la casa de mis abuelos, junto al tocadiscos y frente a uno de los altavoces. Puso su mano sobre la panza, donde yo escuchaba, y notó que pateaba con la misma frecuencia que los tambores de “El Arriero va” de Yupanki pero orquestada y cantada por los míticos Chalchaleros. Y así era, el gran Atahualpa, vocero de toda la tradición indígena de Latinoamérica, estaba en la portada de aquel disco junto a aquel puñado de cantores gauchos. 

Mi madre se quedó dormida al terminar la cara A y sólo habitaba la estancia el sonido de la aguja arañar el vinilo sin pista. Bajo su agua, la de su sueño, comenzó a escuchar otros sonidos, una melodía que escondía los mismos golpes de tambor que tocaba Atahualpa… y fue tan profundo su sueño que al despertar escuchó, con los ojos bien abiertos, el ensamblaje perfecto de su grito de dolor y mi llanto de vida. 

Fue el 6 de enero de 1975. Y en honor a estos sueños de melodías subacuáticos hoy, que como todos los años, festejamos mi cumpleaños en el día de Reyes Magos, hemos recuperado y cantado juntos aquel estribillo… “las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”… 

Mi vieja me sorprendió con empanadas salteñas, las mismas que había soñado justo anteayer. Carne picada a cuchillo, y un queso provolone… con dos velitas prendidas, que soplé cerrando los ojos, deseando soñar a la noche sumergido en aquella piscina sonora de la panza de mi madre.