El próximo 19 de marzo no va a ser un día del padre cualquiera en la vida de las cuatro familias golpeadas hace casi un año por la tragedia del servicio aéreo de rescate (SAR) del Ejército del Aire, que perdió a cuatro militares cuando un helicóptero que realizaba una maniobra de entrenamiento nocturno se estrelló y hundió en el mar a 37 millas náuticas de Gran Canaria en medio de una noche oscura. Casi un año después de la tragedia, las familias de los cuatro militares fallecidos se enfrentan con impotencia a la lentitud en la instrucción del caso a cargo de un juez togado militar. Pero sobre todo, se enfrentan cada noche cara a cara a una montaña cada vez más insalvable de preguntas: la más dolorosa, si el drama que segó la vida de sus hijos era un drama evitable con dotaciones materiales adecuadas al trabajo de riesgo que desempeñaban los cuatro militares muertos. La más inquietante, qué ocurrió realmente aquella noche hasta conducir al desenlace fatal: un helicóptero abruptamente estrellado contra la superficie del mar que se hundió a toda velocidad, llevándose con él las vidas de cuatro personas y robando para siempre la calma de cuatro familias.
Francisco Ojeda es el padre del único superviviente de la tragedia, el sargento mecánico de vuelo y operador grúa Jhonander Ojeda Alemán. De aquella noche terrible, Francisco recuerda que entró en la Base Militar de Gando, colindante al aeropuerto civil de Gran Canaria, cuando una llamada del Ejército alertó a los padres de que el helicóptero en que viajaba su hijo había desaparecido en el mar durante un entrenamiento de rescate nocturno. Francisco y su hijo habían compartido ese día un almuerzo que cada 19 de marzo reúne por tradición familiar a padres, abuelos y nietos. Al despedirse, el joven sargento dijo que esa noche volaría para hacer unas maniobras con grúa nocturna.
Se trataba de un entrenamiento que en el SAR se consideraba en cierto modo rutinario, aunque en un escenario con un riesgo añadido: el que conlleva cualquier maniobra en el mar sumándole los inconvenientes de la noche. Como era habitual en otros ejercicios análogos, el helicóptero volaría hasta 37 millas náuticas de distancia, se colocaría en vertical sobre un barco de la Armada y allí, con el soporte técnico de otro avión militar, encargado de iluminar el área con bengalas, ejecutaría un entrenamiento de rescate desde la superficie de la nave. ¿Por qué bengalas? Porque como dolorosamente acabaron sabiendo después los familiares de las víctimas, el Súper Puma HD21-10 usado en la maniobra carecía de medios autónomos de iluminación y tenía que orientarse con la luz de bengalas lanzadas desde un avión acompañante.
Pero esa noche, Francisco Ojeda no sabía nada de bengalas ni de la dotación de medios con que se programó para aquel 19 de marzo la grúa nocturna. Cuando él entró en la Base Militar de Gando en torno a las once de la noche de aquel fatídico jueves, lo único que sabía es que un helicóptero del SAR había desaparecido en el mar y que dentro iba su hijo como sargento mecánico de vuelo, en este caso la persona que debía ocuparse de manejar la grúa de la aeronave durante el entrenamiento de izado. Solo la proximidad al lugar desde donde había despegado su hijo le distinguía de los otros padres de los militares desaparecidos, la mayoría de los cuales residían en la Península. Esa noche, Francisco solo coincidiría en la base con los padres del otro suboficial a bordo del helicóptero siniestrado, que pasaban unos días de vacaciones con su hijo en Gran Canaria. Cuando dejaron al joven aquella tarde en la base, estos otros padres nunca imaginaron que sería la última vez que verían con vida a su hijo.
Francisco recuerda que, en mitad de una fría sala de la Base de Gando, en medio de aquella pesadilla de incertidumbre y pánico, de repente vio entrar a un grupo de altos mandos del Ejército del Aire con el general segundo jefe del Mando Aéreo de Canarias a la cabeza, que explicaron a las familias presentes cómo era la situación en ese momento. Transcurrido un largo tiempo, el teniente coronel adscrito en ese momento como jefe del SAR comunicó a los padres de Jhonander que su hijo estaba vivo, que había sido rescatado y que se encontraba a salvo en el barco de la Armada.
Aún así, pasarían muchas horas hasta que estos padres pudieron reencontrarse con su hijo. Más de quince horas. El joven sargento pasó la noche entera y parte de la mañana en el mismo barco que lo rescató , uniéndose a la labor de rastreo durante horas en la zona del siniestro en el vano intento de encontrar a sus compañeros y deseando que hubieran sobrevivido como él.
Antes de su rescate, y como su familia podría comprobar unas horas después, el joven había soportado momentos dramáticos. El rescate de Jhonander comenzó cuando los ocupantes de una de las lanchas arrojadas al mar por el barco de la Armada que había participado en la maniobra, en medio de una noche oscura y cerrada, advirtieron flotando en el agua una luz intermitente que se correspondía con las luces estroboscópicas que llevaba el chaleco del joven militar. Era solo un tenue punto de luz flotando en la inmensidad del océano en una noche negra: había luna, pero la ocultaba un espeso mar de nubes que parecía confabularse también con la fatalidad para sembrar la oscuridad total.
Quienes lo rescataron relataron que encontraron a aquel joven fuerte aterido de frío, mientras braceaba desesperadamente intentando acercarse al barco, cuyas luces no eran sino una presencia de apariencia muy lejana en medio de la inmensidad nocturna del mar. En su día, fuentes militares señalaron a esta periodista que, tras la caída del helicóptero, el joven estuvo al menos una hora sumergido en el agua, flotando en medio de los restos de combustible de la nave siniestrada, después de lograr salir casi milagrosamente de la nave cuando ésta se hundía a toda velocidad en el mar y nadar varios metros en vertical hacia la superficie. Consciente a pesar del impacto del helicóptero contra el agua, el joven había conseguido escapar de la cabina inundada y sumergida golpeando una de las ventanas posteriores, una ventana circular cubierta por un cristal y conocida como ‘ojo de buey’, cuando la nave ya se hundía a plomo en el océano. En medio de aquella horrorosa pesadilla, se calcula que salvó a nado heróicamente y en medio de la oscuridad absoluta entre 10 y 12 metros de profundidad que le separaban en ese momento de la superficie, mientras la nave se precipitaba hacia el fondo del océano, en el punto donde casi un mes después sería rescatado a una profundidad de 2.300 metros.
A más de 40 kilómetros de distancia, el padre del joven se desesperaba con el paso de las horas. Sabía que su hijo estaba vivo, pero no en qué condiciones físicas se encontraba Jhonander. Cuando quince horas después pudo reencontrarse con él, lo primero que vio Francisco es que su hijo lucía signos evidentes de golpes en las manos y en la cabeza, entre la nariz y la frente. Cuando Francisco preguntó por la causa de aquellas heridas, supo que aquellas marcas se correspondían con los golpes que el joven propinó desesperadamente al ojo de buey de la aeronave, que se hundía boca abajo, hasta conseguir romper el cristal y abrir el hueco por el que consiguió escapar casi milagrosamente y nadar hasta la superficie. Desorientado, el joven no sabía que el helicóptero se estaba hundiendo. Pero la pesadilla no había terminado. Al alcanzar la superficie, el joven sargento se encaró con la soledad total en medio del mar y solo entonces empezó a hacerse cargo de la magnitud del accidente. En medio de la noche, el barco de la Armada aún no había reparado en la caída del helicóptero al océano, dado que la maniobra se había cancelado y el Súper Puma había partido de regreso hacia la base. De hecho, transcurrió un tiempo hasta que, tras perder las comunicaciones con el helicóptero, los tripulantes del barco se dieron cuenta de la gravedad de la situación y decidieron cambiar el rumbo para dirigirse hasta la zona donde se había interrumpido la conexión con el helicóptero.
Mientras tanto, allí, solo, a oscuras, a más de un kilómetro de la nave que una larga hora después le salvaría la vida, el joven militar gritó y gritó con desesperación los nombres de sus compañeros. Después, siguió gritando con una sola idea fija en la cabeza: el temor a no volver a ver nunca más a su familia.
Los doce meses que han seguido a la tragedia no han sido fáciles para el único superviviente del siniestro del SAR. Aún así ha regresado a su vida laboral y ha vuelto a formar parte de su grupo de compañeros de la unidad, gracias al apoyo recibido del Ejército del Aire.
La primera referencia sobre el joven Jhonander la dio al día siguiente el ministro de Defensa, Pedro Morenés, cuando compareció en la Base Militar de Gando ante los periodistas para dar cuenta de la tragedia. Allí, el ministro enumeró la trágica lista de bajas: la desaparición del capitán Daniel Pena Valiño, de la teniente Carmen Ortega Álvarez, del teniente Sebastián Ruiz Galván y del sargento Carlos Caramanzana Álvarez. Morenés añadió el nombre del único superviviente y también único canario a bordo, el joven (25 años entonces) Jhonander Ojeda Alemán.
Acto seguido, el ministro añadió la lista de los datos que supuestamente demostraban que el helicóptero estaba en perfecto estado de revista y que había superado todas las revisiones de rigor. Un gesto que las familias de los desaparecidos comentarían después con extrema tristeza, ante la evidencia de que era una sutil manera de deslizar la idea de que, si algo había fallado, ese algo no era la mecánica.
Casi un año después, en el hangar donde se aloja el 802 escuadrón del SAR del Ejército del Aire en la Base Aérea de Gando, los compañeros de Jhonander se vuelcan en apoyo del joven. Y también en los preparativos que han empezado a hacer hace meses para tributar un homenaje a Daniel, Carmen, Sebas y Carlos cuando el próximo día 19 de marzo, otro día del padre que estas familias tampoco podrán olvidar jamás, se cumpla un año desde la trágica muerte de los cuatro militares.
Toda la información sobre este accidente está disponible en el blog de Teresa Cárdenes y en la página web ATCPress.