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Muerte de un poeta

No todos los días se muere un poeta. No todos los días se entierra a un poeta”… 

Así respondió Horacio cuando le pregunté por la tumba de Mario Benedetti. 

Él, sepulturero como su padre, se encargaba del mantenimiento de las tumbas, nichos y panteones de todo el sector 8 del Cementerio Central de Montevideo. Regresaba, escalera al hombro, de quitar las flores secas de los nichos infantiles donde además, me dijo luego, tenía un sobrino en descanso

Yo, recién desembarcado en la ciudad después de atravesar el Río de La Plata, sólo buscaba acercarme a despedir al maestro y contarle, en la intimidad de un silencio compartido, lo importante que habían sido todas sus palabras para mí.

Fue el 25 de mayo de 2009 y hacía poco más de una semana que el poeta había fallecido. Como hice en las tumbas de Machado en Colliure, de Cortázar en Montparnasse o de Gardel en el Cementerio de La Chacarita, en Buenos Aires, reconstruyo mi duelo en ceremonias de gratitud frente a los restos de todos aquellos que hicieron mi vida algo más plena y les presento, a mi manera, mis respetos y admiración en un discurso improvisado que mastico adentro de mi boca, como tantos versos recitados y cantados por ellos que jamás salieron al papel o a la partitura. 

Así que hay algo poético en esas visitas. Algo que rescato al reencontrarme con fotos como esta. 

Horacio me vió con la cámara colgada mientras prendía un cigarro y miraba, a la sombra, el plano casi laberíntico del camposanto. 

“¿Me convida a uno amigo?”

“Por supuesto”, respondí

Ahí estuvimos hablando no menos de 20 minutos. De su vida y de la muerte. Pero sobretodo de poesía. Tenía ganas de hablar… y de fumar. Me contó que a Benedeti lo encajonaron en el Panteón Nacional pero que pronto vendría al nicho 148, que allí lo esperaba Luz, su mujer. Esto sucedió finalmente cinco años después. También me dijo que conoció personalmente al gran poeta y que el día que lo trajeron fue la última vez que había llorado en el trabajo desde que tuvo que sellar la lápida de su sobrino, 17 años antes. 

Y ahí repitió lo de “no todos los días se entierra a un gran poeta”.

Se nos olvida pronto que nuestra vida guarda una estrecha rima asonante con lo invisible… y de eso saben mucho los sepultureros… y los fantasmas del cementerio. Será por eso que en la foto de Horacio quién carga la escalera es su sobrino. 

Horacio me dijo que su amor a la poesía y admiración a los poetas la tuvo desde que su madre le dijo que llevaba ese nombre por Horacio Quiroga, notable cuentista y poeta uruguayo al que ella conocía. Leyó sus cuentos y poemas de niño y aún hasta aquel día confesaba mantener ese buen hábito, aunque sumando muchos más poetas y poetisas a su altarcito. 

Escuchándolo pensaba en Oliverio, el poeta bohemio que Darío Grandineti interpreta en “El lado oscuro del corazón”, que conversaba con la muerte también como acto poético. En la ciudad de los muertos, a Horacio, la poesía le salvó la vida. 

El último suspiro también forma parte del poema… sólo que la pausa no termina nunca. 

En otra nos vemos amigo, regrese al Uruguay”, me dijo al despedirse.