Desde la carretera GC-500, en el barranco de Arguineguín, en el sur de Gran Canaria, la vista hacia la costa proyecta dos realidades desiguales. La primera la protagoniza un poblado chabolista levantado desde la nada más absoluta. Palés de madera y tela de colores oscuros recubren lo que hay dentro de cada parcela bien delimitada. En ninguna de ellas hay agua ni luz ni alumbrado público. La ordenación de las calles parece la propia de un barrio como cualquier otro. Sus pobladores han recreado hasta una pequeña plaza con asientos de madera y flores de plástico.
La segunda imagen, sin embargo, muestra un decorado diametralmente opuesto. Imponentes casas blancas de hasta 120 metros cuadrados, la mayoría de ellas con piscinas privadas, dan la bienvenida al Resort Cordial Santa Águeda, un complejo con más de 80 viviendas vacacionales inaugurado en el año 2020, en pleno estallido de la pandemia de coronavirus. De fondo también puede apreciarse la fábrica de cemento de CEISA, insignia del pueblo de Santa Águeda desde hace más de 50 años y que el Gobierno regional de Coalición Canaria (CC) y Partido Popular (PP) quiere reemplazar para darle un uso turístico-deportivo al puerto.
Ambas figuras comparten el encuadre de la fotografía, pero poco más. Las casas de lujo y las infraviviendas están prácticamente pared con pared. La dignidad de la vida entre un lado y otro, no obstante, continúa a kilómetros de distancia. “Todo lo que nos quitan a los canarios es para dárselo a ellos”, exclama Juan, de 53 años, sentado en medio de decenas de caravanas convertidas en hogares. “El dinero mueve montañas”, reitera el hombre, socorrista en un establecimiento hotelero. Apenas percibe en torno a 1.000 euros al mes. Lleva cerca de una década sobreviviendo en este lugar.
El asentamiento chabolista en El Pajar está formado por decenas de casetas y chozas en el municipio de San Bartolomé de Tirajana, a 300 metros de la playa. A la izquierda hay plataneras. A la derecha comienza la localidad de Mogán. La Corporación municipal asume que cientos de personas viven aquí, en un suelo privado. Muchos de sus residentes acudieron a este espacio durante lo más duro de la crisis sanitaria porque no tenían a dónde ir. Literalmente. Otros, apuntan algunos de ellos, aprovecharon la ubicación para erigir una segunda residencia en la que pasar los fines de semana o las vacaciones, por muy sorprendente que parezca. El Consistorio actual echa la culpa al anterior por no haber sido capaz de frenar el descontrol urbanístico. Informa que está pendiente de incoar un expediente para restablecer la legalidad.
Este lunes por la mañana, en plena ola de calor en Canarias, el sol pega con fuerza en cada uno de los refugios. No hay mucho ruido. Los pocos habitantes achacan la falta de movimiento a que “la gente está trabajando”. Ni siquiera un empleo parece sacar a la población de este sitio. “Si ganas 1.000 euros y pagas 600 o 700 por el alquiler, vas a tener que estar pidiendo para comer el resto del mes”, recuerda Juan.
Las manifestaciones en contra de la masificación turística convocadas para este sábado en toda Canarias pretenden precisamente denunciar, entre otras cosas, que la realidad de El Pajar, con ricos y pobres a cada lado de un mismo terreno, no puede seguir reproduciéndose en el Archipiélago. Que la desigualdad en las Islas es de las más altas del país. Y que, quizá, el modelo turístico actual ha tenido algo que ver con eso.
El índice de Gini, un medidor ampliamente conocido que varía entre 0 (igualdad perfecta, es decir, todas las personas tienen los mismos ingresos) y 100 (todo lo contrario, una sola persona se hace con el pastel completo), es de 31,1 en la Comunidad Autónoma, el tercer valor más elevado del Estado. La renta del 20% que más tiene en Canarias es 6,3 veces mayor que la del 20% que menos tiene, la diferencia más alta de la nación, según el Instituto Nacional de Estadística (INE). Incluso la percepción social de los propios isleños invita a pensar que cada vez hay más canarios que se sienten o ricos o pobres. Una de dos.
En las infraviviendas de El Pajar, Hazmani, de 53 años, sabe perfectamente a qué estrato social pertenece: “Tienes que sobrevivir. No quieres estar durmiendo por las calles. Te haces una chabola y listo. Intentas no molestar a nadie”. También lo admiten Aroa y Echedey, de 21 y 34 años, respectivamente. “Mis padres se quedaron sin casa y la única opción que vieron fue esta. Es duro, claro. Quedarte sin casa y no saber cómo vas a poder salir adelante”, comenta ella. Reda, quien llegó hace unos años a Gran Canaria en patera, lo acepta como puede. “Aquí no somos nadie. La vida es debajo de la tierra, no arriba. ¿Y quién vive debajo de la tierra? Las ratas”.
Lo que les ocurre a los canarios, peninsulares y migrantes que malviven en este punto, en pleno corazón turístico de Gran Canaria, “no es un solo caso, tampoco una coincidencia ni una excepción. Es una constante en las localidades turísticas”, recalca Claudio Milano, doctor en Antropología Social y Cultural por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). Para el experto, en lugares tan dependientes de esta actividad económica, como el Archipiélago, se produce una “erosión de otro tipo de derechos” (ya sea el de disfrutar del espacio público o acceder a una vivienda), “empieza a haber una gran especulación” y, por último, termina ocasionándose “la depauperación de bienes y recursos básicos” para la población local.
“La economía turística utiliza bienes comunes para fines privados. Airbnb, Uber… Y todas esas aplicaciones que han fomentado la turistificación de la vida cotidiana los necesitan. La industria exige inevitablemente este [mensaje de] live like a local (vive como un residente). Y esto no lo encontramos en otros sectores. El turismo vive de nosotros más que nosotros del turismo”, reflexiona Milano.
Más datos. En 2015, aún con los efectos del crac financiero de 2008 resonando, había 291.160 canarios con ingresos por debajo de los 12.020 euros anuales, o lo que es lo mismo, un 39,01% del total de declarantes eran “clase baja”, de acuerdo con el criterio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Los que eran “clase alta”, con rentas superiores a los 30.050 euros anuales, representaban el 17,75%. ¿Qué ha pasado en estos años? Que tanto el primer porcentaje como el segundo han crecido. Los que son “clase baja” ahora agrupan al 39,2% de los isleños y los que son “clase alta” al 21,78%, según registros del Instituto Canario de Estadística (ISTAC) a fecha de 2021, el último curso con cifras.
“El capitalismo turístico necesita de los cuatro baratos”, señala Milano, haciendo alusión al historiador y geógrafo Jason W. Moore, “que son: alimentos, trabajo, energía y materia prima. Muchos de estos procesos [se han desarrollado] mediante capital extranjero a partir del despojo y la desposesión”. Y todo esto está “muy relacionado con el problema de la concentración de capital”, la riqueza comprimida en unas pocas manos. María Antonia Martínez Caldentey, graduada en Geografía por la Universitat de les Illes Balears (UIB), ahonda en esta idea.
“En municipios tan turísticos que, en principio, son fenómenos de éxito, podemos ver que hay mucha desigualdad. Sí, hay riqueza. Las grandes cadenas hoteleras que se llenan año tras año acumulan capital. La cuestión es que no se distribuye de forma equitativa”, apuntilla la experta. Las tres localidades canarias que más pernoctaciones registraron en 2023 (San Bartolomé de Tirajana, Adeje y Arona) están entre las 15 con mayor desigualdad del Archipiélago, según el índice de Gini calculado por el INE. Y eso que este indicador mide tan solo la disparidad de renta entre los habitantes de una misma población. La que puede distinguirse entre ellos mismos y los visitantes extranjeros, debe ser aún mayor.
“No es tanto la cantidad del turismo, sino cómo se está gestionando. Todas las políticas turísticas están pensadas para ellos, para las personas que vienen desde fuera. Y nunca tienen en cuenta a quienes viven en los territorios [de destino], que también pueden ser usuarios”, razona Carla Izcara, graduada en Turismo, máster en Antropología y Etnografía e investigadora en Alba Sud, un centro de investigación sobre la turistización global, trabajo digno y defensa de los comunes en zonas de alto impacto turístico.
Las características de los trabajos vinculados a la industria, además, tampoco ayudan. “Horarios nocturnos, picos de alta intensidad dentro de la jornada… Algunos de ellos son muy físicos, como los de cocina o mantenimiento. El de las camareras de piso, también. Luego toda la parte emocional de trabajar de cara al público y ser amable, servicial, el cliente siempre tiene la razón…”, enumera la experta. El cóctel de salarios bajos, vida cara, escasa sindicalización en el sector y mucha mano de obra que “no tiene más salidas o alternativas”, provoca un clima “diabólico” para los trabajadores que, en algunos casos, pueden llegar a tener hasta “miedo” de que la actividad mengüe.
Por otro lado, la etiqueta de que el turismo siempre ha sido “un pasaporte al desarrollo”, recuerda Martínez Caldentey, suele imponerse en el imaginario colectivo. “Es un pensamiento hegemónico. No solo político, sino también social e incluso dentro de la academia. Los estudios que se hacían, por ejemplo, en regiones del sur global, sobre todo en Centroamérica y Latinoamérica, se hacían con este discurso de que la actividad turística ha traído prosperidad. Lo que pasa es que no se solían mirar demasiado las consecuencias: el deterioro territorial que puede conllevar o el empleo precario. [Ahora] cada vez más se le ven las vestiduras [a la industria]”.
Encuestas en Canarias lo constatan. El año pasado, un estudio publicado en la revista PASOS de Turismo y Patrimonio Cultural halló que el 40,2% de los residentes de Tenerife, primera isla en anunciar la manifestación de este sábado, considera “menos relevante” el turismo después del parón que sufrió la actividad durante lo más duro de la pandemia. No es un dato comparable con otros anteriores. Pero para Alberto Jonay Rodríguez, primer firmante de la investigación, doctor en Antropología por la Universidad de La Laguna (ULL) e investigador en el Instituto Universitario de Investigación Social y Turismo, es una puerta abierta para entender, en el fondo, por qué la irritación más generalizada hacia el sector en Canarias ha llegado justo ahora.
“Nosotros entendemos que está relacionado con una cuestión cultural. El turismo ha formado parte de nuestra realidad durante muchas décadas. Es omnipresente. Hay pocas alternativas de actividad productiva. Y, por lo tanto, los efectos de este eran menos visibles, porque se daban por hecho”, indica el antropólogo. Durante el cero turístico en 2020, “se hizo más evidente que había determinados cambios, que las ciudades eran diferentes, los espacios naturales, las autopistas… Que podían ser diferentes sin turistas. Eso fue un cambio importante”.
Jonay cree que la participación de la población canaria con respecto al turismo “ha sido muy limitada”, que los residentes han sido vistos “prácticamente como mano de obra” y que, visto lo visto, el objetivo de que este sector sirva para que los ciudadanos locales vivan mejor, “ha sido en el que menos interés se ha puesto”. Ahora, hasta movimientos sociales que originalmente tenían “otro tipo de reivindicaciones (...), están hablando abiertamente de vivienda vacacional”, por ejemplificar la magnitud del hartazgo.
El antropólogo concluye recordando el “movimiento antiturístico” del año 1986 cuyas “críticas se acallaron con la declaración el año siguiente de las áreas protegidas de Canarias”. Y se pregunta si, otra vez, volverá a ser aplicada “algún tipo de medida que realmente no esté orienta a enfrentar el problema en su profundidad” para simplemente calmar las aguas.