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No es fácil congregar en una sala a 2.000 personas. El reto es aún más complicado si la única motivación que se le ofrece al público es asistir al discurso de un político. Los grandes líderes, gracias a la maquinaria interna de los partidos, suelen conseguirlo cuando se acercan las principales citas electorales. Menos habitual es lograr una movilización ciudadana de tal calado cuando el orador es un candidato a la alcaldía de un ayuntamiento cualquiera. Pero a veces ocurre.
El 26 de marzo de 2011, el auditorio de las Pirámides de Arona lució hasta la bandera. Ninguna estrella de rock se subió al escenario. Por la tarima solo desfiló un grupo de políticos congregados con una misma intención: arropar a José Alberto González Reverón. Y lo lograron. Más de 1.800 personas llenaron el recinto en un acto sin precedentes. Comida, folclore y un ambiente festivo como pocas veces se ha visto en un evento de política local. La ocasión lo requería. El entonces alcalde había sido noticia constante en los últimos años a raíz de una sesuda investigación judicial que sacó a la luz la corrupción que ha campado a sus anchas en ese ayuntamiento tinerfeño. “De Berto, me fío”, fue el lema que repitieron uno tras otro los oradores que tomaron el micrófono. Todos arrancaron el efusivo aplauso de un público ansioso por mostrar su apoyo a ese político que, teléfono en mano, resolvía cualquier problema que tuviera un vecino, ya fuera obtener una licencia ilegal o conseguir un puesto de trabajo con solo estirar un poco la manga.
Cualquiera que haya dado un discurso ante un auditorio repleto sabe que la adrenalina se dispara. Si el público es agradecido y acompaña con sus vítores, el predicador de turno comienza a flotar por encima de los espectadores como un ente superior. En ese momento te crees capaz de cualquier cosa porque sientes que nada te puede detener. Esto debe de ser lo que pasó por la cabeza a Francisco Linares, alcalde de La Orotava, cuando se subió a la tarima de las Pirámides de Arona. “Berto ha sufrido el ataque de mercenarios que creen que en la política vale todo, pero en la política, por un puñado de votos, no vale todo; hay que hacer política digna como hace Berto”, exclamó nada más acercarse al micrófono el veterano político. “Vamos a hacer de González Reverón el candidato más votado de toda España”, concluyó con gesto triunfante. Y de parte del extranjero, le faltó decir.
Detrás de Linares, tomó la palabra Ana Oramas, actual diputada de Coalición Canaria en el Congreso. Si el auditorio de las Pirámides de Arona no se vino abajo ese día, es probable que no lo haga nunca. La exalcaldesa de La Laguna sabía qué papel le tocaba desempeñar en esta ocasión y lo desplegó a la perfección. “Teniendo Berto querellas como tuve yo, 17 querellas; pero sabiendo que en los pueblos nos conocemos todos y Berto es una persona honrada, honesta y trabajadora”, gritó mientras arrancaba más de un lágrima entre el público. Pero aún le faltaba la guinda: “Berto es un pedazo de alcalde, claro que sí”, concluyó mientras casi 2.000 personas aplaudían en pie como si les fuera la vida en ello. Unas semanas después, González Reverón arrasó en los comicios locales y se mantuvo como alcalde de Arona con mayoría absoluta.
Cuando los líderes de Coalición Canaria acudieron al acto para salvar al soldado Berto, todos eran conscientes de que media Canarias se había echado las manos a la cabeza ante una investigación que puso al descubierto el absoluto desprecio de González Reverón por la ley, además de una corrupción sistemática basada en el clientelismo. Lo sabían, pero eran conscientes de que, al fin y al cabo, los que iban a depositar su voto en la urna no eran esos que se escandalizaban con las conversaciones que revelaron los pinchazos telefónicos, sino los ciudadanos agradecidos por los constantes favores del alcalde de Arona. La fórmula funciona y la consigna es clara: a los corruptos se les defiende siempre y cuando mantengan su capacidad para arrastrar votos. Pero era cuestión de tiempo que Berto cayera.
En el año 2012, la Justicia condenó por primera vez a González Reverón por enchufar, a través de la renovación ilegal de sus contratos, a dos trabajadoras municipales. Cuatro años y medio de inhabilitación en la primera de varias sentencias que han dado la razón a Linares: no todo vale para conseguir un puñado de votos. Antes de que la resolución fuera ratificada por la Audiencia, Berto se negó a dejar su cargo de alcalde hasta que se resolviera ese recurso. Justo el día previo al fallo del tribunal, el entonces máximo responsable de Coalición Canaria en Tenerife, a la sazón alcalde de La Laguna, Fernando Clavijo, concedía una entrevista en Mírame Televisión. Durante su intervención, el hoy presidente del Gobierno de Canarias defendió a capa y espada la continuidad del político de Buzanada en el cargo, e incluso se permitió cuestionar la sentencia de primera instancia. Un atrevimiento que quedó en ridículo tras el fallo que pocas horas después dictó el órgano judicial. Daba igual; Clavijo sabía lo que hacía.
Después de la primera condena, a Berto le llegó la segunda a través de una pieza separada del llamado caso Arona. Siete años de inhabilitación más por permitir obras ilegales en un hotel de primera línea de playa, el Sir Anthony, donde el exalcalde disfrutaba de habitaciones a su elección gracias a su generosidad con los gerentes de la instalación. La semana pasada, la Sección Sexta de la Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife condenó a González Reverón a 17 años de inhabilitación, y ya acumula 28 años y medio, por conceder más de 200 licencias urbanísticas y adjudicar casi 80 contratos con informes jurídicos en contra. Una corrupción continuada que ha tenido importantes consecuencias económicas para el Ayuntamiento tinerfeño y que ha dejado su huella en el municipio. A pesar de ser uno de los principales destinos turísticos de Canarias, el desarrollo de Arona está paralizado, con barrios que padecen altas tasas de pobreza, urbanizaciones fantasma y carencias de servicios tan básicos como el saneamiento público. En paralelo, y mientras Berto miraba para otro lado, una trama de políticos, funcionarios y empresarios se dedicó a tejer una red de cobro de sobornos que tenía como epicentro la Oficina Técnica de la localidad. El Tribunal también los ha condenado.
La corrupción del clientelismo, a diferencia de la que acaba directamente en el bolsillo, es más fácil de disimular. Basta decir que no hay enriquecimiento para lanzar un velo de impunidad sobre cualquier político condenado por delitos tan graves como la prevaricación urbanística, la malversación o el tráfico de influencias. El problema de este comportamiento es que está tan extendido que son muy pocos los que no lo practican, de ahí el interés que existe en normalizarlo, aunque todavía son menos los que son pillados con las manos en la masa. Ahora bien, cada vez que se pincha el teléfono a un alcalde, dentro de una investigación judicial, se escribe un nuevo manual de cómo mantener el poder a través de la política de los favores.
Dos años antes de salir a defender a González Reverón en televisión, la Policía Judicial también intervino el dispositivo móvil de Fernando Clavijo, bajo el marco de la instrucción del caso Corredor. La investigación desveló que el hoy presidente de Canarias, aunque con menor actividad que el exalcalde de Arona, también utilizaba su teléfono para llevar a cabo diferentes gestiones que golpean cualquier sentido de la ética política y dañan el derecho constitucional que defiende la igualdad de todos los ciudadanos. El entonces regidor de La Laguna tan pronto recibía una llamada del exsenador del PSOE Aurelio Abreu para agilizar la contratación de una persona en la empresa Acciona, adjudicataria del propio Ayuntamiento, como se comunicaba directamente con el director de la Refinería de Cepsa para recomendar a la sobrina de una concejala de su partido.
La causa se archivó, aunque aún está pendiente de un recurso que tiene que resolver la Audiencia Provincial, después de que se anularan gran parte de las escuchas telefónicas por la desaparición de un auto judicial. Lo que no se perderá será un sumario que ha vuelto a poner de manifiesto que el clientelismo se ha propagado por las principales administraciones canarias.
En una de las conversaciones intervenidas, Fernando Clavijo recibió una llamada del entonces presidente del Cabildo de Tenerife, Ricardo Melchior, para comentar el caso de una vecina del barrio de La Candelaria, aunque originaria, como Melchior, de Valle de Guerra. El máximo responsable de la institución insular aprovechó la conversación para avisar al alcalde de La Laguna de que esta persona quería hacer una obra menor sin licencia en la azotea de su casa, lo que provocó que la Policía Local levantara un acta y se abriera un expediente sancionador. Lo más llamativo es que un momento de la llamada el expresidente del Cabildo, al que Clavijo se dirige como “jefe”, asegura que “conoce desde pequeño” a la vecina de La Candelaria. “Decir que es de los nuestros es poco; es súper nuestra en todo”, espetó el hoy presidente de la Autoridad Portuaria para que no quedara ninguna duda.
Cuando el poder se sostiene sobre el hilo del clientelismo se genera un grave desequilibrio social. No todos los ciudadanos pueden ser uno de los nuestros, como tampoco es posible que todos los vecinos de Arona o de La Laguna tengan línea directa con el móvil personal de sus respectivos alcaldes. Además de vulnerar cualquier principio de igualdad, lo peor es que para favorecer a alguien siempre tienes que perjudicar a un tercero. Y aún más grave es que para ello los políticos suelen saltarse la legislación, que precisamente está hecha para garantizar los derechos fundamentales establecidos en la Constitución.
Cuando las conversaciones de Clavijo se conocieron en los pocos medios que se atrevieron a publicarlas, el consejero del Cabildo de Tenerife Efraín Medina realizó unas declaraciones en las que aseguró que, si era necesario, no le importaría ignorar la ley para ayudar a un vecino.
Defender que la legislación está para torearla cuando lo que toca es ayudar a un ciudadano, primera lección de cualquier manual de clientelismo que se precie, supone golpear sin piedad los pilares que sustentan un Estado de derecho. Una mentira que se repite no se convierte en verdad, pero ayuda a confundir y generar empatía. Qué bueno es mi alcalde que se salta la ley por nosotros. Como Medina, Juan José Dorta (PSOE), el que fuera máximo regidor del Ayuntamiento de Icod de los Vinos, utilizó el mismo recurso cuando fue cuestionado por la concesión continuada de licencias ilegales en el municipio del norte de Tenerife entre los años 2003 y 2007. “Prevaricaré siempre para ayudar a un vecino”, contestó a quien quiso preguntarle cuando se conoció la acusación de la Fiscalía.
Cuatro años después, con la soga de la Justicia al cuello y antes del comenzar el juicio, se declaró culpable, junto al resto de concejales de la Junta de Gobierno, y asumió una pena de un año de prisión y 12 años de inhabilitación especial.
La corrupción no se mide por la cantidad de billetes de 500 euros que logras esconder en una caja fuerte, sino por el daño que, a sabiendas, eres capaz de provocar en una administración democrática y en sus administrados. La prevaricación tiene importantes consecuencias para las arcas públicas, el mejor ejemplo es Arona, pero sobre todo es muy perjudicial para mantener la igualdad social. Un Estado de derecho deja de serlo si los ciudadanos no pueden vivir en una sociedad en la que todas las personas tengan las mismas oportunidades. No puede haber discriminación por cuestiones de sexo, raza o religión; pero tampoco por no haber nacido cerca de algún político o por no compartir carné de partido con el concejal de turno. Porque da igual cuántos auditorios seas capaz de llenar o cuántas veces te digan que eres un pedazo de alcalde. Un político nunca será justo si obliga a llevar a los vecinos una etiqueta que diga este es uno de los nuestros.
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