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OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada

Rebelión en la redacción

El político se mira al espejo por última vez, se abrocha el nudo de la corbata y sale de su despacho con la sensación de tenerlo todo controlado. Detrás de la puerta le esperan su jefe de prensa y dos de sus asesores más leales. Los cuatro bajan al mismo compás las escaleras que conducen a la habitación que habitualmente ocupan los periodistas. Al llegar a la planta baja, el asesor A empieza a darse cuenta de que algo no va bien. No se escuchan murmullos. No hay gente por los pasillos. Nada más cruzar la puerta, el peor escenario posible se presenta ante ellos. La sala está vacía.

El político mira a su jefe de prensa, que hace lo propio con el asesor A, que a su vez inclina la cabeza hacia el asesor B, que se hace el distraído con su teléfono móvil como si la situación no fuera con él. “¿Dónde se han metido los periodistas? ¿No enviaste las convocatorias?”, pregunta el importante dirigente municipal, mientras se empieza a desabrochar el nudo de la corbata. “Las envié, por supuesto. En mis 20 años de profesión, nunca había visto algo así”, replica el responsable de comunicación. Poco a poco, la sala comienza a llenarse con más personal de confianza: secretarias, directores generales, gerentes y, por supuesto, más asesores. Nadie sabe qué hacer. 

Unos kilómetros más al norte, o al sur, otro político se dirige en su coche oficial a la inauguración de un hospital. Aunque sabe de sobra que el edificio está vacío, porque aún no tiene ni medios ni personal, no quiere dejar pasar la oportunidad de figurar al día siguiente en las portadas de todos los periódicos anunciando los magníficos servicios que prestará la instalación cuando, esta vez sí, se inaugure de verdad. Claro que ese día, que a ser posible coincidirá con la víspera de una campaña electoral, habrá que volver a citar a todos los medios de comunicación y pasear por las instalaciones. Hoy, de momento, se conforma con una foto en la nueva fachada. 

A medida que se acerca a la zona donde se ha convocado a los periodistas, el chófer comienza a ponerse nervioso. No logra divisar la presencia de los medios y se inquieta. Mira por el espejo retrovisor para ver si le sigue algún vehículo. No hay nadie en cientos de metros a la redonda. “¿Estás seguro de que es aquí?”, pregunta el político desde el sillón trasero, antes de bajar la ventanilla para ver con más claridad lo que el cristal tintado le impedía apreciar bien. El coche, una berlina de color negro metalizado, aparca justo delante de la pared principal del edificio, recién pintada de blanco para la ocasión. Están solos.

Los móviles no paran de sonar en las redacciones. Los directores, subdirectores, redactores jefe y demás directivos de los medios de comunicación corren de un lugar para otro sin saber qué decir cada vez que se atreven a descolgar un teléfono. “Lo sé, lo sé, querido alcalde; estamos intentando solucionarlo”, se escucha en la sede de una televisión local. “Tranquilo, presidente, esto es cosa de un día; seguro que mañana se les pasa”, responden desde la emisora puntera de la radio. “No sé qué mosca les ha picado; han llegado temprano y me han dicho que se acabaron las ruedas de prensa, que se van a rebelar contra el periodismo basura”, explica como puede el responsable del periódico de mayor tirada. Las redacciones se han rebelado y la cosa parece que va en serio.

A partir de ese día, se acabaron las fotos de políticos en monopatín, políticos en los cochitos locos, políticos en toboganes, políticos cocinando platos selectos y otros más de andar por casa. Se terminaron las imágenes de políticos brindando, políticos ordeñando vacas, políticos en romerías, políticos en procesiones, políticos en hospitales públicos, políticos en hospitales privados, políticos haciendo ejercicio, políticos en traje de neopreno, políticos en la playa, políticos con casco e incluso con peineta

Ya no van los políticos a las televisiones locales a limpiar su imagen ni desayunan cada mañana en la misma emisora de radio. Las notas de prensa se acumulan en la carpeta de correo no deseado. Los periodistas son ahora los que marcan la agenda. Los medios de comunicación, en todos sus soportes, comienzan a llenarse con periodismo. Las páginas se escriben con investigaciones que sacan a la luz injusticias sociales. Se informa de la corrupción sin cortapisas. Se da voz a los problemas de los barrios, a las carencias de la sanidad, a las deficiencias de la educación… 

Y entonces ocurre algo maravilloso. La sociedad vuelve a recuperar la confianza en el periodismo. Empiezan a venderse más periódicos, aumentan las audiencias y crece el interés por la actualidad. Las empresas se pelean por anunciarse ante el aumento del consumo y se disparan las suscripciones. Crecen los ingresos y cada vez hay menos periodistas en paro. Las televisiones se ven obligadas a sustituir los contenidos basura por espacios que fomentan la cultura y la información. Hasta han desaparecido los bulos de las redes sociales porque ya no hay medios que los difundan.

A los políticos no les queda otra que preocuparse más de los verdaderos problemas sociales. Ya nadie se cree sus mentiras porque siempre hay un periodista que las desmonta. Las administraciones se convierten en palacios de cristal, donde todo es transparente y nada se oculta a los ojos de los ciudadanos. Mejoran todos los servicios públicos y poco a poco comienzan a borrarse del diccionario palabras como prevaricación, malversación o cohecho. Las redacciones se han rebelado y la cosa parece que va en serio.

El político se mira al espejo por última vez, se abrocha el nudo de la corbata y sale de su despacho con la sensación de tenerlo todo controlado. Detrás de la puerta le esperan su jefe de prensa y dos de sus asesores más leales. Los cuatro bajan al mismo compás las escaleras que conducen a la habitación que habitualmente ocupan los periodistas. Al llegar a la planta baja, el asesor A empieza a darse cuenta de que algo no va bien. No se escuchan murmullos. No hay gente por los pasillos. Nada más cruzar la puerta, el peor escenario posible se presenta ante ellos. La sala está vacía.

El político mira a su jefe de prensa, que hace lo propio con el asesor A, que a su vez inclina la cabeza hacia el asesor B, que se hace el distraído con su teléfono móvil como si la situación no fuera con él. “¿Dónde se han metido los periodistas? ¿No enviaste las convocatorias?”, pregunta el importante dirigente municipal, mientras se empieza a desabrochar el nudo de la corbata. “Las envié, por supuesto. En mis 20 años de profesión, nunca había visto algo así”, replica el responsable de comunicación. Poco a poco, la sala comienza a llenarse con más personal de confianza: secretarias, directores generales, gerentes y, por supuesto, más asesores. Nadie sabe qué hacer.