Vivir en menos de 30 metros cuadrados en Mogán, el municipio canario pensado para turistas con más minipisos de España

Jorge Medina, 52 años, vive en un minipiso en Mogán. Pagó por él 60.000 euros en 2004

Toni Ferrera

Las Palmas de Gran Canaria —

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El piso de Jorge Medina, de 52 años, es pequeño. La entrada es un estrecho pasillo que tiene a su izquierda la cocina, el fregadero, una nevera diminuta y un par de gavetas para guardar la comida. A la derecha, también en un espacio ínfimo, donde difícilmente cabrían dos personas, está el baño. Y ya al fondo del domicilio (porque, literalmente, no hay más), hay un sofá cama, una cajonera, una mesa de comedor, otra de noche y la tele.

Medina vive aquí, en la localidad de Arguineguín (Mogán, Gran Canaria) desde hace un tiempo. Compró la casa en 2004 por un valor de 60.000 euros, dice. Y aunque es minúscula, de menos de 30 metros cuadrados (m2), como si fuera una habitación de un piso más amplio, él confiesa que está a gusto; que hay menos superficie para limpiar; que el mar y la playa están cerca; que ha podido ir reformando el inmueble poco a poco.

“No estoy aquí por obligación. Me gustaría tener algo más grande, sí, pero han venido mis amigos de la Península para quedarse tres meses y esto ha sido como una comuna”, destaca entre risas.

El caso de Medina no es único en Mogán. Este municipio, el segundo que más turistas recibe en la isla grancanaria, lidera la concentración de minipisos en España, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) procedentes del último Censo de Viviendas, del año 2021 pero publicados este verano. De acuerdo con esa estadística, el 13,03% de las casas tiene menos de 30 metros cuadrados, la cifra más elevada entre las regiones con un mínimo de 10.000 bienes inmuebles.

La información del INE hace referencia a “viviendas familiares”, esto es, las destinadas a ser habitadas por una o varias personas. Ese dato luego puede dividirse en pisos “principales”, utilizados como residencia habitual, y “no principales”, ocupados solo ocasionalmente. En Mogán, con respecto a las microcasas, hay 765 de las primeras y 1.482 de las segundas, en una clara muestra de que dos de cada tres hogares de estas características son utilizados para el alojamiento turístico.

Medina forma parte de los primeros, de los propietarios. Él es camarero, cobra un sueldo mensual de 1.500 euros y de momento no tiene planes para marcharse de allí. Explica que cuando compró la vivienda, hace casi dos décadas, era también “la que me podía permitir pagar” y que, en caso de haber adquirido una más grande, la habría perdido. En este municipio, alrededor del 60% de los trabajadores están vinculados a la hostelería y el sueldo promedio ronda los 18.000 euros anuales, de acuerdo con las últimas cifras de la Agencia Tributaria.

Mogán es una localidad levantada en las últimas décadas por y para el turismo. El boom de la construcción de hoteles y apartamentos llegó a finales de los años setenta y principios de los ochenta, cuando fueron construidos 16.667 domicilios. A partir de 2010, sin embargo, apenas han sido levantados 1.819, por lo que la alta presencia de minipisos no corresponde a edificaciones de nueva construcción. Antes ya estaban, aunque quizá no fueran utilizados como residencia de manera habitual. O, también, ha ganado protagonismo la división de hogares para sacar provecho por parte de los promotores, tal y como defienden los expertos consultados por Canarias Ahora.

“No hay que ponerse muy neoliberal para saber que el promotor busca la mayor rentabilidad con arreglo a la normativa vigente”, reflexiona Ekain Jiménez, arquitecto en Euskadi. “Hay una carencia importante en el control de la administración para garantizar, en especial a la población que no tiene medios, el acceso a una vivienda digna”. Tanto en Canarias como en España, la proporción de inmuebles con menos de 30 m2 se ha triplicado en diez años, entre 2011 y 2021. El Archipiélago es la cuarta comunidad donde más han crecido. Y la ley, de hecho, no pone pegas a ello.

El último decreto de habitabilidad aprobado en las Islas, del año 2006, especifica que la superficie mínima para una vivienda debe ser de 25 metros cuadrados. Una comparación con el resto de las autonomías sitúa al Archipiélago entre las comunidades menos estrictas al respecto. Con anterioridad a ese reglamento, tan solo había sido aprobada una orden similar en 1991 y antes de ello, poca cosa. La normativa, por tanto, ha permitido la proliferación de casas de esta índole en Canarias, sobre todo para la industria turística, pero también utilizada por perfiles como Medina, que quiere vivir cerca de donde trabaja, o Anne (nombre ficticio a petición de la entrevistada), a quien directamente no le queda otra.

En el caso de esta última, el hogar es tan pequeño que apenas se puede caminar. Ella, de 50 años, vive con su hijo, de ocho. Asegura que no tiene trabajo, que padece de “muchos dolores y hemorragias”, y que reside en este lugar valiéndose de las ayudas sociales. Cuenta que empezó pagando 360 euros de alquiler y ahora 400. Que su hijo está haciéndose mayor y pronto necesitará una cama más grande. Pero no es fácil. En el mismo pasillo en el que está su vivienda, Anne señala otros cuatro portales: “Estos son noruegos, estos también, y estos. Y los de la esquina, alemanes. Yo sé que el turismo levanta el dinero, pero, por culpa de ellos, nos están fastidiando a nosotros”, apunta.

A lo largo de este siglo, sobre todo en los últimos años, ha existido un “vínculo muy fuerte” entre la industria turística y el mercado inmobiliario, razona Macià Blázquez, catedrático de Geografía en la Universitat de les Illes Balears (UIB) y especializado en Planificación Territorial Turística. El experto señala que se trata de una relación asociada a “la rentabilidad puramente inmobiliaria”. Explica que los planes para reformar hoteles y utilizar la vivienda como alojamiento vacacional “relegan a la población residente”, sin posibilidad de acceder a domicilios asequibles. Y que en el imaginario colectivo “la raíz de promover un mercado tendente a la adquisición y no al alquiler social da la impresión de causar un mayor estatus, reconocimiento social e incluso respaldo en el futuro”.

En Mogán, según la última actualización del INE, hay 1.671 pisos turísticos, el 11,92% del total del parque edificado, y 16.547 plazas hoteleras. El acelerón de la turistificación del tejido urbano ha provocado que cada vez haya más estudios que relacionen el impacto de la penetración de plataformas de alquiler turístico como Airbnb con el coste del arrendamiento residencial. Un estudio publicado en 2020 que analiza este hecho en detalla que la vivienda vacacional contribuyó a que los alquileres en los barrios más acaudalados de la Ciudad Condal aumentaran un 7% y los precios de las casas en venta un 17%.

“El espacio turístico está generando problemas porque, si no hay planificación territorial para crear barrios de alojamiento accesible o de promoción pública, la alternativa neoliberal es levantar barreras”, resume Blázquez. El edificio donde residen Medina y Anne, La Lajilla, cerca de la costa, fue levantado previsiblemente para uso vacacional (está en suelo urbano turístico consolidado), pero mientras algunos visitantes extranjeros hacen uso de él para una pequeña temporada, otros apostaron por un proceso denominado residencialización, es decir, el cambio de uso de instalación turística a residencial, ahora castigado por el Gobierno canario a raíz de una ley de 2013, entonces en mano de Coalición Canaria. Al hacer ese traspaso sin llevar a cabo remodelaciones integrales de la edificación, la residencialización ha provocado la aparición de una oferta “de reducidas dimensiones, dándose numerosos casos de infravivienda”, de acuerdo con un artículo del Departamento de Urbanismo y Ordenación del Territorio de la Universitat Politècnica de Catalunya sobre el municipio mallorquín de Calviá.

“La industria turística quiere sacar el máximo rendimiento del territorio. Y lo que hace es obligar a los trabajadores a que vivan en los espacios más marginales”, remacha Blázquez.

En Mogán, por otro lado, hubo importantes proyectos de apartahotel, como los denominados Don Paco o Doñana, construidos entre las décadas de los 70 y 80, que fomentaron la división horizontal, es decir, la separación del inmueble registralmente en distintas fincas para poder venderlo a terceros y obtener el mayor beneficio posible, recuerda el arquitecto Felipe Remacha Elvira, afincado en Canarias. El experto agrega que esto “lo siguen haciendo actualmente los promotores, ya que hay poca oferta de tres o cuatro dormitorios y casi todos son apartamentos”.

“El sur [de Gran Canaria] tiene edificios de hace 50 años. Ha habido muchas modificaciones y, aunque al principio algunas construcciones fueron pensadas únicamente como apartahotel, luego empezaron a ser ocupados de manera residencial y durante ese proceso siempre hubo distintas normativas y épocas en las que no había mínimos de superficie que no delimitan metros cuadrados”, continúa Remacha.

Para el arquitecto Ekain Jiménez, la simple existencia de minipisos no es mala per se. Todo depende de cómo esté diseñado el hogar y cuál es el límite que convierte una morada de estas características en un emplazamiento indigno. El técnico aclara que domicilios diminutos antiguos, que recibieron una cédula de habitabilidad entonces, pueden transmitirse y no renovar este documento si no acometen una reforma integral y, por tanto, no ajustarse a la normativa. Lo mismo ocurre con los locales comerciales. Pero también confiesa que los hay ilegales y que incluso son publicitados en los portales inmobiliarios, como denuncia la cuenta de X (Twitter, anteriormente) El Zulista.

La arquitecta María Tomé, por su parte, cree que “una de las grandes asignaturas pendientes” del Archipiélago es la configuración de ciudades “justas e igualitarias” mediante el acceso a la vivienda. Porque los promotores, en su opinión, ante esta proliferación de microcasas, están siguiendo un planteamiento “bastante lógico” de aprovechamiento del espacio para vender a cuantas más personas, mejor. Pero “sin importar si tiene ventanas, ventila bien, con pasillos de 80 centímetros o imposibilidad de introducir una silla de ruedas”, entre otras cosas, añade.

“Todo esto responde a una crisis de valores muy fuerte que tenemos como sociedad, en la que entendemos la vivienda como una herramienta para especular y no como un derecho fundamental y de uso. (…) Y por eso las ciudades están empezando a ser más individualizadas, inseguras y catalizadoras de enfermedades. La respuesta dependerá de la capacidad de lucha que tengamos para exigir un derecho básico”, concluye Tomé. 

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