El pasado 13 de diciembre de 2017, se aprobó por unanimidad en el Congreso de los Diputados una proposición de ley para que los animales dejasen de ser considerados “cosas” y pasasen a ser considerados “seres dotados de sensibilidad”. Resulta llamativa la unanimidad de todos los partidos del arco parlamentario, dada la visceralidad de la política partidista española; pero ello denota un profundo cambio de actitud -algunos hablarían de cambio de paradigma- acerca de la consideración de la Naturaleza.
Ahora bien, ¿es que los animales eran cosas? Sí, lo eran. Lo eran desde que se impuso la Modernidad capitalista que necesitaba una cobertura ideológica que permitiese explotar la Naturaleza, a su antojo, como fuente de recursos. Sirvan, pues, estas breves líneas para rastrear una de las fuentes legitimadoras de esta reificación de la naturaleza: el cartesianismo.
La Modernidad instaura una nueva forma de contemplar el mundo que se conoce como mecanicismo y que consiste en interpretar la realidad como una colección de objetos intercambiables y sometidos a la férrea férula del determinismo. El mundo funciona, de una manera determinista, como una gran máquina según las leyes de la extensión y el movimiento. Tal concepción de la realidad es compartida por la mayoría de los científicos y filósofos de la época y, además, tendrá hondas repercusiones en el orden práctico que llegan hasta hoy, porque si el mundo o la naturaleza funciona como una máquina, entonces es posible dominarlo, algo esencial para la burguesía y al capitalismo emergentes de aquel momento.
Uno de los padres de este mecanicismo es René Descartes. El filósofo francés ha sido considerado como el Adán de la filosofía moderna, pues su propósito residía en liquidar las viejas teorías escolásticas y fundar la nueva ciencia y filosofía, de ahí que dudase de todo el conocimiento anterior, tal como lo expresa en el inicio de su libro Meditaciones Metafísicas, publicada en latín en 1642:
“He advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto; de suerte que me sea preciso emprender seriamente, una vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias”.
Para Descartes el mundo cotidiano se podría dividir en dos tipos de seres: aquellos que son pura y exclusivamente materiales y aquellos que además de materia tienen alma o conciencia. Para Cartesio, estos últimos son muy escasos, pues solo el ser humano cumple esa definición, el único dotado de cuerpo y alma. Pero, ¿y el resto de seres vivos? ¿Y los animales? Descartes responde con un rotundo no. De ahí se deriva la chocante tesis del automatismo de las bestias, ya presente en la obra de Gómez Pereira, precursora del cartesianismo en este aspecto.
Reparemos un segundo en las consecuencias del automatismo de los animales. La afirmación de que los animales se comportan como autómatas o máquinas, pues son solo cuerpo y no poseen alma, quiere decir que ni piensan ni sienten, por lo que son objetos. Esta caracterización de los animales como mera materia se extiende a todo el reino natural. La Naturaleza es un objeto inanimado, sin alma. Es decir, se cosifica e instrumentaliza, lo que permite su control y dominio por la técnica y la ciencia.
Pero más aún, Descartes divide, como un hachazo, el mundo natural en cualidades primarias y secundarias. Las cualidades primarias de los objetos son aquellas que conocemos por la razón o intelecto, son cuantitativas y por tanto medibles. Las secundarias, por contraste, se captan por los sentidos, son cualitativas y no mensurables. Las primeras, objetivas y reales, se reducen a la extensión y el movimiento; las segundas, subjetivas e irreales, se componen de las percepciones sensoriales. Evidentemente, para Descartes solo las primeras son objeto de conocimiento, por lo que desprecia el ámbito de lo sensitivo. Desde entonces observamos el mundo con anteojos cartesianos.
La conclusión que se deriva es obvia: el mundo consiste en materia accesible únicamente por la razón matemática y calculadora. La parte sensible y subjetiva de la realidad de los objetos se devalúa hasta despreciarla.
Pero esto, que a primera vista parece la instauración de la primacía de lo objetivo y, por tanto del objeto, no es más que la demostración palpable del imperio del espíritu sobre la carne, de lo inteligible sobre lo sensible. Es decir, la postergación del cuerpo y el triunfo del espiritualismo.
Esta cosmovisión encaja, como un guante, con los intereses de la incipiente y pujante clase burguesa, muy comprometida en defender una concepción del universo donde la Naturaleza esté al servicio y explotación del hombre. De nuevo, late detrás el mensaje cristiano es su versión capitalista (protestantismo). El ser humano, rey de la creación y las criaturas, es entendido como un sujeto libre de las ataduras del determinismo de los objetos. Estos están a su disposición, para su uso y disfrute, y así, la principal misión de los hombres consiste en convertirse en propietarios del mundo. Los objetos del mundo material mudan, de forma inmediata, en mercancías para el consumo.
La parte sensible y subjetiva del objeto queda soslayada frente al dominio de la razón calculadora que solo consigue “ver” la realidad en términos de valor de uso y valor de cambio, en algo que se pueda medir. La incapacidad de salirse de las estrechas miras de esta cosmovisión reduccionista provoca que se pierda la parte bella y siniestra, sensual y extraña de lo que nos rodea.
Asimismo, otra consecuencia sorprendente se deduce del mecanicismo cartesiano: el solipsismo. El solipsismo es una doctrina filosófica que defiende que el sujeto no puede afirmar ninguna existencia salvo la de uno mismo. Para este autor, conocer al otro es un imposible, salvo en su dimensión corporal. Uno solo puede constatar la existencia de otros cuerpos (máquinas, autómatas), pero no puede afirmar que contengan otras almas. De este modo, del resto de los humanos sólo conocemos su realidad corporal, pero no su conciencia. Solo existe nuestra conciencia y no podemos afirmar que existan las de los demás, porque el acceso a la conciencia es fundamentalmente un acto de introspección subjetivo.
Paradójicamente, este error de Descartes, como dice Antonio Damasio, revolucionó el estudio de la Naturaleza, porque aportaba una justificación para llevar a cabo intervenciones quirúrgicas o trasplantes entre humanos, que eran vistos como mecanos con piezas intercambiables. Y también propició la experimentación animal, ya que eran solo cosas.
Hoy en día, se está instaurando una nueva forma de ver lo natural, un nuevo modo de relacionarnos con la Naturaleza, muy alejada del cartesianismo, que pone en tela de juicio la reificación de los seres vivientes, ya que están dotados de sensibilidad e, incluso, se han convertido en sujeto de derechos. Pero, de esto y también de otros asuntos, hablaremos en otra ocasión.