'Cántabros con Historia' es un blog en el que intentaremos sacar brillo a los logros de todos esos personajes ilustres por cuyas calles paseamos a diario sin tener ni idea de cuáles fueron sus méritos. En los textos que siguen intentaremos trazar la biografía de unos hombres y mujeres que, desde una pequeña tierra en el norte de España, contribuyeron con sus aportaciones al desarrollo de la ciencia, la literatura, la política o el arte. Este blog, patrocinado por la Consejería de Cultura del Gobierno de Cantabria, está escrito por el periodista Miguel Ángel Chica y tiene como única pretensión reivindicar su memoria, para que sus nombres permanezcan en el recuerdo. Los estudiantes del Ciclo Formativo de Técnico Superior en Ilustración de la Escuela de Arte número 1 de Puente San Miguel son los encargados de retratar, a través de distintas técnicas pictóricas, a todos los protagonistas.
Leonardo Torres Quevedo, el hombre que inventó el futuro
Es el 8 de agosto de 1916. La guerra avanza en Europa, las potencias centrales todavía no han entrado en barrena y el resultado de la contienda es incierto. Faltan dos años para la abdicación del Káiser Guillermo y la firma de la Paz de Versalles, once para que Charles Lindbergh cruce el Atlántico en avioneta. En los periódicos las noticias desde el frente comparten espacio con las hazañas del mago Harry Houdini. En Inglaterra, sir Arthur Conan Doyle, padre de Sherlock Holmes, celebra sesiones de espiritismo. Y en las cataratas del Niágara, en la frontera entre Estados Unidos y Canadá, se inaugura el proyecto más ambicioso del ingeniero y matemático cántabro Leonardo Torres Quevedo.
Se trata de un transbordador aéreo que unirá las dos orillas del río Niágara para ofrecer a los visitantes una panorámica nunca antes vista de las cataratas. Para evitar problemas administrativos, el transbordador, al que ya se conoce como Spanish Aerocar, ha sido construido en territorio canadiense, aunque a lo largo de su recorrido se adentra varias veces en Estados Unidos. Los trabajos han sido supervisados por Gonzalo Torres Polanco, uno de los hijos de Torres Quevedo.
No es la primera vez que el ingeniero español, nacido en el pueblo cántabro de Santa Cruz de Iguña, realiza un proyecto semejante. Torres Quevedo conoce perfectamente el diseño de unos artefactos que él mismo se ha encargado de impulsar y perfeccionar a lo largo de los últimos treinta años.
En 1887 construyó su primer transbordador en su casa de Molledo, un ingenio de tracción animal que salvaba un desnivel de 40 metros gracias a una pareja de vacas. Y en 1907 logró poner en marcha en San Sebastián el primer transbordador de pasajeros. Para ello diseñó un complejo sistema de seguridad que permitía a la máquina seguir en funcionamiento aunque se rompiera uno de los cables de soporte.
Semejantes credenciales deberían haber sido más que suficientes para que Torres Quevedo esquivara el olvido, un destino, por otra parte, bastante común en su gremio. A fin de cuentas, la memoria es desagradecida con los inventores. Más allá de unos cuantos nombres que todos podemos recitar de carrerilla, por lo general desconocemos quienes fueron los hombres y mujeres que nos hicieron la vida más sencilla gracias a su capacidad de mirar más allá para solucionar problemas que parecían irresolubles.
La época de los grandes inventos
La época de los grandes inventosA caballo entre los siglos XIX y XX la humanidad vivió años fascinantes. El progreso se convirtió en la religión imperante y el futuro era un espacio por descubrir hacia el que se miraba con optimismo. Los inventos que Julio Verne imaginó para sus novelas se convirtieron en una realidad tangible. En unas cuantas décadas se inventaron el teléfono, la radio, la luz eléctrica, el automóvil, el submarino, el cine, los zepelines y los aviones. Las revistas de la época profetizaban un futuro de coches voladores y armarios automatizados capaces de vestir a un hombre en unos pocos segundos.
En la mente de aquellos hombres no existían los límites. Si podía concebirse, podía realizarse. La época nos trae a la memoria los nombres de Edison, de Graham Bell, de los hermanos Wright o de Marconi. Pero también de David Livingstone, Roald Admunsen, Richard Burton o Robert Scott, pioneros de otra índole que arrancaron los últimos secretos de África, de los polos y del lejano Oriente. Las manos de aquellos hombres, soñadoras y a veces codiciosas, trazaron el mapa del mundo que hoy conocemos.
Antes de volver a las cataratas del Niágara, donde el Spanish Aerocar de Torres Quevedo está a punto de iniciar su primer viaje, conviene repasar la carrera del ingeniero cántabro, tan extensa como difícil de resumir. A comienzos del siglo XX la aviación era el gran reto de la humanidad. No ha existido desde el principio del mundo un solo ser humano que no haya soñado alguna vez con volar.
El sueño se había hecho realidad por primera vez a finales del siglo XVIII gracias a los globos aerostáticos, que permitían surcar el cielo, pero no resultaban prácticos para el transporte de personas y mercancías. La solución, a principios del siglo XX, se encontró en los dirigibles. Y Torres Quevedo tenía algo que decir al respecto.
El ingeniero cántabro solucionó el problema que había dificultado hasta entonces la consolidación de los zepelines mediante la creación de un armazón semirrígido que, en adelante, permitió a las naves volar con más estabilidad, instalar motores pesados y transportar muchos más pasajeros. Los dirigibles Astra-Torres, fabricados en colaboración con la empresa francesa Astra, fueron empleados por los ejércitos francés y británico durante la I Guerra Mundial.
El gran sueño de Torres Quevedo en el campo de la aeronáutica, sin embargo, acabó frustrándose. Después de diseñar junto a Emilio Herrero Linares el dirigible Hispania, con el que pretendía cruzar por primera vez el Atlántico, el cántabro tuvo que renunciar al proyecto por falta de financiación y vio como los británicos William Alcock y Arthur Whitten Brown culminaban la hazaña y se llevaban la gloria.
El primer ordenador de la historia
El primer ordenador de la historiaYa hemos avisado de la maldición de tantos pioneros que acaban siendo pasto del olvido. Pudiera ser que Torres Quevedo comparta algún día ese destino triste: ser un nombre en la fachada de un colegio en el que alumnos y profesores no alcancen ya nunca a recordar los logros del hombre cuyo nombre y dos apellidos consta en el membrete de las cartas del centro. Sería desolador que la época de internet y las telecomunicaciones olvidara al hombre que sentó las bases de la inteligencia artificial.
Hablemos de inteligencia artificial, de computación, de videojuegos. Quizá nada de eso sería posible hoy sin las aportaciones de Leonardo Torres Quevedo, a quien se reconoce como el hombre que diseñó el primer ordenador de la historia. Con dos máquinas de escribir y un complejo sistema de poleas, electroimanes y conmutadores, el ingeniero cántabro construyó el aritmómetro electromecánico, un ingenio capaz de realizar cálculos de forma autónoma.
El invento abrió el camino por el que posteriormente Alan Turing y Konrad Zuse transitaron para levantar los cimientos de la computación. Antes del aritmómetro, en 1914, Torres Quevedo había presentado en París su Ajedrecista, una máquina capaz de jugar por sí sola un final de torre y rey contra rey, considerado el primer videojuego de la historia. También el mando a distancia de nuestros televisores tiene un antecedente directo en el telekino, otra patente de Torres Quevedo.
Son estos trabajos los que han otorgado al ingeniero de Santa Cruz de Iguña un lugar destacado en la historia de la ciencia moderna. Pero es el transbordador sobre el río Niágara, con su elegante recorrido, el que le ha asegurado un hueco en la memoria de las generaciones posteriores. El recuerdo de la hazaña de aquel primer viaje es el causante de que hoy, en 2016, celebremos el año Torres Quevedo.
Y ahora sí, ya estamos en condiciones de volver a las cataratas, donde el Spanish Aerocar afronta su primer viaje oficial. Las pruebas han dado resultados satisfactorios y Torres Quevedo aguarda impaciente noticias del estreno de su ingenio.
Los pasajeros suben a bordo. A lo lejos se divisan las cataratas. El ruido del agua obliga a conversar en voz alta. El viaje, por supuesto, es un éxito. Cien años después lo sigue siendo. El Spanish Aerocar todavía funciona. Antes de subir, el viajero puede leer una placa que recuerda a su inventor, a quien la Comisión de Parques del Niágara define como un ingenioso ingeniero español.
Es el 8 de agosto de 1916. La guerra avanza en Europa, las potencias centrales todavía no han entrado en barrena y el resultado de la contienda es incierto. Faltan dos años para la abdicación del Káiser Guillermo y la firma de la Paz de Versalles, once para que Charles Lindbergh cruce el Atlántico en avioneta. En los periódicos las noticias desde el frente comparten espacio con las hazañas del mago Harry Houdini. En Inglaterra, sir Arthur Conan Doyle, padre de Sherlock Holmes, celebra sesiones de espiritismo. Y en las cataratas del Niágara, en la frontera entre Estados Unidos y Canadá, se inaugura el proyecto más ambicioso del ingeniero y matemático cántabro Leonardo Torres Quevedo.
Se trata de un transbordador aéreo que unirá las dos orillas del río Niágara para ofrecer a los visitantes una panorámica nunca antes vista de las cataratas. Para evitar problemas administrativos, el transbordador, al que ya se conoce como Spanish Aerocar, ha sido construido en territorio canadiense, aunque a lo largo de su recorrido se adentra varias veces en Estados Unidos. Los trabajos han sido supervisados por Gonzalo Torres Polanco, uno de los hijos de Torres Quevedo.