José Hierro: el poeta que hizo versos en el ruido de los bares entre hilos de humo y Chinchón
Una cabeza portentosa, afeitada y brillante, y unas manos grandes y nudosas como sarmientos escribían entre humo y sorbos de anís en un cuaderno lleno de tachones. Era la hora del aperitivo en el bar El Juco. El barullo de las conversaciones, el ruido de la máquina de café y la música de la tragaperras no parecían distraer al hombre que, en una mesa al fondo del local, sacudía la ceniza del Ducados y releía algunas frases. De repente, levantaba la vista del papel y aparecían dos orejas de diablo, disparadas y puntiagudas, un bigote espeso que hacía una curva sobre la boca y unas cejas casi verticales que le daban cierto aire de villano. Bajo esa armadura de Hierro palpitaba una mayúscula sensibilidad que supuraba como un bálsamo por los ojos, pequeños y profundos. “Es poeta”, susurraban con respeto en la barra cuando aquel hombre enérgico y fuerte que parecía reservar las palabras solo para el papel, pedía por su nombre al camarero otra copa de Chinchón. El hombre de voz de trueno y vivo genio que se disolvía en ternura.
Todo Santander conocía que la oficina del poeta Pepe Hierro era una mesa del Bar El Juco, un local debajo de la casa que habitó en el número 20 de la calle Cádiz. No fue el único. Al poeta le gustaba escribir entre ruido y humo, entre café y Chinchón. También dejó huella en el Bar Los Ríos, cerca de la Bajada de La Encina, donde escribió al calor de una copa de orujo gran parte de 'Cuaderno de Nueva York', uno de los libros fundamentales de la poesía española del siglo XX que fue un arrollador éxito de ventas, una obra colosal.
En Madrid convirtió la barra de La Moderna en su despacho poético frecuentándolo a diario mientras residió en la capital. En alguna ocasión sus hijos confesaron que nunca le vieron escribir en casa, tan solo regresar a la hora de comer con un alborotado montón de cuartillas bajo el brazo. La poesía de Pepe Hierro se alimentaba de la vida y, allí, entre la gente, en el bar, atendía con amabilidad a cuantos se acercaban a que les firmase un libro. A cada rúbrica solía añadir un dibujo de trazo rápido. El día que faltó Hierro los clientes de El Juco, convertidos ya en contertulios diarios del afable poeta, colgaron una placa y una fotografía suya hecha por Pedro Palazuelos sobre la mesa que solía ocupar.
Resulta curioso que una lírica tan íntima y profunda se haya escrito en los bares. En una ocasión explicó que siendo joven trabajó en una fábrica de botas de goma donde pasaba diez horas diarias respirando azufre y manejando una máquina trituradora de caucho que hacía un ruido infernal. “Pero mi pensamiento quedaba libre”, explicó. “Iba haciendo gimnasia con los versos y cualquier ocurrencia se convertía en un soneto”. Quizá por eso siempre tuvo la facilidad de alumbrar poemas sin necesidad del silencio.
En El Juco tomaba anís Chichón un poco aguado, siempre en copa, y fumaba tabaco negro, Ducados. Dibujaba en servilletas de papel con un rotulador de punta fina flores y paisajes, cuyos bordes difuminaba con los dedos levemente humedecidos con unas gotas de agua o café.
En alguna entrevista evocó su estreno como escritor, por la puerta grande. Con 12 años ganó un concurso de cuentos del Ateneo Popular de Santander donde aprendía francés: “Dijeron que yo no lo había escrito; desde entonces, me ha quedado una especie de complejo kafkiano de que puedan decir que he hecho algo y no pueda demostrarlo”, aseguró. La desconfianza no impidió que le entregasen el premio: un libro de Gabriel Miró cuya lectura le fascinó.
El hombre que proclamó la alegría como el derecho a existir, había trabajado con las manos y eso le procuró un respeto especial entre personas de toda condición. “Soy el esclavo más libre”, decía. Desempeñó muchos oficios en fábricas y talleres. En Santander, Valencia y Madrid. Repartió leña a domicilio, trabajó en una fundación, vendió libros a comisión, trabajó de listero en la construcción de la fábrica de Sniace, escribió biografías por encargo a peseta el folio. “Yo tenía un extraño sentido común. Sentía que mi vida se encaminaba hacia la técnica”, confesó en una ocasión. Así que aquel muchacho, nacido en Madrid y santanderino desde los dos años, empezó la carrera de Peritos que truncó la Guerra Civil cuando tuvo que ponerse a trabajar.
En El Juco tomaba anís Chichón un poco aguado, siempre en copa, y fumaba tabaco negro, Ducados. Dibujaba en servilletas de papel con un rotulador de punta fina flores y paisajes, cuyos bordes difuminaba con los dedos levemente humedecidos con unas gotas de agua o café
Fue un hombre honesto que se jugó el tipo ayudando a llevar comida a los presos republicanos, entre los que se encontraba su propio padre. Le detuvieron al final de la contienda y entró en la cárcel. Tenía 17 años. Le sentenciaron a doce años y un día. Con su extraordinaria memoria recitaba a Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez y Rafael Alberti como un desafío en las cárceles del franquismo, enseñaba a leer a sus compañeros y escribía hasta en el papel higiénico.
El poeta que llegó por el dolor a la alegría, como dice uno de sus versos, nunca hablaba de ello. Aunque eso no justifica que hace dos años el Ayuntamiento de Santander borrase su paso por la cárcel en la biografía del poeta que distribuyó en los colegios de la ciudad. El periodista Juan Cruz dice que en su poesía no había sangre, sino un llanto íntimo. “Alegría es tener conciencia de que se vive”, dijo el propio Hierro. Y la conciencia de estar viviendo es más palpable en el dolor.
Le devolvieron la libertad a los cinco años. Salió cargando a las espaldas “el estigma de los derrotados”, en palabras de su biógrafo, Jesús Marchamalo. “A Pedro Gómez Cantolla, patrón de Proel, porque no me preguntó de dónde venía”, la dedicatoria que estampó Hierro cuando publicó en la revista de poesía evidencia el lastre de su pasado en aquella España de la dictadura.
“Solo sé que es un gran poeta”, replicó años después el responsable de los Cursos de Verano de Santander cuando cuestionaron que Hierro impartiese allí clases de español para extranjeros. Lo cierto es que embelesaba a los alumnos. Como el poeta solía ir desabrochado, a pecho descubierto, le incomodaba tener que ponerse corbata para ejercer de profesor así que todos los días, con tierna rebeldía, prendía del ojal de su chaqueta una ramita de hiedra que cogía del jardín del campus de Las Llamas.
Los santanderinos que frecuentaban El Juco dan fe de su naturalidad. Enemigo de la solemnidad, nunca presumió ni mencionó la colección de honores y premios especialmente acusada en sus últimos años
Dicen de él que lo amaba todo. La tierra, los niños, las plantas, la cocina, el mar, los animales. “Pocas personas he conocido tan enamoradas de la vida como él”, dijo la escritora y amiga Francisca Aguirre. Nadaba en el agua helada del Cantábrico y recitaba versos tumbado sobre la arena. Le apasionaba hablar y vivir. Durante casi tres décadas habitó un extraño silencio y dejó de publicar. Pasó 27 años urdiendo los poemas de su libro 'Agenda'.
En ese tiempo plantó viñas con sus manos en su finca ‘'Naygua' en los montes del municipio madrileño de Titulcia, donde organizaba una vendimia con un recital poético, una fiesta de teatro, música y palabra, y embotellaba su propio vino. Además, el poeta se construyó otro pequeño refugio en Cantabria sobre la playa de Portio en Liencres. Un cobertizo sin agua ni luz bautizado con guasa 'el minifundio' –una 'finca de pobre' que era un símbolo– donde reunía a familiares y amigos y cocinaba para ellos.
Los santanderinos que frecuentaban El Juco dan fe de su naturalidad. Enemigo de la solemnidad, nunca presumió ni mencionó la colección de honores y premios especialmente acusada en sus últimos años. Cuenta el periodista Fernando Delgado que cuando le comunicaron que le habían dado el Príncipe de Asturias “lo pillaron regando las plantas de la redacción de Radio Nacional de España”. Allí trabajó algunos años haciendo programas culturales, primero como colaborador y luego en plantilla, y dejó testimonio de su peculiar liturgia matinal. Llegaba a la redacción, daba los buenos días y hacía el pino contra la pared, manteniendo el equilibrio vertical durante un rato.
En los últimos años salía de casa con “el maletín de oxígeno celeste” que le ayudaba a respirar y aún, de cuando en cuando, pedía un cigarro en el bar y aspiraba dos caladas mortales. Fue un gran lector que derivó en la poesía, un río vital que a su vez desembocó en el eterno mar azul donde se disolvieron parte de sus cenizas. Las otras se conservan en el panteón que el cementerio de Santander reserva para sus hijos ilustres. Para los santanderinos que le trataron en aquel bar, en la mesa huérfana donde quedó grabada su ausencia, Pepe Hierro es aliento a tabaco y Chinchón. Cenizas de la nada que un día lo fueron todo.
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