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Sobre este blog

La palabra muruza es montañesa. Significa “conjunto desordenado de cosas por lo general menudas” y en particular “ingredientes”. Es una palabra que carece de vitalidad. Y no por insuficiencia propia, sino debido a la situación de diglosia o depreciación de lo propio (por lo general inducida) que padece el montañés. Lo mismo sucede con el resto de modalidades lingüísticas cántabras. Así, que las esquilas pasen a ser quisquillas cuando se cocinan, los muergos navajas, los muriones caracolillos o que no haya carne de jatu a la venta en las carnicerías son situaciones anómalas provocadas por este problema, la diglosia, cuya solución pasa por el aprecio a lo propio. Y sabido es que no se puede apreciar nada que no se conozca.

El ser humano es en lo que le rodea. La cocina es una forma de ser.

Y de estar, de ahí la expresión cultura del territorio.

Ser y estar son nuestras dos coordenadas vitales básicas. Ningún lugar mejor que éste para empezar.

Las fotografías, todas originales y en blanco y negro, propiedad del autor, aluden al texto, no necesariamente de forma explícita. La relación no es unívoca. Lo mismo sucede con los textos, de redacción fragmentada, cuya ligazón requiere del esfuerzo liviano si bien sostenido del lector. Y como en la cocina, no es obligado seguir receta alguna.

A caracoles

Buscando fósiles. Sin localización conocida. | MARIO CORRAL

Mario Corral García

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En La Montaña no se comen caracoles. Yo mismo recuerdo el impacto que causó en Cabuérniga, treinta años atrás, la aparición de un forastero que compraba caracoles al peso para luego vendérselos a restaurantes. Era inaudito. No tardaron en reutilizarse conejeras. Se cogían sobre todo en los alrededores del cementerio de Terán, donde se creía que estaban los más gordos, seguramente con razón.

Sin embargo, en el oriente de Cantabria los caracoles se comen desde hace al menos un siglo.

Tía Vicenta tendría hoy más de cien años. Sirvió en una casa pudiente de Ampuero pero la receta de caracoles procede de su pueblo natal, Rasines. Es su sobrina quien nos la explica adaptada a su propio contexto santanderino.

Los mejores caracoles de Santander eran los de La Esperanza y se compraban a las cuetanas que acudían al mercado en burro. En el famoso grabado de Santander realizado por Georges Höfnagel para el Theatrum Orbis Terrarum de 1570 ya aparece burrera cuetana con el característico tocado coniforme cantábrico. Los caracoles más preciados eran los de la tapia de Ciriego, por su elevada insolación.

Lo más importante es dejarlos bien limpios. El verbo zaguatar significa “agitar algo bajo el agua”. Cuando se podía se hacía en Punta Piquío. Había familias que los metían en una red que dejaban colgando en el puente de La Virgen del Mar para que los batiera la marea y otras que los llevaban en barco, arrastrando.

Los caracoles se arraciman así que lo primero es separarlos. Después se huelen uno a uno y si no huelen a basa, es decir, a marisma, porque de hacerlo se han de retirar, se meten en agua con sal y se raspan con la uña o un cepillo. El agua sale negra. Son necesarias al menos cuatro aguas para que aclare.

Meter los caracoles en una olla con agua y sal y añadir una cebolla grande, de cuarto de quilo, un pimiento rojo sin semillas, varios dientes de ajo pelados y una hoja de laurel. Que cueza una hora. Probar que estén tiernos con un palillo.

Dorar chorizo, bacon evitando el adobo, jamón y tocino, este último imprescindible.

Pelar y trocear un quilo de nueces por cada tres quilos de caracoles y pasarlo por la sartén.

Poner miga de pan a remojo.

Mezclar la miga con la cebolla, el pimiento, el ajo y la hoja de laurel cocidas y pasar todo por el pasapuré.

Echar la salsa resultante sobre los caracoles y dar unos hervores.

Añadir el chorizo, bacon, jamón, tocino y nueces.

Los caracoles se comen con palillos y con las manos, sorbiendo. Se dice que el sabor se lo da la salsa, que el caracol es insípido. Es un plato reservado para días especiales sobre todo por el trabajo que conlleva limpiarlos y hacer la salsa. Ocurre que en los restaurantes se suelen ofrecer a diario platos de consumo excepcional en las familias. Éste es el caso.

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La palabra muruza es montañesa. Significa “conjunto desordenado de cosas por lo general menudas” y en particular “ingredientes”. Es una palabra que carece de vitalidad. Y no por insuficiencia propia, sino debido a la situación de diglosia o depreciación de lo propio (por lo general inducida) que padece el montañés. Lo mismo sucede con el resto de modalidades lingüísticas cántabras. Así, que las esquilas pasen a ser quisquillas cuando se cocinan, los muergos navajas, los muriones caracolillos o que no haya carne de jatu a la venta en las carnicerías son situaciones anómalas provocadas por este problema, la diglosia, cuya solución pasa por el aprecio a lo propio. Y sabido es que no se puede apreciar nada que no se conozca.

El ser humano es en lo que le rodea. La cocina es una forma de ser.

Y de estar, de ahí la expresión cultura del territorio.

Ser y estar son nuestras dos coordenadas vitales básicas. Ningún lugar mejor que éste para empezar.

Las fotografías, todas originales y en blanco y negro, propiedad del autor, aluden al texto, no necesariamente de forma explícita. La relación no es unívoca. Lo mismo sucede con los textos, de redacción fragmentada, cuya ligazón requiere del esfuerzo liviano si bien sostenido del lector. Y como en la cocina, no es obligado seguir receta alguna.

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