Una noche, hacia 1950, S. J. Perelman fue a una cena de esas que ahora están prohibidas. Por multitudinaria, no porque los asistentes fueran gánsters. Le acompañaba un amigo, actor de profesión, al que no quiere identificar: solo dice de él que se llamaba Julius, que solía actuar con un gran bigote negro pintado y un puro, haciendo girar los ojos en las órbitas. Formaba parte de un grupo de hermanos en el que uno se hacía el mudo y otro tocaba el acordeón.
Bueno, pues en la cena dos comensales discutían en voz muy alta. Uno decía que los judíos eran idiotas por no comer cerdo; el otro defendía la sabiduría dietética hebrea porque el cerdo era un animal muy sucio. Ahí fue cuando Julius se puso en pie sobre su silla y alzó la voz por encima de todos los demás:
—¿El cerdo, un animal sucio? ¡El cerdo es el animal más limpio del mundo!
Luego pensó que quizá había exagerado un poco y matizó:
—Después de mi padre, por supuesto.
Ignoro cómo valoraría el aludido este elogio de su higiene, pero es cierto que el animal es limpio, a su manera. También sabemos que aprecia la música sinfónica (sus criadores la usan en los establos), entre otras muestras de inteligencia notable: el que tenía el patrón de todos ellos, san Antonio Abad, le avisaba puntualmente de las horas de oración.
Pero el cerdo es odiado también, con el mismo entusiasmo con que se le quiere. No se me ocurre otra especie que suscite sentimientos tan encontrados. La estima por el bicho y su contrario suelen habitar países distantes, pero no siempre. A veces aparecen juntos. Modernamente, en Texas, por ejemplo.
En Texas, como en el resto de América, hay cerdos por la razón inversa de que en Europa hay patatas. Los españoles llevaron caballos para montarlos, pero también cerdos, ovejas, cabras y gallinas para alimentarse. Todos estos bichos, desconocidos hasta entonces por allí, se multiplicaron al extremo de que hoy hay tres millones de españoles en Texas. De cerdos españoles, quiero decir, que deambulan libremente. Además de los descendientes de conquistadores, hay los que proceden de jabalíes que importaron los texanos durante el siglo XX para divertirse cazándolos. Y, claro, de la mezcla de ambos.
En uno de los Estados más prósperos de los Unidos, famoso por la afición a las armas, los texanos matan cerdos salvajes por deporte, animados a ello por las autoridades porque se han convertido en una plaga temible. Les ponen trampas y, además de a pie, les disparan desde aviones.
Hasta aquí por el lado del odio. Porque a alguien, viendo la facilidad con que se reproducían allí, se le ocurrió otra idea: ¿por qué no criar chones pata negra? También españoles, pero estos con marchamo aristocrático. El ibérico es un cerdo apreciadísimo, que desciende del jabalí, por lo que tiene más masa muscular que su primo vulgar, y esa es una de las causas de la superioridad de su jamón.
Hay dos razones más que se suman a la genética para obtener jamones extraordinarios: la alimentación con bellota y la técnica con que se lo trata.
La técnica es tan fácil de transmitir como la genética. En Santoña aprendieron de los italianos a hacer salazones, y ahí están las anchoas, excelentes incluso cuando la técnica se aplica a bocartes de importación.
La alimentación, en cambio, es el punto débil. La cantidad de cerdo ibérico que puede criarse en España está limitada por la cantidad de bellota disponible. Que es la que es, y sanseacabó.
Entonces viene la globalización. Texas es grande. Puede alimentar a muchos de la vista baja. Importó genes (150 ejemplares en 2018) y con ellos seguramente la técnica. Falta que hagan un pueblo que se llame Jabugo y habrá jamones famosos por todo el mundo que no han salido de aquí. Cierto que apenas les dan bellotas: su jamón puede parecerse al mejor de por aquí como el cava catalán al champán francés…, es decir, lo suficiente para conquistar un buen pedazo del mercado mundial. Y sin distinguirse en la denominación, al contrario de lo que le pasa al cava, que no puede llamarse champán ni siquiera especificando que es español.
A los españoles que tuvieron esta idea se los valora con amor y odio, como a los mismos animalitos. Son admirados como emprendedores de éxito por algunos. Un especialista, Constantino Martínez, con más sentido común, denuncia la torpeza de la operación. Y, para rematar la jugada, una empresa española compra parte del capital de la empresa estadounidense y trae el jamón texano a los supermercados de aquí y de otros países. «Una nación de idiotas que descuida su patrimonio», dice Constantino.
Se refiere a nosotros, no a los hebreos que no lo comen por considerarlo sucio.