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Daltónico

Soy daltónico. Sí, ya sé que no es ningún drama. Sobre todo porque mi daltonismo no me impide hacer nada esencial. Mi único problema es que veo las cosas de manera diferente a los no daltónicos. Sé que veo mal por comparación, porque donde yo veo unos colores otros ven muchos más colores que yo y me lo recuerdan constantemente, claro. Es divertido para los demás que yo me equivoque. Y yo me divierto también equivocándome y contribuyendo así a su alegría.

De alguna manera siento que mi daltonismo genera una ola de ternura a mi alrededor que yo, como es lógico, exploto y aprovecho. “Pobrecito, ha confundido el verde con el marrón, el rojo con el naranja, el naranja con un verde pistacho, el verde con el amarillo, el rosa con el gris, el azul con el morado”. Es una cosa extraña porque en muchas ocasiones me dicen “qué mono” al comprobar mi barullo con los colores. De alguna manera es como si mi daltonismo me infantilizara o me volviera frágil a ojos de los otros y eso despertara un instinto de protección hacia mí o algo así. Todo esto me recuerda a un amigo al que, tras operarle de las cuerdas vocales, comenzaron a hablarle muy despacio y muy alto, como si además de haberse quedado temporalmente sin voz hubiese perdido el oído y la inteligencia.

Pero sigamos con el daltonismo. El otro día alguien buscó en Internet: “¿Cómo ve un daltónico?” Aparecieron ante mis ojos dos imágenes a todo color. A todo color para mí, al menos. Un campo de flores, un cielo azul, unos árboles. Todo bien hasta ahí. A la izquierda la imagen tal y como al parecer ven las personas, digamos, sanas. A la derecha la imagen que reproduce cómo vemos los daltónicos. Yo no veía ninguna diferencia entre las dos fotografías, me resultaban totalmente idénticas, lo dije y las reacciones fueron: “qué vida más triste, macho”; “menuda putada, no me extraña que andes siempre como cabizbajo” y cosas así.

Yo miraba las fotografías y a mí las dos, que veía idénticas, me parecían llenas de color, de vitalidad, de luz. Ellos, en cambio, me decían: “el mundo es mucho más luminoso, tienen más color, es más bello y alegre”. Y a mí, que disfruto sin parar de lo que veo, mi daltonismo me puso por primera vez un poco triste. Ya saben, ese tipo de tristeza que a uno le invade cuando siente que tiene delante de sus ojos una gran belleza que nunca podrá ver.

Soy daltónico. Sí, ya sé que no es ningún drama. Sobre todo porque mi daltonismo no me impide hacer nada esencial. Mi único problema es que veo las cosas de manera diferente a los no daltónicos. Sé que veo mal por comparación, porque donde yo veo unos colores otros ven muchos más colores que yo y me lo recuerdan constantemente, claro. Es divertido para los demás que yo me equivoque. Y yo me divierto también equivocándome y contribuyendo así a su alegría.

De alguna manera siento que mi daltonismo genera una ola de ternura a mi alrededor que yo, como es lógico, exploto y aprovecho. “Pobrecito, ha confundido el verde con el marrón, el rojo con el naranja, el naranja con un verde pistacho, el verde con el amarillo, el rosa con el gris, el azul con el morado”. Es una cosa extraña porque en muchas ocasiones me dicen “qué mono” al comprobar mi barullo con los colores. De alguna manera es como si mi daltonismo me infantilizara o me volviera frágil a ojos de los otros y eso despertara un instinto de protección hacia mí o algo así. Todo esto me recuerda a un amigo al que, tras operarle de las cuerdas vocales, comenzaron a hablarle muy despacio y muy alto, como si además de haberse quedado temporalmente sin voz hubiese perdido el oído y la inteligencia.