Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Dar de beber al que no sabe
Junto a la máquina de refrescos hay un hombre expectante, treinta y tantos años:
—Hola, ¿tienes cambio de 50 euros?
Reviso el contenido de mi bolsillo y no, no tengo bastante suelto para cambiarle. Se lo digo, pero en el momento de meter un billete en la máquina se me ocurre otra idea:
—Oye, no tengo cambio, pero sí puedo comprarte una bebida, ¿qué quieres?
—¡No! —con volumen y tono de auténticamente escandalizado— ¡No, ya vendrá alguien con cambio!
Perentorio, a punto de enfadarme, insisto en que me diga qué quiere. Agua. Saco un botellín y se lo doy: puede que dijera «gracias», pero si llegó a hacerlo fue de espaldas a mí y al final del pasillo, sin que pudiera oírle, tan rápidamente escapó del lugar del…, ¿crimen?
Vuelvo intrigado al asiento que Renfe me ha asignado, a babor, en el tren de regreso de Madrid. En el viaje de ida me tocó estribor, y la despreocupada observación del paisaje me trajo de pronto recuerdos: recuerdo esa casita junto a la carretera porque tiene un jardín cuidado y bonito, con su seto de arbusto y sus dos palmeras; pero sobre todo porque una mañana de verano paramos allí a pedir agua: nos la dieron, claro, junto con sonrisas y charla intrascendente y amistosa.
El botellín del tren costaba euro y medio, y contenía medio litro de agua potable: a ese precio, debía proceder del canal de Isabel II, donde chapotean las ranas de Aguirre. Pero con todo y eso, ¿por qué a alguien puede repugnarle tanto aceptar un poco de agua de un extraño al que no vas a volver a ver en la vida?
Quizá el hombre entendiera que el botellín era una limosna y yo le había obligado a practicar la mendicidad, cuando él obviamente no era un necesitado: estaba proponiendo un simple trueque de billete grande por otros más pequeños. Sentiría entonces la vergüenza de verse mendigo y, quién sabe, la rabia contra quien lo obligó a tomar ese papel.
Pero, ¿por qué pensar en mendicidad, cuando hay explicaciones más sencillas? Por ejemplo, que los humanos sobrevivimos mejor si nos ayudamos unos a otros, y en todos nosotros hay una inclinación natural a hacerlo. Cierto que convive con la inclinación contraria, la de obtener beneficio del prójimo.
Debe ser esta inclinación contraria la que le resulta más familiar a mi compañero de viaje. There’s no free lunch: que no te dan papeo por la jeró, vamos, es lo que le han enseñado. Pero, hombre, ¿agua tampoco? El agua no se considera parte de almuerzo ninguno. «El agua no rompe el ayuno», nos enseñaron los mismos que nos decían que «Dar de beber al sediento» es una obra de misericordia.
En realidad, mi compañero tiene razón: nadie da nada a cambio de nada. Pero hay obligaciones que se contraen y cobran de sujetos distintos. Como el tendero que le da ahora una golosina a un chiquillo y se la cobrará mañana a su madre cuando pase por garbanzos. Todos nosotros estamos metidos en una inmensa red de deudas por pagar, continuamente satisfechas y renovadas.
Vuelves entero de la playa porque alguien retiró el trozo de vidrio que esperaba aviesamente tu paso, escondido en la arena: hasta caminando adquieres deudas con desconocidos. No podrás pagar al desconocido concreto que te ahorró un corte; solo recogiendo a tu vez otra amenaza filosa quedarás en paz. El mundo en su totalidad hace así de banco donde uno deposita y retira favores, en beneficio de todos y sin una contabilidad precisa.
Puede que el viajero haya huido corriendo porque le he impuesto, contra su voluntad, la obligación de atender en el futuro a cualquier desconocido que lo necesite. Me habrá estado maldiciendo por ello. Es una lástima: treinta y tantos son demasiados años para no saber del lado generoso y colaborativo de nuestra naturaleza. Demasiados para no haber conocido la generosidad de aceptar lo que nos ofrecen.
Porque para que interprete lo sucedido como un crimen, para que se sienta tan escandalizado, es necesario estar colocado en el lugar del que no daría agua en caso de que la situación fuera la inversa.
Mi compañero de viaje pertenece a una generación que pronto gobernará el país, sucediendo a la actual. Una anécdota no es más que eso, no debemos elevarla a categoría: puede que la mayoría de la gente de su edad, a punto de llegar al poder, comprenda la red de obligaciones en la que crecemos todos y tenga sentido de lo colectivo, al contrario que las bandas de privatizadores interesados de los últimos decenios. Porque de otro modo estaríamos perdidos. Los nuevos dirigentes seguirían tratándonos como a enemigos: no nos darían ni agua.
Junto a la máquina de refrescos hay un hombre expectante, treinta y tantos años:
—Hola, ¿tienes cambio de 50 euros?