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Dinero en los bolsillos
Santander, 7 de la tarde de un lunes cualquiera, o quizá un martes. Voy con algo de prisa. Trato de aparcar mi coche para hacer unas compras por el centro. Tras recorrer una de las calles paralelas a la Alameda, me dirijo hacia el aparcamiento de detrás de los Ministerios. No voy a dar muchas vueltas más. Si no encuentro un sitio libre ahí, meteré el coche en el aparcamiento subterráneo. Pero tengo suerte. Hay una amplia plaza desocupada, donde puedo aparcar mi coche con facilidad. Mi suerte esta tarde no acaba ahí. Cuando voy a obtener el ticket de la OLA se dirige hacia mí una señora, precisamente con uno de esos tickets en la mano. “Puedes utilizarlo – me dice-. Yo ya me voy”. Como no podía ser de otra forma, le dedico la mejor de mis sonrisas: me acaba de ahorrar un euro, sin conocerme de nada, de manera totalmente altruista. En los minutos siguientes, no puedo evitar ponerme a reflexionar sobre el hecho, desde la perspectiva de un economista.
La situación narrada previamente no es extraña. Ocurre, de hecho, con cierta frecuencia. ¿Por qué decidimos dar nuestro ticket a una persona desconocida? Se podría pensar que lo hacemos para aprovechar un ticket que ya está pagado, pero no vamos a recuperar nuestro dinero ni a obtener ningún beneficio o aprovechamiento del ticket actuando así. En realidad, la consecuencia de nuestro acto es la siguiente: un desconocido se va a ahorrar el euro, o los dos euros, que iba a pagar por aparcar su vehículo; a cambio, el Ayuntamiento dejará de ingresar esa cantidad. ¿Qué justificación tiene, desde el punto de vista económico, actuar así?
Se me ocurren dos explicaciones, que creo que unidas contribuyen a entenderlo. Por un lado, tendemos a experimentar un rechazo a contribuir a los ingresos públicos cuando percibimos que la forma en que lo hacemos es injusta, como puede ocurrir por pagar por una plaza de aparcamiento en la calle. Casos como el de los llamados 'Papeles de Panamá', de gran actualidad, revisten una enorme importancia fundamentalmente por cómo inciden de manera negativa en la percepción social de la justicia y legitimidad del sistema fiscal. Por otro lado, no valoramos adecuadamente la importancia que tiene un euro (o un millón) de ingresos para nuestras administraciones públicas. La importancia de lo que el sector público deja de hacer cuando deja de contar con ese dinero. Ello es, sin duda, fundamental para entender muchos comportamientos sociales, mucho más relevantes que la anécdota del ticket de la OLA: el comportamiento del ciudadano que tolera, e incluso celebra, la evasión fiscal de otro; o el discurso del político que justifica una bajada de impuestos con el argumento de que “el dinero donde mejor está es en el bolsillo de los ciudadanos”. Un argumento que, por excesivamente simplista, me resulta muy preocupante.
¿En qué gastamos los ciudadanos el dinero de nuestro bolsillo, y en qué lo gasta el sector público? La respuesta a ambas cuestiones queda resumida en los gráficos: distribución del gasto de los hogares españoles y distribución del gasto de nuestro sector público. Empiezo por el segundo. Como se observa, el grueso del gasto público se destina al pago de las prestaciones que reciben las personas mayores (jubilación y dependencia, fundamentalmente: 20,7% del total), a la sanidad (13,7%), a la educación (9,2%) y a las prestaciones de desempleo (5,6%), enfermedad y discapacidad (5,4%) y viudedad y otros beneficios familiares (5,4%). Estas funciones de protección social, sanidad y educación suponen casi dos tercios de todo el gasto público español. Además, el sector público desarrolla otras funciones importantes, con un peso significativo en el presupuesto: transporte y comunicaciones, política económica y de empleo, seguridad, medio ambiente, energía, cultura y vivienda, fundamentalmente. Un 8,1% adicional se destina a sufragar la deuda pública y otro 3,8%, a gastos para el funcionamiento general de las instituciones.
En lo que respecta al gasto de los hogares, destaca el destinado a la vivienda principal (23% del total), además de un 1,4% adicional correspondiente a otras viviendas y otro 4,1% destinado a mobiliario y equipamiento del hogar. Otro elemento a resaltar son los alimentos y bebidas no alcohólicas, que suponen el 14,9%, mientras que las bebidas alcohólicas y el tabaco representan el 1,9%. Los servicios básicos tienen también importancia en el gasto: electricidad y calefacción (4,1%), comunicaciones (2,9%) y agua y saneamiento de la vivienda (1,3%). Destacan, asimismo, los gastos relacionados con el transporte y la movilidad: la compra de vehículos (2,9%), su mantenimiento y reparación (otro 2,9%), los carburantes (4,8%) y el transporte público (1,4%). Otros porcentajes importantes del gasto de los hogares se destinan a cuestiones diversas como hoteles y restaurantes (8,6%), ocio y espectáculos (5,7%), salud (3,5%) y enseñanza (1,4%), entre otras.
El gasto privado, en definitiva, se destina a cuestiones muy variadas: algunas de ellas esenciales y otras más prescindibles. Ello está en gran parte relacionado con el nivel de renta de cada persona o unidad familiar: mientras aquellos que cuenten con menores ingresos han de cubrir con ellos las necesidades más básicas, los que tengan mayores ingresos, una vez atendidas dichas necesidades básicas, podrán destinar parte de sus recursos a cuestiones más superfluas. De ahí la importancia que tiene no solo recaudar, sino hacerlo de manera que contribuyan más quienes tienen más capacidad económica. En lo que respecta al gasto público, gran parte del mismo se destina a cuestiones esenciales para el funcionamiento de nuestra sociedad y de nuestra economía, lo cual no excluye que exista margen para mejorar la gestión de lo público, que habría de estar siempre al servicio del interés social. En definitiva, llegar a decir (o a pensar) que cada euro estará siempre mejor en un bolsillo privado que en un presupuesto público es de un fundamentalismo injustificado y un grave error, como también lo sería lo contrario.
El gasto público es clave para proveer bienes y servicios (como la sanidad y la educación), atender problemas económicos y sociales (como el desempleo) y favorecer la equidad en la distribución de la renta ante situaciones que el mercado, por sí solo, no resuelve satisfactoriamente. El gasto privado y la iniciativa privada también tienen funciones esenciales; prueba de ello es que los sistemas que han prescindido de ellos no han funcionado. La clave, en consecuencia, es el equilibrio. Lo privado no es mejor que lo público, ni al revés, sino que lo uno cumple unas funciones y lo otro, otras. Pero me da la impresión de que últimamente, en nuestras sociedades avanzadas, nos estamos olvidando del delicado equilibrio alcanzado tras muchas décadas de esfuerzos y nos movemos hacia un desequilibrio que va en detrimento de lo público.
Con un fundamentalismo que ha extendido la idea de que un euro público (por ejemplo, para la limpieza de un parque) es siempre un despilfarro, mientras que un euro privado (por ejemplo, para la limpieza de una casa) es siempre gasto productivo. Que se olvida de lo importante que es, también, que todos contribuyamos a sostener lo público, y que lo hagamos de acuerdo a nuestra capacidad económica. Un fundamentalismo que es especialmente peligroso cuando está al frente de la gestión de lo público. Por eso, agradecería que la labor de nuestros políticos se centrara, huyendo de fundamentalismos injustificados, en mejorar la gestión de los recursos públicos, así como en recaudarlos de la manera más justa posible, todo lo cual está en sus manos. Sería una excelente manera de contribuir a mejorar las actitudes de los ciudadanos hacia lo que es (o ha de ser) de todos.
Santander, 7 de la tarde de un lunes cualquiera, o quizá un martes. Voy con algo de prisa. Trato de aparcar mi coche para hacer unas compras por el centro. Tras recorrer una de las calles paralelas a la Alameda, me dirijo hacia el aparcamiento de detrás de los Ministerios. No voy a dar muchas vueltas más. Si no encuentro un sitio libre ahí, meteré el coche en el aparcamiento subterráneo. Pero tengo suerte. Hay una amplia plaza desocupada, donde puedo aparcar mi coche con facilidad. Mi suerte esta tarde no acaba ahí. Cuando voy a obtener el ticket de la OLA se dirige hacia mí una señora, precisamente con uno de esos tickets en la mano. “Puedes utilizarlo – me dice-. Yo ya me voy”. Como no podía ser de otra forma, le dedico la mejor de mis sonrisas: me acaba de ahorrar un euro, sin conocerme de nada, de manera totalmente altruista. En los minutos siguientes, no puedo evitar ponerme a reflexionar sobre el hecho, desde la perspectiva de un economista.
La situación narrada previamente no es extraña. Ocurre, de hecho, con cierta frecuencia. ¿Por qué decidimos dar nuestro ticket a una persona desconocida? Se podría pensar que lo hacemos para aprovechar un ticket que ya está pagado, pero no vamos a recuperar nuestro dinero ni a obtener ningún beneficio o aprovechamiento del ticket actuando así. En realidad, la consecuencia de nuestro acto es la siguiente: un desconocido se va a ahorrar el euro, o los dos euros, que iba a pagar por aparcar su vehículo; a cambio, el Ayuntamiento dejará de ingresar esa cantidad. ¿Qué justificación tiene, desde el punto de vista económico, actuar así?