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Jerarquía

Fue en Sevilla, en primavera. Éramos unos críos en viaje de estudios y queríamos entrar a conocer la catedral, pero alguien que apelaba a las normas del decoro nos lo impedía. Una de nuestras compañeras vestía pantalón corto y ese era el motivo que esgrimía la autoridad –en forma de portero– para no franquearnos el paso a un lugar que, nos recordaba, está destinado al culto. Supongo que mucha gente ha vivido situaciones parecidas, ante las que no cabe más que resignarse y buscar otra alternativa para ocupar el ocio cultural. Pero el caso es que el profesor a cargo de nuestro grupo era precisamente el de religión, sacerdote para más señas, y allí se montó la mundial.

Quienes conocieron a Alberto Pico saben que no era fácil hacerlo enfadar, y yo de hecho no recuerdo haberlo visto en tal disposición de ánimo en ninguna otra ocasión. El cura del Barrio Pesquero intentó hacer ver a aquel hombre que el pantalón corto de una niña en nada ofende el sentimiento religioso de nadie, y que la iglesia que queríamos visitar era un bien cultural y artístico de interés para cualquiera con un mínimo de sensibilidad humana, profesase el credo que profesase o incluso si no profesase ninguno en absoluto. El tono fue subiendo cuando el portero, sordo a cualquier argumentación, se remitía a las normas del obispado para mantenerse en sus trece. A partir de ahí no recuerdo exactamente los términos de la conversación –llamémosla así– pero, con unas u otras palabras, Alberto vino a reclamar la presencia de quien escribió esa norma para poder pedirle cuentas de por qué le preocupaba tanto la vestimenta de una chica y, al mismo tiempo, permitía que en esa misma iglesia se vendieran entradas para subir a la Giralda, postales y toda la parafernalia turístico-religiosa de rigor. Si recuerdan aquello de Jesús y los mercaderes en el templo pueden hacerse una idea de la escena.

Nunca entramos en la catedral de Sevilla, pero la buena noticia es que tampoco terminamos en comisaría. En honor a la verdad, hay que decir que la irritación de Alberto apenas duró un suspiro y que rápidamente se disculpó ante un hombre que ciertamente no tenía culpa de nada. Que lamentara sinceramente el mal rato que le hizo pasar al portero –se pasó el resto del viaje dándole vueltas a aquello– no significa que diera ni un paso atrás en unos argumentos que no hacían sino reflejar una visión de la religión, de la iglesia y del mundo perfectamente coherente con lo que nos transmitía a nosotros en cada una de sus clases, y al resto de las personas en todo momento.

Siempre sorprende constatar el abismo que hay entre la jerarquía eclesiástica y los sacerdotes, o quizá debería decir entre determinada jerarquía eclesiástica y determinados sacerdotes. No soy una persona religiosa, así que esta es una cuestión que no debería preocuparme en exceso, pero lo traigo a colación porque esta misma semana he leído que la Iglesia destina tanto dinero a Cáritas como a financiar la cadena 13TV, y eso es algo que sufrimos todos. Cuesta creer que quien toma una decisión como esa, o el obispo que advertía sobre los peligros de acoger refugiados sirios, tenga ningún tipo de superioridad sobre sacerdotes como Alberto Pico, aunque esa superioridad sea de vuelo tan corto como la que establece una cadena de mando.

Cualquiera, incluso los que solo hayan conocido de oídas al cura del Pesquero fallecido hace ya casi dos años, puede saber qué hubiera opinado él de las ideas del obispo sobre los refugiados y sobre la forma en que Europa está haciendo frente a esta crisis. Ese abismo del que les hablaba es también el que hay hoy entre el común de la ciudadanía europea y el de los políticos que nos mandan. Por alguna razón que debe tener que ver con esa religiosidad que yo no tengo, los cristianos de base no dejan de serlo por alejados que se sientan de las altas jerarquías, pero nadie nos puede pedir a los europeos que hagamos lo mismo con nuestros líderes, o con la propia UE. Porque si Europa era esto, quizá haya que ir pensando en darle la espalda.

Fue en Sevilla, en primavera. Éramos unos críos en viaje de estudios y queríamos entrar a conocer la catedral, pero alguien que apelaba a las normas del decoro nos lo impedía. Una de nuestras compañeras vestía pantalón corto y ese era el motivo que esgrimía la autoridad –en forma de portero– para no franquearnos el paso a un lugar que, nos recordaba, está destinado al culto. Supongo que mucha gente ha vivido situaciones parecidas, ante las que no cabe más que resignarse y buscar otra alternativa para ocupar el ocio cultural. Pero el caso es que el profesor a cargo de nuestro grupo era precisamente el de religión, sacerdote para más señas, y allí se montó la mundial.

Quienes conocieron a Alberto Pico saben que no era fácil hacerlo enfadar, y yo de hecho no recuerdo haberlo visto en tal disposición de ánimo en ninguna otra ocasión. El cura del Barrio Pesquero intentó hacer ver a aquel hombre que el pantalón corto de una niña en nada ofende el sentimiento religioso de nadie, y que la iglesia que queríamos visitar era un bien cultural y artístico de interés para cualquiera con un mínimo de sensibilidad humana, profesase el credo que profesase o incluso si no profesase ninguno en absoluto. El tono fue subiendo cuando el portero, sordo a cualquier argumentación, se remitía a las normas del obispado para mantenerse en sus trece. A partir de ahí no recuerdo exactamente los términos de la conversación –llamémosla así– pero, con unas u otras palabras, Alberto vino a reclamar la presencia de quien escribió esa norma para poder pedirle cuentas de por qué le preocupaba tanto la vestimenta de una chica y, al mismo tiempo, permitía que en esa misma iglesia se vendieran entradas para subir a la Giralda, postales y toda la parafernalia turístico-religiosa de rigor. Si recuerdan aquello de Jesús y los mercaderes en el templo pueden hacerse una idea de la escena.