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Liébana y el empleo ultramarino

Seguramente los tiempos más felices de mi infancia fueran los pasados en Liébana. En uno de esos pueblos por los que la carretera no pasa: llega y acaba en él; más allá solo hay montaña y, al otro lado, León. Íbamos en verano, pero eran los años en que llovía siempre, así que si le dábamos al fútbol parecíamos jugadores de futbolín: apenas nos movíamos, encajados en el barro hasta casi la rodilla, sacábamos uno de los pies para patear el balón cuando nos venía cerca. El balón llegaba cargado de barro, y lo empujábamos hacia la portería, señalada con dos piedras; la portería era única por razones de economía, así que el portero era neutral y nos apuntábamos los tantos según a qué equipo perteneciera el goleador.

Otros ratos íbamos a pescar: vara de avellano, trabajada con la navaja que todos llevábamos, cacho de tanza, anzuelo, gusana. O a esquilar cerezos, a veces a la vista de los adultos, que avisaban:

—Cuidao, que caes. Y si caes, mancas.

Si finalmente caías se interesaban:

—¿Mancaste?

A veces mancabas, pero merecía la pena: no he vuelto a probar cerezas como aquellas. Ni truchas.

Entonces se vivía de las vacas. Y, me parece a mí, también se vivía para las vacas: el trabajo del verano era segar, secar, atropar y almacenar la yerba que las alimentaría durante el invierno. Se segaba la yerba con dalle en prados tan pindios que se colocaba un pie a la altura de la cadera, con la otra pierna completamente estirada: no se hubiera podido meter maquinaria ni aunque la hubiera habido. Y se la acarreaba, tras secarla al sol, en carros tirados por las mismas vacas que la comerían en los meses siguientes. Vacas que la mayor parte del tiempo iban a su aire, con tal libertad que ni su reproducción se controlaba. Había dos toros que eran propiedad comunal, uno de cada raza, para proveer de ganado de tiro y carne, en un caso, y de leche, en el segundo. Ambos pastaban tranquilamente entre las vacas, y no era raro oírle a un vecino avisar a otro:

—Vi al tudanco montando a la tu Rubia.

Y el dueño de la Rubia ya conocía una de las dos variables que determinaban el valor del jato recién encargado: el sexo y la raza.

Los niños éramos un ganado que vivía en un estado oscilante entre la libertad de que gozaba el vacuno y el «como te coja te avío». Estado que garantizaba una seguridad razonable al tiempo que el desarrollo de la inteligencia, porque no podías dormirte en los laureles: había que maquinar todo el tiempo, y correr muchas veces, para hacer lo que querías y que no te cogieran y te aviaran en condiciones.

A veces quienes te aviaban eran tus coetáneos. Como una ocasión que fuimos a Fuente De a ordeñar las vacas, por el camino nos enfrascamos en un intercambio de pedradas junto al río y no pude llegar al ordeño porque no había modo de cortar la hemorragia que me produjo un acierto enemigo, ni con todo el agua del Deva, tan fría como bajaba, y no quedó otro remedio que llevarme a casa ensangrentado hasta los tobillos. Y muchas otras en que la hurria era entre niños de pueblos vecinos. Los de Pido bajábamos por La Gatera a sorprender a los de Espinama. En ocasiones lo conseguíamos, pero la ventaja de la sorpresa duraba poco y era rápidamente compensada con creces por el mayor tamaño del ejército enemigo. Ahí gané la segunda de dos cicatrices calvas que señalaban los lugares donde me habían abierto la cabeza, testimonios de valor en el combate que me hubieran durado toda la vida de no ser por la deforestación imparable que ha propiciado la recalificación de buena parte de mi cuero cabelludo, convertida ahora en frente despejada.

Resumiendo: la vida allí había sido dura muchas veces, muy divertida otras tantas y heroica casi con la misma frecuencia. ¿Cómo hubiera podido olvidarla? Liébana es la única tierra que considero mía; toda la demás una especie de espacio sobrevenido, a donde he tenido que ir para ganarme la vida. Porque en Liébana es difícil hacerlo. Volví a Pido años después y pregunté por los antiguos amigos:

—¿Dónde está Sángel?

—Sángel está en Guatemala, de dependiente de ferretería.

—¿Y Manolín?

—Manolín trabaja de dependiente de ferretería, en Guatemala.

Un par de preguntas más ayuda a desvelar que toda mi generación trabaja ahora en las ferreterías guatemaltecas.

—Pero, ¿tanto se gana en Guatemala de dependiente de ferretería?

—Pues no. Pero al cambio…

No dejemos que la melancolía y la nostalgia nos paralicen. Pensemos en positivo, busquemos ideas. Pensando en el bien del empleo cántabro, quizá pudiéramos sugerirle a Miguel Ángel Revilla, que fue banquero antes que fraile, que pida a sus antiguos jefes que una parte de lo que envían a Panamá lo desvíen a Guatemala, que está cerca (mirando desde aquí). Y que lo inviertan en ferreterías.

Y si el consejero de Cultura lograra que los actores y directores de cine hicieran lo mismo puede que consiguiéramos reducir notablemente el paro no solo entre los lebaniegos, sino también entre campurrianos, cabuérnigos, trasmeranos… Y podríamos fardar de haber contribuido a que Guatemala tenga las ferreterías mejor dotadas de personal del mundo. Lo cual puede que no sea motivo para mucha jactancia. Pero al cambio…

Seguramente los tiempos más felices de mi infancia fueran los pasados en Liébana. En uno de esos pueblos por los que la carretera no pasa: llega y acaba en él; más allá solo hay montaña y, al otro lado, León. Íbamos en verano, pero eran los años en que llovía siempre, así que si le dábamos al fútbol parecíamos jugadores de futbolín: apenas nos movíamos, encajados en el barro hasta casi la rodilla, sacábamos uno de los pies para patear el balón cuando nos venía cerca. El balón llegaba cargado de barro, y lo empujábamos hacia la portería, señalada con dos piedras; la portería era única por razones de economía, así que el portero era neutral y nos apuntábamos los tantos según a qué equipo perteneciera el goleador.

Otros ratos íbamos a pescar: vara de avellano, trabajada con la navaja que todos llevábamos, cacho de tanza, anzuelo, gusana. O a esquilar cerezos, a veces a la vista de los adultos, que avisaban: