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Mujer con patatas fritas

En su momento leí 'El cuento de la criada' de Margaret Atwood y no me impresionó tanto como lo está haciendo la serie de televisión, supervisada por la propia autora, lo cual es una garantía, quizá porque en 1985 me faltaba perspectiva para valorar las consecuencias catastróficas de una involución en materia de derechos de la mujer. Lo que entonces era una lucha solitaria, 'la causa' de una parte de la sociedad, en tres décadas se ha convertido en una reivindicación colectiva e irrenunciable, algo en lo que todos como grupo nos jugamos el futuro. Ahora ya sabemos que nada será posible, no habrá porvenir si las mujeres y los hombres no vamos a la par, juntos, como iguales. Y ojalá esto sea una obviedad.

En 1989 se hizo una versión cinematográfica de la misma novela, dirigida por Volker Schlöndorff, con Natasha Richardson, y vista ahora resulta incomprensiblemente machista. No solo por la elección de una protagonista tan atractiva que utilizaba sus encantos para dominar la situación desde el principio, sino por una secundaria tan poderosa como Faye Dunaway, que en modo alguno podía hacer de mujer sumisa y consentida. El gran acierto de la serie de televisión ha sido Elisabeth Moss, cuyo aspecto de mujer normal que destaca por su inteligencia permite una correcta identificación del espectador, sin despistes maniqueos. Juega en su favor la duración, casi diez horas solo la primera temporada, pero sobre todo el aire de perplejidad mezclado con horror que no conseguía tener la película.

Perplejidad y horror son precisamente los sentimientos que manifestamos hoy en día ante el machismo, el tipo de terrorismo más extendido en el planeta, reservando el primero para occidente y el segundo para el resto del mundo. Tanto el discurso de Emma Watson en la ONU en 2014, como las recientes declaraciones de Emilia Clarke a raíz de la discriminación sexista en Hollywood, ponen de manifiesto su profunda extrañeza ante un problema que ellas pensaban superado. Ninguna de las dos 'se puede creer' que la situación continúe en un estado tan lamentable, tan patético. El lugar de privilegio que ambas ocupan nubla su percepción de la realidad, que ha evolucionado mucho menos de lo deseable. El creciente obituario femenino por causa de los malos tratos en un claro exponente. Y eso que hablamos del occidente presuntamente civilizado.

En el lado del horror sobran ejemplos y basta con ver 'La mujer del animal' de Víctor Gaviria (2016) para estremecerse como en la más espantosa película de miedo. Aunque los hechos que recoge son de 1985 en un barrio de chabolas de Medellín, en buena parte del mundo ésa sigue siendo la realidad diaria de muchas mujeres, tratada como carne para los lobos. Las constantes violaciones en la India, los apedreamientos en países árabes, la ablación que se sigue practicando en África (y puede en que en la ciudad más próxima, Santander, Bilbao, unos inmigrantes se lo estén  haciendo a una niña en estos momentos, con el consentimiento y el amparo de su comunidad), son una muestra de que en ciertas cuestiones no andamos lejos de la Edad Media. La religión, todas las religiones, son responsables de ello. Y el poder rancio, que vive más tranquilo si la mitad de la población sigue enfrentada a la otra mitad.

En cualquier caso es una responsabilidad de los países más desarrollados instaurar las pautas que permitan solucionar el problema para aplicarlo a los demás, y estamos todavía muy lejos de tener encarrilado el tema. Basta fijarse en cómo se revuelven muchos hombrecitos cada vez que se cuestionan sus injustos privilegios, cómo ladran los articulistas cipotudos o las barbaridades que sigue diciendo Trump sin que nadie lo lleve a los tribunales. Además el ámbito público y privado no coinciden, hay demasiados hombres que aparentan ser civilizados cara a la galería pero en su casa son unas malas bestias, y mujeres que afirman que nunca se dejarían pisar hasta que se encuentran sangrando en un rincón de la cocina.  La teoría, como es habitual, va muy por delante de la práctica. Admitir que seguimos siendo una sociedad machista es más positivo que negarlo, con vistas a implementar soluciones reales, porque bajar la guardia es muy peligroso. Los tiempos del mono empalmado y violento deben pasar a la historia.

En este sentido conviene ver la película israelí 'Bar Bahar' de Maysaloun Hamoud, donde tres mujeres palestinas que viven juntas en un apartamento de Tel Aviv tienen que enfrentarse a las contradicciones entre la vida moderna y la tradición. Es una película sencilla, llena de sutilezas, que desenmascara con eficacia el cinismo de una sociedad incapaz de cambiar y evolucionar hacia un futuro más justo para todos. Porque de eso se trata, de comprender que nuestras tradiciones se asientan sobre la injusticia, la desigualdad y el inmovilismo, como ciénagas donde el agua se corrompe por falta de movimiento.

Un futuro que imita al presente no es futuro, no contiene esperanza. Aunque nos crispe los nervios, no podemos dejar pasar ni una, como han hecho en Pamplona durante los sanfermines. La alerta debe ser permanente, nos jugamos demasiado. Hay que actuar con la contundencia de aquel intelectual que respondió indignado a la pregunta, cuando todavía se preguntaban esas majaderías: “¿Cómo le gustan a usted las mujeres?”, con una respuesta de ironía brutal: “Con patatas fritas, por supuesto”.

En su momento leí 'El cuento de la criada' de Margaret Atwood y no me impresionó tanto como lo está haciendo la serie de televisión, supervisada por la propia autora, lo cual es una garantía, quizá porque en 1985 me faltaba perspectiva para valorar las consecuencias catastróficas de una involución en materia de derechos de la mujer. Lo que entonces era una lucha solitaria, 'la causa' de una parte de la sociedad, en tres décadas se ha convertido en una reivindicación colectiva e irrenunciable, algo en lo que todos como grupo nos jugamos el futuro. Ahora ya sabemos que nada será posible, no habrá porvenir si las mujeres y los hombres no vamos a la par, juntos, como iguales. Y ojalá esto sea una obviedad.

En 1989 se hizo una versión cinematográfica de la misma novela, dirigida por Volker Schlöndorff, con Natasha Richardson, y vista ahora resulta incomprensiblemente machista. No solo por la elección de una protagonista tan atractiva que utilizaba sus encantos para dominar la situación desde el principio, sino por una secundaria tan poderosa como Faye Dunaway, que en modo alguno podía hacer de mujer sumisa y consentida. El gran acierto de la serie de televisión ha sido Elisabeth Moss, cuyo aspecto de mujer normal que destaca por su inteligencia permite una correcta identificación del espectador, sin despistes maniqueos. Juega en su favor la duración, casi diez horas solo la primera temporada, pero sobre todo el aire de perplejidad mezclado con horror que no conseguía tener la película.