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Opinión - La fiesta acaba de empezar. Por Esther Palomera

Propósitos

Como todos los años, en los primeros días del mes de enero, en plena cuesta hacia ninguna parte, muchos de nosotros nos hacemos el propósito de modificar algunos de nuestros hábitos. Lo mismo que las rebajas en los grandes almacenes, el habitual incremento de los impuestos indirectos, el regreso de los niños a las aulas escolares o la concesión del Balón de Oro a algún futbolista hortera, esta es una tradición adquirida -en su mayor parte baldía- que trata de renovar algunas de las pequeñas rutinas que conforman nuestro pequeño, íntimo, monótono y limitado mundo: así hay quienes se conjuran para dejar de fumar, para visitar los países más lejanos, para comer pescado azul todos los viernes, para practicar deporte en las horas libres o para seducir de una vez por todas a la vecina de enfrente, pero como para gustos están hechos los colores, también hay quienes se muestran bastante menos ambiciosos y se conforman con el propósito de procurar hablar con su mascota doméstica menos de política y más de ciclismo, de supersticiones, de recuerdos mal digeridos o de obras arquitectónicas de tan escaso atractivo como el Centro Botín.

Lo cierto es que no resulta nada fácil huir de uno mismo. Ni fácil ni barato. Tal vez por eso, año tras año, una vez superado el entusiasmo inicial de los propósitos para el año que comienza, avanzado ya el invierno e inmersos de lleno en la costosa tarea de madrugar, afeitarse, tuitear, hacer dinero, soportar a nuestros semejantes y maleducar a nuestros descendientes, poco a poco, casi todos vamos claudicando de nuestros propósitos más por cansancio de nosotros mismos que por falta de interés.

Lo mismo da que el año en que vivamos sea bisiesto, olímpico, caluroso, muy húmedo o electoral como este, ya que el mundo, al igual que la programación televisiva, parece que discurre sin propósito alguno. Más por inercia que por inteligencia. Movido por el azar, la costumbre y las leyes naturales y administrado por unos individuos que no parecen tener más propósito que saciar su descomunal codicia, su vanidad, su lujuria o su obstinada necedad.

Entre otras muchas cosas, Albert Einstein decía que en esta vida sólo hay dos cosas ilimitadas, el universo y la estupidez humana. Yo no sé lo que el año nuevo ha de depararle a este desquiciado territorio histórico denominado España, aunque mucho me temo que nada bueno, dado que el propósito de los “ilimitados” parece tener como objetivo la destrucción de la sociedad, destruyendo no solo los servicios públicos sino también las instituciones públicas enfangadas en ese pestilente asunto de la corrupción; instituciones y servicios, por cierto, que tanto tiempo, dinero, esfuerzo y cadáveres nos ha costado mantener en pie. En fin, sic transit gloria mundi o lo que es lo mismo, que este inicio periodístico, el de este nuevo diario cántabro, sea para bien. Amén.

Como todos los años, en los primeros días del mes de enero, en plena cuesta hacia ninguna parte, muchos de nosotros nos hacemos el propósito de modificar algunos de nuestros hábitos. Lo mismo que las rebajas en los grandes almacenes, el habitual incremento de los impuestos indirectos, el regreso de los niños a las aulas escolares o la concesión del Balón de Oro a algún futbolista hortera, esta es una tradición adquirida -en su mayor parte baldía- que trata de renovar algunas de las pequeñas rutinas que conforman nuestro pequeño, íntimo, monótono y limitado mundo: así hay quienes se conjuran para dejar de fumar, para visitar los países más lejanos, para comer pescado azul todos los viernes, para practicar deporte en las horas libres o para seducir de una vez por todas a la vecina de enfrente, pero como para gustos están hechos los colores, también hay quienes se muestran bastante menos ambiciosos y se conforman con el propósito de procurar hablar con su mascota doméstica menos de política y más de ciclismo, de supersticiones, de recuerdos mal digeridos o de obras arquitectónicas de tan escaso atractivo como el Centro Botín.

Lo cierto es que no resulta nada fácil huir de uno mismo. Ni fácil ni barato. Tal vez por eso, año tras año, una vez superado el entusiasmo inicial de los propósitos para el año que comienza, avanzado ya el invierno e inmersos de lleno en la costosa tarea de madrugar, afeitarse, tuitear, hacer dinero, soportar a nuestros semejantes y maleducar a nuestros descendientes, poco a poco, casi todos vamos claudicando de nuestros propósitos más por cansancio de nosotros mismos que por falta de interés.