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Temporada de patos, temporada de conejos

Cuando yo era niño tuve un amigo socialdemócrata. Después de la escuela, nos arrojaban a los dos a la calle con un trozo de pan y una onza de chocolate, no daba para más. Él llevaba el pan en una mano y la onza en la otra, yo enterraba la onza en el pan. Él dosificaba el chocolate y le daba pequeños mordiscos, yo comía el pan en seco y esperaba con emoción la llegada del mordisco que incluía chocolate. La diferencia entre nuestras caras es que la suya era serena, equilibrada, mientras que la mía ostentaba unos ojos deslumbrados, ansiosos, ilusionados.

Esto sucedía a mediados del siglo pasado, en plena dictadura, y éramos tan pequeños que no teníamos ni pensamiento propio. Cuando íbamos a jugar, a mi amigo su madre siempre le decía “no te hagas mucho daño” mientras que a mí me decían “diviértete, pásalo bien”. Vivíamos en un barrio obrero, soñábamos con neveras llenas de comida y con el futuro, aunque no sabíamos lo que eso significaba. Todo era presente inmediato y había que sacarle rendimiento a la infancia. Regresar a casa ilesos era un deshonor, en la mía no te daban de cenar si no estabas herido; en la suya sí.

Recuerdo en particular una tarde en que fuimos a unas casas abandonadas. Para entrar había que encaramarse a un muro muy alto y desde éste saltar al borde de otro muro. La distancia era considerable, la hostia segura. Éramos nueve chavales. Mi amigo dijo que no iba a saltar, que no quería hacerse sangre, y le mandamos a la mierda porque la gracia estaba precisamente en sangrar. Uno a uno volamos por el aire, lo logramos, pero con el resultado de un labio partido, dos codos desgarrados y en general las rodillas hechas polvo, las mías por ejemplo, con regueros de sangre hasta los tobillos. Cuando regresamos al barrio, machacados como héroes milenarios, mi amigo nos estaba esperando, impoluto y bien peinado. Los otros le despreciaron, pero yo le acompañé hasta su portal y, para mi sorpresa, antes de entrar se despeinó y se tiró al suelo rodando como una croqueta hasta quedar presentable. Entonces supe que era socialdemócrata, aunque todavía no conocía esa palabra.

Años después dejamos de tener relación, la dictadura comenzó a venirse abajo y muchos del barrio nos metimos en la izquierda natural, por simple genética. Alfonso, sin embargo, se dejaba ver por ahí en alguna asamblea pero sin ganas de comprometerse en nada. Luego oímos decir que andaba con los socialistas, que entre nosotros tenían muy mala fama. Cuando Felipe González renunció al marxismo, me dijeron que Alfonso empezaba a destacar entre la militancia. Y le perdí la pista.

Nos encontramos por casualidad el sábado pasado en Aranda de Duero. Nosotros íbamos en un pequeño autobús alquilado a la concentración de la Puerta del Sol. Uno de la cuadrilla me lo señaló y fui a saludarle. Después del preceptivo ‘cómo te va la vida, la pareja, los hijos’, me comentó que era compromisario socialista y que iba a Madrid a la votación del Secretario General. Le felicité por el cargo, soy de buen talante, pero él me miró con el desdén y la soberbia característicos de los suyos y me espetó: “Ya te vale, con los podemitas, a tu edad…” No le dije nada, me quedé cortado. Lo peor es que añadió: “Nosotros, los de la izquierda, vamos a impedir que sigáis haciendo el payaso. Sois una vergüenza.”

No voy a describir la mirada que le eché, el equivalente a mandarle a la mierda cuando de niño no quiso saltar el muro. Su poca educación me recordó a la bancada del PP, gente sin capacidad alguna para el diálogo. Le deseé buena suerte en la votación y me fui con los míos. Mas tarde, en el autobús, comenté el encuentro con mi compañero de asiento, uno de la cuadrilla de siempre. Le escandalizó que Alfonso se considerara de izquierdas y dijo: “Para ser de izquierdas hay que aceptar riesgos y ése no se ha arriesgado en su puta vida”. Luego se burló de él: “¿Te lo imaginas detrás de un micrófono?: Compañeras, compañeros, mascotas y toros de la dehesa, he venido a pedir vuestro voto para hacer con él lo que le dé la gana al Ibex 35… Sociata de los huevos…”.

Le reí la gracia, pero se me quedó en la cara un gesto amargo. ‘Qué pena’, pensé. Y justo en ese momento, alguien del autobús propuso ponerles una de dibujos animados a los críos, que llevábamos media docena de chavalines bastante aburridos con el viaje. El conductor puso una vieja cinta de Merrie Melodies, ésa en la que Bugs Bunny y el Pato Lucas intentan engañar a Elmer, que hace de cazador, alternando carteles que ponen: ‘Temporada de patos, temporada de conejos’. Todos la recordábamos y aplaudimos al final cuando Elmer reconoce que a él le da igual patos o conejos, que solo caza para divertirse porque en realidad es vegetariano. Alguien dijo: “Elmer es del PP, así que temporada de Elmer”.

Luego los kilómetros fueron pasando por esa España vacía y ya cerca de Madrid repasamos nuestras aportaciones para la concentración de Sol. La más votada fue: ‘La calle es mi institución y el móvil es mi urna’. Nada más llegar compraríamos unos palos, un plástico grande y rotuladores. Nos rascamos el bolsillo y pusimos un escote.

Cuando yo era niño tuve un amigo socialdemócrata. Después de la escuela, nos arrojaban a los dos a la calle con un trozo de pan y una onza de chocolate, no daba para más. Él llevaba el pan en una mano y la onza en la otra, yo enterraba la onza en el pan. Él dosificaba el chocolate y le daba pequeños mordiscos, yo comía el pan en seco y esperaba con emoción la llegada del mordisco que incluía chocolate. La diferencia entre nuestras caras es que la suya era serena, equilibrada, mientras que la mía ostentaba unos ojos deslumbrados, ansiosos, ilusionados.

Esto sucedía a mediados del siglo pasado, en plena dictadura, y éramos tan pequeños que no teníamos ni pensamiento propio. Cuando íbamos a jugar, a mi amigo su madre siempre le decía “no te hagas mucho daño” mientras que a mí me decían “diviértete, pásalo bien”. Vivíamos en un barrio obrero, soñábamos con neveras llenas de comida y con el futuro, aunque no sabíamos lo que eso significaba. Todo era presente inmediato y había que sacarle rendimiento a la infancia. Regresar a casa ilesos era un deshonor, en la mía no te daban de cenar si no estabas herido; en la suya sí.