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Vanidad, naufragios y distancias lunares

Dice Jesús Ortiz sobre ‘Longitud’ que algunos de los libros que se venden por millones merecen claramente su éxito. En su condición de editor independiente –profesión heroica donde las haya– Jesús no sabe mucho de vender libros por millones, pero su autoridad cuando habla de merecimientos es difícil de discutir, lo que me evita tener que añadir más elogios para volver sobre la obra de Dava Sobel. O quizá solo uno más: como todos los libros que merecen la pena, este está lleno de perchas de las que colgar algunas ideas casi propias con las que construir un artículo como este. Porque lo que cuenta la escritora estadounidense es la carrera por encontrar un método que permitiese a los navegantes saber en qué meridiano se encontraban, pero el libro habla de muchas más cosas. De egos y prejuicios, por ejemplo.

En realidad, y cuanto menos de una forma teórica, la forma de determinar la longitud era perfectamente conocida a la altura de 1714, cuando los británicos ofrecieron una recompensa a quien diera con un método para hacerlo. Bastaba fijar el momento en que el sol pasaba por el meridiano del lugar –esto es, el mediodía– y compararlo con la hora a la que se producía esa misma circunstancia en un lugar del que se conocieran sus coordenadas. El observatorio londinense de Greenwich, por poner el caso. Si el sol tarda 24 horas en recorrer los 360 grados de la circunferencia de la tierra, y aquí el mediodía se ha producido un cuarto de hora más tarde que en Londres, basta hacer una regla de tres para determinar cuántos grados al oeste de ese punto nos encontramos. Tan fácil que hasta yo lo entiendo. El problema es que la falta de precisión de los relojes hacía imposible saber qué hora era en Londres, ni en ningún otro lugar distinto al del propio barco, donde esa información podía confiarse a la irreprochable puntualidad del sol.

En la carrera de la longitud se formaron entonces dos bandos distintos: en uno estaban los científicos que buscaban la respuesta en Júpiter o la distancia lunar, mediante complicados cálculos y observaciones. En el otro, un relojero. Iba a escribir bandos irreconciliables, pero no sería justo porque entre los primeros hubo quienes apoyaron a Harrison –el relojero– y confiaron en su éxito tanto como en el propio. Fue el caso de Newton, o Halley, que no vivieron para ver cómo se resolvía el problema ni tampoco llegaron a saber de las mil trabas que sus colegas pusieron al fabricante de relojes en los años posteriores. Newton y Halley. El nombre de los científícos que se dejaron vencer por sus egos y por sus prejuicios no les dirá nada –a no ser que sean ustedes personas versadas en física o astronomía– y ahí tenemos una primera lectura que hacer sobre este asunto.

Explicaba antes lo sencillo que era el sistema de comparar mediodías, y su imposible aplicación práctica. Para que el método funcionase sería necesario llevar a bordo un reloj con la hora de Londres y que este no adelantara o atrasara más allá de unos pocos –poquísimos– segundos cada día. Parece fácil, pero cualquiera que tenga en su muñeca un reloj mecánico, y eso incluye a los carísimos modelos suizos, puede hablar de lo complicado del empeño. Súmenle que a bordo de un barco el mecanismo tiene que mantener inalterado su latir pese al continuo balanceo y los constantes cambios de presión y temperatura, y terminarán por dar la razón a quienes en el siglo XVIII pensaron que intentar construir un ingenio con la precisión que requería el cálculo de la longitud era, valga la expresión, una pérdida de tiempo.

El desenlace de todo esto puede leerse en el resumen que aparece en las solapas del libro de Sobel, así que no descubro nada si digo que tanto los científicos como Harrison dieron con una solución al problema. Aquellos mediante complicadísimos cálculos y observaciones, que obligaban al capitán a encerrase en su camarote durante horas para dar con las coordenadas de su posición, y este construyendo un cronómetro de extraordinaria precisión, que hacía posible realizar la sencilla regla de tres que permite determinar la longitud cada mediodía. A nadie debería escapársele que, más allá de su valor teórico y de toda la erudición que llevaba detrás, el primer método era inviable en la práctica.

Lo sorprendente, o acaso no tanto, es que los hombres de ciencia pusieron todo el empeño en ningunear el valor de la invención de Harrison, poniendo mil obstáculos para impedir que este recibiera la recompensa prometida: la solución a un problema científico tenían que darla ellos, no un relojero. Otra sorpresa que quizá no lo sea tanto es que en su empecinamiento contaron con el apoyo de algunos marinos, que preferían medir distancias lunares y hacer complicados cálculos –una tarea a la altura de su talento, y su vanidad– y recelaban de un método al alcance de cualquiera. No eran marinos como Cook, o cualquier otro cuyo nombre recuerde la historia, porque esos vieron la utilidad del cronómetro desde los primeros prototipos. Muchos de los recelosos estaban cargados de títulos y no salían nunca de sus despachos, pero suya era la autoridad como suyo es ahora el olvido.

Soberbia, vanidad, prejuicios. También miedo a los cambios, y a que estos derriben las barreras que nos separan de nuestras inseguridades. Puede encontrarse el rastro de todo esto allá donde se mire: en muchas de las cosas que los viejos políticos dicen de los nuevos, por ejemplo, o en el apocalipsis que se anuncia cada vez que lo que solo estaba al alcance de unos pocos pasa a estar más cerca de muchos. También en el vértigo que sentimos los periodistas cuando, perdida para siempre la exclusividad del acceso a los lectores, nos encontramos con que solo nuestro trabajo puede hacernos diferentes. No digo que ante eso la lectura de ‘Longitud’ evite que uno caiga en comportamientos tan poco edificantes como los de los científicos frente a Harrison, pero si se da el caso y al igual que el cronómetro construido por este, permite al menos saber dónde se ha producido exactamente el naufragio.

Dice Jesús Ortiz sobre ‘Longitud’ que algunos de los libros que se venden por millones merecen claramente su éxito. En su condición de editor independiente –profesión heroica donde las haya– Jesús no sabe mucho de vender libros por millones, pero su autoridad cuando habla de merecimientos es difícil de discutir, lo que me evita tener que añadir más elogios para volver sobre la obra de Dava Sobel. O quizá solo uno más: como todos los libros que merecen la pena, este está lleno de perchas de las que colgar algunas ideas casi propias con las que construir un artículo como este. Porque lo que cuenta la escritora estadounidense es la carrera por encontrar un método que permitiese a los navegantes saber en qué meridiano se encontraban, pero el libro habla de muchas más cosas. De egos y prejuicios, por ejemplo.

En realidad, y cuanto menos de una forma teórica, la forma de determinar la longitud era perfectamente conocida a la altura de 1714, cuando los británicos ofrecieron una recompensa a quien diera con un método para hacerlo. Bastaba fijar el momento en que el sol pasaba por el meridiano del lugar –esto es, el mediodía– y compararlo con la hora a la que se producía esa misma circunstancia en un lugar del que se conocieran sus coordenadas. El observatorio londinense de Greenwich, por poner el caso. Si el sol tarda 24 horas en recorrer los 360 grados de la circunferencia de la tierra, y aquí el mediodía se ha producido un cuarto de hora más tarde que en Londres, basta hacer una regla de tres para determinar cuántos grados al oeste de ese punto nos encontramos. Tan fácil que hasta yo lo entiendo. El problema es que la falta de precisión de los relojes hacía imposible saber qué hora era en Londres, ni en ningún otro lugar distinto al del propio barco, donde esa información podía confiarse a la irreprochable puntualidad del sol.