Artículos de opinión de Javier Gallego, director del programa de radio Carne Cruda.
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No dejo de pensar estos días en la frase de Regan, la niña de El exorcista, cuando está poseída por el demonio: “Pero mira lo que ha hecho la guarra de tu hija”. La sentencia de la Manada y otras que hemos conocido a raíz de este caso, ponen todas una parte de culpa en la víctima. Algo ha hecho mal, algo no ha hecho bien. Parece que la mujer no se defiende lo suficiente, que no cierra las piernas todo lo que debería, que abre la boca, el ano y la vagina más de lo necesario, que no se queja ni sufre tanto como para hablar de violencia, que no está tan intimidada como para llamarlo violación.
Lo dice el fallo de la Manada, que es un fallo en todos los sentidos de la palabra y describe a una mujer acorralada y sometida pero paradójicamente no forzada. Lo dice otro fallo de tres juezas de la Audiencia de Barcelona que han dictaminado que penetrar a una chica de 15 años en estado de shock no es violencia porque no hubo fuerza ni amenazas, lo que indica “consentimiento o por lo menos una oposición no activa”. Lo dice otra sentencia de la Audiencia de Cantabria que en 2017 no consideró violación los abusos a una niña desde los 5 a los 10 años porque ella “no opuso resistencia”. ¡Pero mira lo que ha hecho la guarra de tu hija!
Me he tomado la molestia de leerme el voto particular absolutorio de la Manada y lo ha sido en toda regla: una molestia. El texto, mucho más largo que el resto de la sentencia, está plagado de los mismos juicios de valor y contradicciones de los que acusa a la denunciante y a los dos jueces que condenan. No ve si la chica tiene los ojos abiertos o cerrados, pero sí que está “relajada y distendida”. No ve “pudor” en la mujer, como si lo normal cuando te violan, fuera taparte. Donde los otros magistrados aprecian gritos de dolor o miedo, él escucha gemidos de placer. Acepta un placer biológico inevitable pero luego lo utiliza para suponer que gemir es consentir. Más que lógico, como pretende aparentar, su escrito es pornófilo.
Sigo. Aunque uno de los condenados dice “illo, esto no tiene guasa”, él habla de jolgorio generalizado. Afirma que agarrar el pene durante una felación o moverse rítmicamente durante las penetraciones es participar, obviando que puede hacerse para evitar más daño o para plegarte a tus agresores, como la propia chica explicó. Y termina por preguntarle a ella si advirtió a los acusados de que estaba en estado de shock, una pregunta tan insultante y absurda como aquella de una jueza de Vitoria a una violada: ¿Cerro bien las piernas? No hay más preguntas, señoría.
Llama la atención que la desconfianza del juez hacia los cambios en la declaración de la denunciante, no la tenga hacia unos hombres, entre ellos un Guardia Civil y un militar, que alardean de salir a violar con drogas, que están acusados de otro abuso y que la dejaron tirada en el portal y le robaron el móvil para que no pudiera pedir ayuda. Ésa es otra. El robo no se cuestiona aunque no se resistiera, pero para que sea violación, te tienes que enfrentar a tus atacantes y arriesgarte a que te maten. Como a Diana Quer, como a Nagore Laffage, como a tantas.
Para cualquier persona sensata y para el Convenio de Estambul, firmado por España, penetrar a alguien contra su voluntad es una forma de agresión. No para nuestro Código Penal. Ahora una Comisión de penalistas va a estudiar una posible reforma de los delitos sexuales, pero son minoría las mujeres con mirada de género invitadas y sólo han sido incluidas con posterioridad ante la oleada de críticas. Nuestra justicia, como nuestra sociedad, necesita un exorcismo que extirpe el demonio machista.
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