Si tuviera que comprimir en una sola frase mis sensaciones durante el confinamiento yo diría que el tiempo se ha detenido. Naturalmente no me refiero al tiempo físico, que sigue corriendo como siempre, sino al tiempo subjetivo que todos llevamos instalado de fábrica en nuestra cabecita, que es el único que entiende de pasado, presente y futuro.
Los que ya tenemos unos años todavía nos acordamos de cuando toda nuestra vida giraba en torno a la idea del progreso indefinido de la humanidad, de cuando confiábamos en la ciencia, en las enseñanzas de la historia o de la filosofía y por supuesto, en la utilidad del esfuerzo personal para asimilar todas estas enseñanzas, adquirir habilidades y convertirnos en hombres y mujeres de provecho. En aquel universo de certezas teníamos un pasado en el que reconocernos, un futuro lleno de posibilidades y un presente entendido siempre como trampolín hacia el futuro. Estudiábamos, trabajábamos, planificábamos nuestra vida, intentábamos acumular activos duraderos y estábamos dispuestos a realizar pequeños o grandes sacrificios en el presente porque no teníamos ninguna duda de que el futuro premiaría nuestra perseverancia.
No sé muy bien cómo pasó, pero lo cierto es que poco a poco la dirección que nos señalaba la historia fue perdiendo nitidez, el futuro dejó de ser prometedor, y el presente tuvo que adaptarse a un mundo sin futuro. Se acabó lo de sacrificarse hoy para disfrutar mañana porque el mañana ya no existía y nuestra vida se fue limitando a una sucesión infinita de instantes más o menos gozosos cerrados sobre sí mismos. Nuestra experiencia dejó de tener pasado, presente y futuro para centrarse en el presente continuo.
Zygmunt Bauman asocia este tiempo sin pasado y sin futuro a la cultura consumista. Según él, nos hemos acostumbrado a llenar nuestra vida con un ciclo cada vez más rápido de deseos urgentes, compras compulsivas, alegrías pasajeras, insatisfacción sobrevenida, cubo de la basura y vuelta a empezar, y el comportamiento consumista lo ha acabado inundándolo todo, nuestra vida familiar y social, nuestro trabajo, nuestro ocio y nuestro pensamiento. Consumo rápido de productos pero también de información, de ideas de usar y tirar, ideologías, religiones, amores, viajes maravillosos, programas electorales o líderes políticos. En realidad nunca sabremos si fue el consumismo el que nos dejo sin futuro, o la ausencia de futuro la que nos llevo al consumismo, como si tratáramos de sustituir la ausencia de perspectivas con una sucesión de chutes incesantes de autoestima que nos mantuviera adormecidos y contentos. Sea como fuere lo cierto es que llevamos algún tiempo viviendo el presente sin prestar mucha atención a la experiencia pasada ni interesarnos demasiado por las consecuencias a largo plazo de nuestros actos. Todo se ha convertido en un inmenso mercado de usar y tirar donde lo único que importa son las satisfacciones inmediatas.
En un mundo sin futuro no tiene sentido planificar ni aprender del pasado. Tampoco lo tiene esforzarse en hacer algo duradero, porque todo es efímero, incluso la memoria. Es muy importante, en cambio, estar siempre ocupado en multitud de tareas urgentes y resolverlas en el acto, porque será la mejor manera de elevar nuestra autoestima y recibir gratificaciones inmediatas. Da igual si lo hacemos bien o mal, al fin y al cabo ¿quién estará allí para recordarlo? Si además queremos tener alguna presencia pública tendremos que tener en cuenta que, en ausencia de futuro, lo importante no es hacer sino comunicar, y que a medida que la memoria de los espectadores se acorta, cada vez será más necesario lanzar continuamente mensajes cortos y sencillos para estar siempre ahí y evitar el olvido. Antes se decía que el que se movía no salía en la foto, pero en realidad sucede todo lo contrario, hay que estar moviéndose continuamente para salir todos los días en las fotos, y si dejas de moverte te caes de la bicicleta.
Pues bien, cuando parecía que todos los actores y espectadores de esta historia habíamos asimilado el “no future” y estábamos plácidamente instalados en el presente continuo, ha llegado el dichoso confinamiento y nos ha dejado también sin presente. Un solo virus ha sido capaz de detener el tiempo y comprimir nuestro espacio en unos pocos metros cuadrados, situándonos en algo parecido a eso que los físicos llaman una singularidad espaciotemporal. En una singularidad no sabemos muy bien cómo funcionan las leyes de la física, en las singularidades históricas no sabemos qué va a ser de la economía, qué va a ser de nosotros, cómo vamos a organizarnos ni cómo van a funcionar el liderazgo y los mensajes públicos. No tenemos futuro, no tenemos presente y estamos solos.
Los expertos nos dicen que para pasar este trance lo mejor es mantener las rutinas, pero se olvidan de que hasta ahora nuestra felicidad se basaba precisamente en todo lo contrario, en usar y tirar productos, mensajes o experiencias, en el cambio compulsivo y permanente. En un mundo sin futuro la rutina puede resultar corrosiva. Poco a poco se nos acaban los deseos, no tenemos objetivos que perseguir y nos devoran la angustia, el aburrimiento y la impaciencia. Intentamos en vano romper la rutina acudiendo a los medios en busca de novedades, mantener nuestra actividad social intercambiando memes ingeniosos o compartiendo actividades culturales enlatadas, pero lo único que conseguimos, y no es poco, es decirnos los unos a los otros que seguimos ahí, esperando que el reloj se ponga de nuevo en marcha. Al fin y al cabo, la presencia de los otros, aunque sea en la distancia, sigue siendo el único bálsamo que nos queda.
Los que salen en la tele, y sobre todo los que quieren salir para intentar liderar el desconcierto, siguen aferrados a las viejas rutinas del presente continuo y lanzan permanentemente mensajes banales con el único objetivo de mantenerse en nuestra memoria, pero cada vez nos cuesta más trabajo mantener la memoria encendida para escucharlos. La singularidad espaciotemporal lo devora todo como un agujero negro.
No sé cómo vamos a salir de ésta, creo que nadie lo sabe, pero me cuesta creer que cuando el nuevo tiempo comience nosotros sigamos en el mismo sitio, como si pudiéramos cortar limpiamente un pedazo de nuestras vidas y continuar con lo que estábamos haciendo. En el mundo físico las singularidades suelen señalar el final de un mundo y el comienzo de otro, aunque no podamos vislumbrar el nuevo mundo hasta que no pasamos por el ojo de la aguja y dejamos atrás el viejo. Algo parecido va a pasar con nuestra vida. Esperemos que sea para bien. Mientras tanto, yo procuro leer despacio, reflexionar y aferrarme a las cosas que funcionaron en otro tiempo, cuando todavía teníamos futuro. Para resolver la crisis sanitaria tendremos que encontrar una vacuna, para resolver la crisis económica tendremos que ponernos en manos de otros expertos, pero para salir de la angustia tenemos que encontrar un futuro, y la única manera que conozco de encontrar algo es buscando. Eso sí tenemos que hacerlo nosotros.
Si tuviera que comprimir en una sola frase mis sensaciones durante el confinamiento yo diría que el tiempo se ha detenido. Naturalmente no me refiero al tiempo físico, que sigue corriendo como siempre, sino al tiempo subjetivo que todos llevamos instalado de fábrica en nuestra cabecita, que es el único que entiende de pasado, presente y futuro.
Los que ya tenemos unos años todavía nos acordamos de cuando toda nuestra vida giraba en torno a la idea del progreso indefinido de la humanidad, de cuando confiábamos en la ciencia, en las enseñanzas de la historia o de la filosofía y por supuesto, en la utilidad del esfuerzo personal para asimilar todas estas enseñanzas, adquirir habilidades y convertirnos en hombres y mujeres de provecho. En aquel universo de certezas teníamos un pasado en el que reconocernos, un futuro lleno de posibilidades y un presente entendido siempre como trampolín hacia el futuro. Estudiábamos, trabajábamos, planificábamos nuestra vida, intentábamos acumular activos duraderos y estábamos dispuestos a realizar pequeños o grandes sacrificios en el presente porque no teníamos ninguna duda de que el futuro premiaría nuestra perseverancia.