No todos los profesionales sanitarios son capaces de transmitir la empatía, el respeto, los mensajes positivos y el acompañamiento necesario a una familia cuyo hijo o hija va a morir. No hay protocolos claros en este sentido y en la mayoría de los casos queda en manos de las propias aptitudes de médicos, especialistas, intensivistas o enfermeros. Eso a veces funciona y otras veces no, lo que puede tener consecuencias muy negativas para el duelo de la familia. Una de las principales causas es el tabú que en España sigue existiendo en torno a la muerte, que se agrava en el caso de los niños y niñas, es decir, de la muerte en Pediatría.
Para romper estos muros, la Sociedad de Pediatría de Madrid y Castilla-La Mancha ha organizado esta semana en Toledo la segunda edición de su “Jornada de Atención al niño que no se cura y a la muerte en Pedíatría”, centrada en la intervención emocional en las muertes neonatales o perinatales. Han participado todo tipo de profesionales sanitarios pero también terapeutas de música o de interpretación como payasos especializados en niños ingresados en hospitales. La conclusión extraída por muchos de ellos es la importancia de su trabajo para garantizar que “ese trozo final de la vida sea lo menos traumático posible”.
Sylvia Belda es vocal de Hospitales de la Sociedad de Pediatría de Madrid y Castilla-La Mancha y pediatra de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Universitario 12 de Octubre de Madrid. Como organizadora de las jornadas, no duda del tabú que impera sobre este tema y por eso opina que estas iniciativas cubren un “hueco”. “El sufrimiento y la muerte son algo con lo que nos encontramos todos los que trabajamos en el ámbito sanitario pero tenemos muy poca formación específica para gestionarlo”, explica. Así, el objetivo de jornadas es comunicar a otros profesionales que se pueden adquirir habilidades, “porque lo que hagamos va a ser fundamental para esas familias y sus hijos”.
“Creo que acompañar en la muerte es un privilegio y como tal tengo que estar formada. No puedo cambiar el hecho de que ese paciente muera pero sí cómo transita la familia por ese trozo del camino. Que sean capaces de recordar ese momento y de empezar la vida que continúa. Al final se trata de cuidar la vida en su trayecto final y para eso debemos estar preparados”.
La pediatra considera que es necesario hablar sin tapujos de que los niños “también enferman y también mueren” y que, al igual que al personal sanitario se le forma en tecnología o paliativos, también debería aprender habilidades específicas de comunicación y de acompañamiento en estos casos. Reconoce que en realidad se trata de “algo muy personal”, que “cada caso es nuevo y particular” y que depende de cada profesional, pero por ello este tipo de jornadas sirven para “conocer otras experiencias, copiar conductas o aprender”.
La psicología y el autocuidado juegan aquí un papel fundamental. “Hay que intentar que no influya en tu felicidad porque te impedirá seguir tratando a otros pacientes”, añade Sylvia Belda. Por eso considera que sería necesario que se crearan equipos multidisciplinares como los que representan los ponentes de las jornadas: psicólogos, musicoterapeutas, payasos, enfermeras, trabajadores sociales y terapeutas ocupacionales, entre otros. “Lo ideal sería generar una gran red de apoyo de unos a otros, y de nosotros a las familias. Ser médico no es dar solo un tratamiento para curar, hay que establecer un vínculo, y cuánto más grave la enfermedad, sobre todo en niños, más importante es ese vínculo”.
Beatriz Huidobro, pediatra de la Unidad de Cuidados Paliativos del Hospital Virgen de la Salud de Toledo coincide con su compañera en el tabú de la muerte. “Vivimos de espaldas a ella y ya en Pediatría es el tabú de los tabúes”. Dice no comprender que sea así cuando es fundamental “naturalizarla para afrontarla”. “Cómo mueren los niños enfermos es determinante para sus padres. Tenemos que ir quitando capa a capa todas esas carencias de herramientas en el ámbito sanitario”.
El autocuidado es muy relevante para esta pediatra. Explica que hay situaciones que pueden enfrentar a los profesionales con sus propios miedos o “duelos no cerrados”, ya que “como sociedad no sabemos naturalizarnos”. Por eso destaca que cuando eso está solucionado y pueden enfrentarse al sufrimiento de otras personas, de acompañarles en ese momento, “es un privilegio poder hacerlo”. En este camino cumple un papel primordial tanto el autocuidado como el “hablar entre nosotros”. “A veces lo descuidamos porque el día a día es muy rápido, tenemos muchos pacientes que ver y no nos sentamos a hablar con el compañero para ver cómo está. La enfermedad de un niño puede ser muy dura y puede generar inseguridades o sentimiento de fracaso; eso hay que hablarlo y compartirlo”.
“No hay recursos”
Pero coincide con su compañera en que “no hay recursos para hacer todo eso” y “al final sale de la propia voluntad de la gente, de la propia familia a la que acompañas”. Deja claro asimismo que el personal sanitario tampoco es “impermeable al sufrimiento” pero debe saber desarrollar estrategias para el autocuidado. ¿Habría algún medio que pudiera ponerse en marcha desde la Administración sanitaria? Lo tiene claro: el apoyo psicológico sería fundamental “para que todo el personal, en estos procesos de final de la vida, pudiera hablar abiertamente y poner en común todo lo que sentimos”.
Precisamente muchas de las carencias que existen a este respecto en la sanidad pública vienen a cubrirlas otros colectivos en el ámbito privado. Es el caso de la Fundación Ana Carolina Díez Mahou, cuyo director, Javier Pérez Mínguez, decidió convertir la experiencia que vivió con la enfermedad y muerte de su hijo en una forma de ayudar a los demás, tal y como relató en su participación en las jornadas. Creó esta asociación poco tiempo después de que su hijo enfermara, de forma paralela a su alumbramiento y desarrollo, vivió su fallecimiento.
Su misión es mejorar la calidad de vida de los niños y niñas con enfermedades neuromusculares y mitocondriales y la de sus familias. Para ello, ofrecen asistencia para mejorar la evolución a nivel motórico, neurológico y cognitivo de estos niños a través de todo tipo de terapias y ayudas a los pacientes y sus familias. También educan y forman a todos los implicados en el proceso de estas patologías como padres, médicos, terapeutas, enfermeras, pacientes o voluntarios; y potencian la investigación de las enfermedades neuromusculares genéticas. Entre sus numerosas actividades destaca también la integración los niños con discapacidad física y psíquica, producidas por estas patologías. Actualmente, prestan ayuda a más de 200 niños y a sus familias.
Javier Pérez estudio Periodismo y trabajaba en una agencia de comunicación, pero su vida cambió cuando con ocho meses de edad, su segundo hijo, Javi, manifestó síntomas de una enfermedad rara que fueron agravándose hasta que fue ingresado en la UCI. Con el apoyo del Hospital La Paz consiguieron llevarlo de vuelta a casa, pero con muchos cuidados. Él volvió al trabajo y su mujer, Fátima, se quedó como cuidadora principal del niño. Pero ese mismo año, en 2010, unos familiares que habían vivido muy de cerca la experiencia de Javi, les propusieron crear un proyecto para ayudar a otros niños con los mismos problemas. Dejé su trabajo anterior y en 2011 nació la Fundación. “De esa manera, tanto mi mujer como yo conseguimos estar muy integrados en el cuidado de nuestro hijo pero también de otros niños”.
La Fundación, que lleva el nombre de la abuela, ya fallecida, de uno de sus familiares -una mujer que trabajaba con niños y niñas enfermos- comenzó prestando ayuda para fisioterapias en sala tanto de tipo respiratorio como motórico, para enfermedades raras de carácter mitocondrial y neurológico, que no tienen cura en el momento pero donde se puede mejorar la calidad de vida de los niños que las sufren. Después han ido añadiendo otras iniciativas como musicoterapia o terapia con baño, con el apoyo de profesionales y equipos médicos.
Javier Pérez tiene claro que si existe la Fundación es porque la Administración “no hace su trabajo para cubrir las necesidades de estos niños ni les da la cobertura necesaria para aumentar su esperanza de vida”. “Los propios médicos, cuando tienen que pautar estas terapias, se ven muy limitados porque no hay medios para ello. Y si hablamos de gente sin recursos, que no tienen apoyo familiar, que vienen de otros países, que los van a echar de su casa, la situación es realmente horrible”, explica.
Cuando el pequeño Javi falleció, recurrieron a ayuda psicológica, algo que “siempre recomiendo a todas las familias” y ahí Javier tuvo que tomar la decisión de seguir o no al frente de la Fundación. “Pero al final, la psicóloga y yo llegamos a la conclusión de que todo ese proyecto me estaba sirviendo de terapia. Suena egoísta porque no se crea la fundación para eso, pero le dio sentido a todo lo que tuvimos que vivir. Es antinatural perder un hijo, pero tienes que buscarle un sentido y a mí, ayudar a los demás me ha servido mucho. Ya no me podía echar atrás”.
Tras la experiencia vivida, también critica el tabú de la muerte de niños y niñas. “Se relaciona con algo horrible que no se puede gestionar, y eso se va transmitiendo de generación en generación, sobre todo a los niños. No es positivo crear una burbuja en torno a ello. La muerte está ahí y tenemos que aprender a convivir con ella. Eso lo saben muchos profesionales sanitarios que buscan formarse mejor. Es complicado, pero creo que tenemos que aprender, porque cuando lo haces, aprendes a vivir el día el día y a olvidarte de todo lo que no importa. Esa fue mi mayor enseñanza y así lo intento transmitir todos los días”.