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A favor y en contra de ‘El ángel exterminador’, de Luis Buñuel

A favor: el purgatorio de la Calle Providencia

Todo empieza en una casa señorial de la calle Providencia. Es donde, de alguna manera, el servicio lo sabía, sin saber muy bien el qué. Los criados tenían claro que la noche en la que sus señores volvían de la ópera, ellos tenían que abandonar la casa cuanto antes. No se trataba de una maldición, ni de una espantada por motivos laborales, tampoco parecía ser una epidemia sin diagnosticar. Sencillamente, estos personajes de clase humilde ponían tierra de por medio mientras entraban sus patronos a la mansión. Donde los ricos se hicieron ‘náufragos’. Allí, los burgueses disfrutaron de una deliciosa velada hasta que decidieron retirarse a sus casas. Es entonces cuando descubrieron que no podían salir del salón en el que se encuentran. Así, sin más. Y a partir de entonces, pasaron las horas y los días. Comenzaron a mirarse con recelo y a sentir hambre, les envolvió la desidia, se les acercó la enfermedad, aparecieron los ataques de histeria,  las pulsiones sexuales insatisfechas, incluso el deseo atávico de ‘matar al padre’ o, en su defecto, al anfitrión de la casa.

“¿Por qué no se entienden? (…) ¿Por qué no llegan juntos a una solución para salir de la casa?”. Cuando le preguntaban por su película 'El ángel exterminador', Luis Buñuel se lo planteaba. Y es que en esta producción, el cineasta se metió de cabeza en una poética encerrona para que un grupo de burgueses cayera en una espiral de degradación y perdieran la “etiqueta” que les humanizaba. Sin embargo, Buñuel no supo muy bien por qué se inventó aquella historia, aunque tampoco le importaba demasiado. Parecía querer jugar con el espectador y, ya de paso, invitarle a la reflexión. Y es que esta obra se ubica entre el territorio absurdo del surrealismo y las obsesiones retorcidas del director aragonés (un vasto y fascinante universo). Pero es un film que huye, como alma que lleva el diablo, de los símbolos comprometidos, aquellos que, a la fuerza, han de tener significados que van a misa. El cineasta, conciliador o más bien socarrón, solía decir que cada cual era muy libre de interpretar todo lo que estaba viendo en ella. Por muchas preguntas que él también se hiciera.

A fin de cuentas, adentrarse en esta obra maestra, donde la imaginación campa a sus anchas, en completa e insultante libertad, supone abandonarse con la mente virgen a una historia con un planteamiento simple, pero de una fuerza dramática arrolladora. Implica dejarse llevar por una creatividad fascinante, que tira de la madeja de ese detonante parco hasta enredarse en un desarrollo y un desenlace ricos en matices y en lecturas que seguramente no sientan ninguna cátedra.

Los personajes van sumergiéndose en un progresivo envilecimiento hasta acabar atrapados en una especie de incómodo purgatorio, donde nadie tiene la menor intención de marcharse ni de expiar sus culpas. Aunque en esta película, Buñuel, más tozudo, malicioso y con ganas de revolver que nunca, no está interesado en ajustar cuentas con la burguesía. Va mucho más allá. En un espacio de tiempo que no tiene conciencia para los protagonistas, el cineasta desmantela las “más elementales normas de la etiqueta” de la gente bien para dejarla en pelotas, con su humanidad bruta al aire. Es entonces cuando parece decirnos que, sea cual sea nuestra clase social, estamos condenados a no entendernos.

La película está llena de paradojas y de momentos fascinantes. Comenzamos a comprender que algo no va bien cuando Silvia Pinal dobla una servilleta con gesto elegante para, acto seguido, arrojar una piedra a la ventana. Hay mucho en ello de deseo y, a la vez, de miedo a la libertad. Están también las secuencias que aparentemente se repiten, pero se resuelven de diferente forma, o donde los invitados enclaustrados imitan acciones o diálogos.

Es fácil guardar para siempre en la memoria buena parte de las imágenes y de los momentos sugestivos que ofrece la película. Como la mano cortada (recurrente en el imaginario del cineasta) que no quiere morir aplastada o la ‘manada’ de corderos y el oso que deambulan por la casa. Unos animales que han inspirado infinidad de significados. En ellos se han visto reflejadas desde explicaciones políticas, en época de la Guerra Fría, hasta otras más litúrgicas que tienen que ver con los sacrificios y la expiación de los pecados. Seguramente, todas podrían haber encajado en la imaginación del genio aragonés. A lo mejor pasaron por allí, pero lo que es seguro es que cualquier interpretación se habría quedado siempre corta.

En contra: surrealismo hecho parodia

Lo inexplicable siempre es difícil de analizar. Cuando el planteamiento nuclear de una historia, como es el caso de 'El ángel exterminador' de Luis Buñuel, supera la frontera de lo racional, resulta demasiado fácil proclamar que tal premisa es inconcebible de puro disparate. Y ese no es el caso de esta película. No venimos a decir que nos sentimos traicionados porque al final nunca supiéramos qué era lo que impedía a esos aristócratas mexicanos salir del salón de invitados de una gran mansión. Hay tantas cosas magníficas en el cine gracias a un misterio nunca desvelado que qué más da, aquí y en todo el cine de Buñuel. En su falta de respuestas simples al encierro incomprensible de ese grupo de nobles está toda su grandeza, no su trampa.

Sin embargo, no nos duelen prendas en afirmar que nunca la hemos considerado la mejor película de nuestro gran cineasta aragonés. Y por una sencilla razón: porque convierte el agradecido salvajismo de sus protagonistas en una parodia de interpretaciones nada cuidadas, que parecen responder al caos de un guion repleto de guiños que solo el propio Buñuel llegó a comprender. De hecho, creemos que este film fue el ensayo casi general de esa crítica mordaz al clasismo parasitario y superfluo que quedó mucho mejor retratado en 'El discreto encanto de la burguesía'El discreto encanto de la burguesía.

Es cierto que auspiciado por el enorme éxito de 'Viridiana', el director quiso que esta historia fuera más extraña y asfixiante que el relato de la bella y virginal novicia, menos explícita en su planteamiento y difícil de etiquetar. Lo consiguió y en ese sentido fue su éxito personal, incluso cuando hizo caso de su amigo José Bergamín y decidió cambiar el título original 'Los náufragos de la calle Providencia' por el bíblico 'El ángel exterminador'. Siempre celebró su resultado y hasta sus propias aristas, como el catastrófico montaje y las decrépitas actuaciones ya mencionadas, de las que solo se salva la maravillosa Silvia PinalSilvia Pinal.

En ese salón de olor kafkiano, en ese arranque de intriga y casi de ciencia-ficción tras la huida de los criados, Buñuel recaló en cada una de las filosofías más imperantes de su cine, volvió a cargar a lo inerte de un simbolismo visceral, pero introdujo una serie de repeticiones intencionadas (y experimentales) y un humor tan ácido como incoherente que llegó saturar los diálogos, los planos y las ensoñaciones. Así se formó todo el contrasentido con el que se alternan las escenas, perfecto para el surrealismo buñuelesco pero difícil de encajar en una tesis que camina dando tumbos entre el drama, la comedia, la parodia, el teatro y la bufonada.

No obstante, haciendo bucle argumental con nuestra propia crítica, preferimos quedarnos con la hilarante tesis de Woody Allen, quien en su magnífica 'Midnight in Paris' hace que el personaje de Owen Wilson, en su viaje en el tiempo hasta los años 30, le cuente al propio Luis Buñuel el argumento de 'El ángel exterminador', ante el asombro e incomprensión del director, interpretado a la perfección por Adrien Van Dan. Porque no pasa nada si nada explica nada y porque nos conformamos con las últimas palabras de ese director de orquesta poco antes de morir durante el encierro aristocrático: “Contento. No veré exterminio”. Ni él ni nadie. Si acaso solo lo vio Buñuel y consigo mismo se lo llevó a la tumba.

A favor: el purgatorio de la Calle Providencia

Todo empieza en una casa señorial de la calle Providencia. Es donde, de alguna manera, el servicio lo sabía, sin saber muy bien el qué. Los criados tenían claro que la noche en la que sus señores volvían de la ópera, ellos tenían que abandonar la casa cuanto antes. No se trataba de una maldición, ni de una espantada por motivos laborales, tampoco parecía ser una epidemia sin diagnosticar. Sencillamente, estos personajes de clase humilde ponían tierra de por medio mientras entraban sus patronos a la mansión. Donde los ricos se hicieron ‘náufragos’. Allí, los burgueses disfrutaron de una deliciosa velada hasta que decidieron retirarse a sus casas. Es entonces cuando descubrieron que no podían salir del salón en el que se encuentran. Así, sin más. Y a partir de entonces, pasaron las horas y los días. Comenzaron a mirarse con recelo y a sentir hambre, les envolvió la desidia, se les acercó la enfermedad, aparecieron los ataques de histeria,  las pulsiones sexuales insatisfechas, incluso el deseo atávico de ‘matar al padre’ o, en su defecto, al anfitrión de la casa.