Muchos festivales, eventos que no tienen por qué ser multitudinarios, están ligados directa e inequívocamente con el lugar en el que se celebran. Principalmente, porque son las personas de las localidades las que toman las riendas y dicen: “Vamos a hacer un festival en nuestro pueblo”. Eventos que atraen a más público, que crean unas bases culturales y de ocio en las ciudades y que además sientan las bases de tradiciones anuales. Pero, ¿qué pasa con todos estos componentes sociales cuando el festival da el paso más allá y se convierte en un “monstruo” comercial que hace que vengan cientos de miles de personas a un pequeño pueblo?
El grupo universitario de investigación Cultura y Territorio trabaja actualmente con una muestra de más de 350 festivales en ciudades medias y pequeñas para estudiar el verdadero impacto que tienen estos eventos, desde los más pequeños con gran identidad social a aquellos que dependen de grandes industrias y empresas que se dedican “puramente” a eventos comerciales y que atraigan a mucha gente. Carmen Vázquez, profesora de la UCLM, es parte del grupo y presentó la iniciativa en el curso de verano de la universidad regional 'Cultura y turismo en ciudades medias. Dialogos para un escenario post-COVID'.
“Hay festivales que no serían pensables en cualquier otro lugar, porque los asociamos inequívocamente a sus poblaciones. No es lo mismo que ocurre con los grandes festivales como el Benicasim o Cullera que acogen festivales enormes como el FIB o el Medusa y que ya se han salido del control, porque no tiene organización pública directa ni están tampoco en mano de asociaciones culturales locales. Ya pasan a manos de empresas con actividades ”más especulativas“ por así llamarlo”, señala Vázquez.
Es lo que ocurrió también con la que llegó a ser llamada 'burbuja' de los festivales, que estalló inevitablemente con la llegada de la crisis sanitaria. Y la docente reflexiona “si el apoyo que recibe de la localidad no es lo que se espera, entonces estos festivales se pueden llevar donde se quiera, porque son marcas comerciales que se mueven sin vincularse al territorio”.
Viña Rock, el ejemplo
Y cita el ejemplo del festival más conocido de Castilla-La Mancha, el Viña Rock, que acaba de anunciar su cartel para su tan aplazada 25 edición. “Está completamente vinculado a Villarrobledo, pero es cierto que tiene su propio éxito y que está en manos de The Music Republic, que lleva grandes festivales y que además ha intentado ser comprada por Live Nation. Es un festival que se ha enfrentado a muchos litigios, como el de 2007 cuando se lo intentaron llevar a Benicassim, y que mantiene conflictos por las marcas ”derivadas“ que se han querido hacer de él, como el Viña Road”, explica la docente.
Es justamente este el modelo al que se refiere: festivales que pasan a tener un volumen “enorme” de asistentes, con varios escenarios, eventos ya a gran escala. “Esto genera un impacto en la localidad que puede ser negativo o positivo”, señala. Porque además del impacto económico, también s genera suciedad, problema de residuos, congestión y la desventaja de que “cada vez son más difícilmente controlables”. “Esto se debe a que se mueven por los intereses de las empresas, ya no están entroncados con el tejido cultural local. Son puramente comerciales”.
Existen excepciones, señala, como el Resurrection Fest, que a pesar de haber conseguido grandes volúmenes de actuación sigue enraizado a su población, Viveiro, o el del Sonorama que está muy vinculado no sólo a Aranda de Duero, sino también a la Denominación de Origen de Ribera de Duero; “además, está muy vinculado a sus actividades locales”, explica Vázquez. “Cuando los festivales saltan de escala y pasan a ser puramente comerciales, también hablamos de perjuicios que traen estos festivales 'monstruo' con un gran impacto'.
“Se ha querido hablar de la sostenibilidad casi como un fetiche o una panacea, todos venden su política en cuanto a la gestión de envases y residuos, pero hace falta un estudio real para comprobar estas consecuencias”, afirma la profesora, especialmente en el caso de las playas o lugares que son más frágiles. Los casos de estudio que se han llevado al curso, por ejemplo, son el de la Semana de Música Religiosa de Cuenca o Estival Cuenca, que “no plantean problemas de impacto” porque no obedecen a las dinámicas puramente comerciales, sino que son parte de la identidad conquense. “Piensa que Estival se ha podido mantener incluso durante la pandemia, solo cuidando los aforos”, recalca.
¿Es posible conocer realmente los beneficios?
El impacto de estos eventos se estudia ahora en el caso de ciudades medias y pequeñas, porque todavía se desconoce mucho de como funcionan, a diferencia de las grandes urbes, con una industria cultural y creativa con “mucho más peso”, no sólo en cuanto a la oferta cultural sino también al tejido empresarial y económico en general.
Vázquez se detiene en este punto, en el de los beneficios económicos. “Hasta ahora realmente contamos con las cifras que quieren dar desde las distintas organizaciones que, por supuesto quieren mostrar que son buenas cifras, y hablar de un impacto positivo del festival”, recalca. Pero, ¿es tan positivo? “Debemos estudiar otras cuestiones: cómo lo perciben las administraciones locales, la población que vive ahí, si realmente generan empleo, si es algo mínimamente estable y los beneficios que generan a las localidades. Pero de esto no hay datos”, concluye.