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Cada 1 de mayo, día Internacional del Trabajo, se conmemoran las luchas y reivindicaciones que nacieron tras la primera Revolución Industrial. Es momento para echar la vista atrás y poder analizar las transformaciones que se han producido a lo largo de todo este tiempo, desde nuestros antepasados hasta nuestros días.
Este es un momento ideal para reflexionar a través de los escritos de Friedrich Engels, precursor y padre del Manifiesto del Partido Comunista que nos plasmó en su conocido libro 'La situación de la clase obrera en Inglaterra', cómo se produjo toda esa metamorfosis, detallando la miseria a la que estaba destinada la población de aquella época y describiendo las vicisitudes del éxodo rural.
La sociedad, imaginando las posibilidades que podía ofrecer esa nueva era, se encontró con un monstruo. Las familias que llegaban a las grandes urbes se acinaban en pisos, en habitaciones compartidas y en condiciones insalubres con poco que llevarse a la boca, eran muchas las que acaban con enfermedades de la época, tifus o cólera. Como sabéis y hasta que se prohibiera el trabajo infantil, los niños por su pequeño tamaño eran un recurso muy demandado. ¡La rueda no podía parar de engranarse!
Así, el capitalismo se fue extendiendo de un país a otro y nacieron con ella dos clases antagónicas: la clase burguesa, propietaria del capital, y la clase trabajadora, quienes vendían su tiempo a cambio de un salario. España en comparativa con los países del entorno europeo como Gran Bretaña o Alemania, por situación histórica, vivió de manera tardía esos cambios.
Poco a poco, a través de la organización de la clase trabajadora, irían sumándose derechos: descanso, vigilia, pagos por enfermedad y desempleo, entre otras. Y es que las condiciones laborales que tenemos hoy en nuestro mercado de trabajo y, por semejanza, también en nuestro entorno europeo, son gracias a la lucha y reivindicación de las clases trabajadoras y a la creación de organismos internacionales como la Organización Internacional del Trabajo, reflejando así la convicción de que la justicia social es esencial para alcanzar la equidad y el reparto de la riqueza.
Una revolución tras otra, y de la mano de la democratización de los estados y en paralelo con el acceso a los bienes y servicios de consumo de cada momento, aumentaron las posibilidades de las familias para vivir un poco mejor; como diría Ortega y Gasset sería la “rebelión de las masas”. Eso sí, esa revolución sería a costa de vender su alma al diablo: la banca.
Estos, núcleos fuertes de la economía hasta la crisis financiera de 2007, inyectaban dinero para hipotecarse hasta la respiración. Y es que la frase que resonó tanto “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” tenía algo de cierto. Ese monstruo estalló y nos puso sobre la mesa una cruda realidad: no éramos tan ricos como pensábamos. No éramos tan clase media cómo creíamos. Y la economía, si vienen tiempos difíciles, la mano invisible de Adam Smith no nos rescata. Siempre se lleva a las mismas por delante: las clases trabajadoras. Sin embargo, llegamos tarde.
Da igual que llueva, nieve o caigan rayos desde arriba que la movilización se ha perdido. Hemos pasado a una nueva fase: la queja vía Twitter; en nuestro país siempre ha sido vía bar. Y es que el uso del lenguaje, esencial para visibilizar y crear consciencia de lo que somos, inventó el manido concepto clase media. Este, transportado como un cometa estelar, vino para embaucarnos, para creer algo que no somos y para responder a eslóganes propios de campañas electorales, ¡libertad para irse de cañas!
La mayoría de nosotros somos asalariados, el 81 por ciento en nuestro país trabajamos para el sector privado, y ¿cómo es que no nos consideramos clase trabajadora?
Si nos miramos al espejo y hacemos introspección de lo que somos, la mayoría no se considera como tal. Menos aún con las nuevas modas en las que las etiquetas no molan nada y parece que da repelús ponerse algunas. No obstante, nos guste o no, se utilizan en cualquier investigación social.
Nada más cierto y real que la mayoría de nosotros venimos de clases trabajadoras y en nuestro pasado más cercano, por ejemplo, el mío propio, de campesinos, agricultores o ganaderos.
Tal es la ideologización del concepto obrero, que parece un término despectivo. Y es que, con razón de la dictadura, la cual asaltó las libertades, las de verdad, entre ellas las del ámbito sindical, dejó en la memoria de todos que el sindicalismo es de trepas, jetas y vagos.
Es cierto que esa semilla ha germinado en nosotros y la culpa por no tener conciencia de lo que somos o dejamos de ser va más allá. Tampoco ha ayudado la política que nos acompaña desde la época de 1980 con la irrupción del neoliberalismo dentro de los gobiernos y que están impregnadas hasta hoy o la nula representación de la clase obrera en las instituciones.
Con los cambios culturales que se han vivido de un siglo a otro, ha hecho que nos enamoren los cantos de sirena y la libertad parece algo tangible, que se puede tocar como irse de cañas cuando nos dé la gana. Pero los partidos o algunos de ellos nos han “vendido la moto”.
Unos se llaman de una manera y luego representan otra diferente. Otros crean discursos facilones sobre la libertad. Y los nuevos, los nuevos huelen a rancio, así como el toro de Osborne. Pero todos ellos, unas veces con interés, otras veces con consciencia, nos llaman pueblo o gente. Solamente los más valientes nos llaman lo que somos: trabajadores. Porque para serlo, no es necesario estar en una fábrica desde que sale el sol, tal como nos expresaba Engels. No. Para serlo es mirar al presente y ver que sigues igual que cuando comenzaste tu carrera profesional. Porque si te quedas sin trabajo, ¿qué haces?
Quizá vosotros seáis herederos de un imperio, tenéis millones de euros, alguna que otra propiedad para alquilar o acciones, pero para los desposeídos, la gran mayoría, ya me diréis vosotros de lo que vivimos si nos quedamos sin trabajo. O tienes una red comunitaria que te sostiene o dime tú qué haces si te quedas sin trabajo.
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