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Al despertar el 1 de octubre la ciudad se había borrado, abrí los ojos y al mirar por la ventana T. ya no estaba, solo quedaba el río, y junto a él un gran espacio blanquecino, una costra gigantesca ovalada atravesada de Norte a Sur por las líneas rojizas de tres viejos cauces de arroyos, marcas oscuras de edificios arrancados, líneas amarillas de viejas calles; el río era una sucesión de grandes charcas de aguas estancadas de color negro, en cada una de ellas se reflejaba el cielo; aposentada en los cienos podía verse la ciudad disolviéndose como morfina, una sucesión de tomas en blanco y negro de la ciudad vista desde arriba, en cada charca del río se repetía la misma imagen acuosa y profunda.
Las interminables tomas que el fotógrafo Emanuel Korch hizo de la ciudad del agua o Wasserstadt para la Documenta de Kassel en 1977 –una ciudad en miniatura hecha con barro y aluminio que sumergió en una piscina a las afueras de Ergersheim– se asemejaban a la visión.
Cuando una ciudad es pequeña, uno puede sentirse atrapado como si hubiera caído en la red de una araña, a la espera de la llegada del bicho. Pero lo que es más pequeño que tú no puede comerte y tampoco matarte: el miedo llega precisamente por la diferencia de tamaño entre el yo y el cuerpo donde habita.
El bicho no es más que el silencio y el aturdimiento; finalmente, tú eres el bicho que avanza torpemente por la red que uno mismo se ha tejido para no caer en la nada. Los pasos son torpes, pero cuentas con la elasticidad de las palabras de la modernidad: nunca se rompen el espacio de la red, que es finalmente el único espacio de la realidad donde existes. El río es entonces la salida al mundo, puedes ir río arriba o río abajo, o atravesarlo por alguno de los puentes que te llevan a la otra orilla. De esta manera sientes los otros espacios posibles, la extraña libertad del movimiento y tus pasos sobre la tierra.
Un viejo amigo de los años locos volvió a T. y al poco tiempo comenzó un viaje a pie al que llamó Alentejo. Cruzó el río por el puente de hierro y no por el de santa Catalina, tardó más de un mes en elegir el puente por el que debía cruzar el río. Caminó hacia el Sur durante muchos meses, y nunca en línea recta.
Al mar siempre hay que llegar a pie, a los lugares importantes solo llega uno caminando. A mí amigo le había tocado la lotería dos años antes y no sabía cómo gastarse el dinero, lo iba tirando mientras caminaba hacia el mar. Me encontré con él en Alqueva, en el río G., allí nos subimos a un raquero al que habían instalado una vela cangreja y atravesamos el embalse, empujados por un viento flojo de poniente.
El espectáculo que protagoniza el que huye, sobre todo de sí mismo, es el único digno de ser atendido: metamorfosis de la nada misma, las palabras rellenan huecos. Hace ya seis años que estuve en Loulé, aguas abajo del Alqueva, ya muy cerca de Ayamonte; la bella ciudad continúa igual –podríamos cambiar ciudades como se cambiaban cromos. Todo sigue igual en Loulé después de seis años, si exceptuamos algún nuevo negocio de telefonía en el lugar donde estuvo un viejo café, y algunas peluquerías caninas en el largo del 5 de octubre, antes ocupadas por tiendas de colmados, o un negocio de zumos de frutas donde estaba la librería Eneida, en la rua Camões.
Todo el entramado urbano se mantiene calcetado a la manera portuguesa, con las piedras blancas y negras de las canteras de Estremoz, formando cenefas y dibujos con figuras de pájaros exóticos. Es curioso cómo mi cuerpo flota en estas calles tan duras abiertas para caminar muy despacio junto a las sombras de otras personas; las sombras se buscan más que los cuerpos, la luz sigue siendo fuerte y limpia, el blanco de los edificios la devuelve al aire, aún más fuerte y limpia, hasta herir los ojos. Nada cambió aquí en seis años; desde Loulé al mar del Algarve hay apenas veinte kilómetros. Loulé, del árabe olea, colina, y así fui palpando la ciudad antes de seguir caminando hacia el mar. Sobre ese interregno del collage volví a pegar con baba de caracol frases recortadas en papel del Libro 1 Samuel 3, 9: “Ve y acuéstate; y si te llamare, dirás: Habla”.
Más tarde, ya de noche anduve con una venda en los ojos palpando las calles de T. y así llegué hasta la estación de tren; al quitarme la venda de los ojos la ciudad había vuelto a desaparecer: una gran costra de cal blanca y sal se expandía a mi alrededor, como había llovido mucho los días anteriores el espacio era una sucesión de charcos, en cada charco la ciudad muy abajo, sumergida dentro de una bola de nieve que alguien hubiera agitado.
Hay en T. un hombre que jamás ha visto el mar, J.F.N., de noventa y ocho años, existe, pero me costó encontrarlo. Ahora vive en una residencia de mayores cerca de Gamonal. Es el último, nunca vio el mar. Ser el último en algo es haber vencido al tiempo. Nació en Talavera la Vieja, en Extremadura: su pueblo ya no existe, quedó anegado por las aguas del embalse de Valdecañas en los años sesenta. De ese lugar sumergido dice oír las campanas de la iglesia en las noches de San Juan. J.F.N. tampoco sabe nadar ni escribir: cuando le dejan un papel y un lápiz traza rayas verticales y rayas en horizontal, después lo cubre todo de círculos y triángulos.
Este hombre perdió la memoria hace unos años y ahora es como una efigie con ojos de fuego. Cuando las cuidadoras de la residencia le preguntan adónde mira por la ventana de la habitación, él siempre dice: el mar.
Me senté a su lado y le leí un fragmento de mi libro futuro –Alentejo–: [Escribir sobre una toalla en la arena, de frente al mar, la incomodidad, el forzar el cuerpo, encorvado, buscando la postura idónea, sabiendo que no existe la postura idónea para ello, como no existe la vida idónea más allá de la idoneidad resultante, el aire marítimo mueve las hojas del cuaderno, y la caligrafía resultante es la señal o la gráfica de una mano que se comporta como un sismógrafo, y el mar enfrente, dictando lo sublime del mundo; que frases tan extrañas te dicta, y las repite para que ninguna se escape, la mano va recogiendo las vibraciones del mundo; el mar que te ofrece un cuadro matérico, hecho de cosas muertas, todo lo que expulsa. Aquí es fácil no tener deseos, miles de conchas y coquinas, la armadura que protege las vísceras sensibles. Cierro los ojos y las frases extrañas se repiten, los días tienen algo de blando, el sol hace los últimos arcos abisales del verano, pero el mar me aburre, sus desuellos, lo que arroja siempre está muerto, estrellas de mar, anémonas, pequeñas rayas, medusas, algas negras. Me aburre este mar somero, ancho y azul].
De pronto, este hombre viejo que perdió su pueblo bajo las aguas del embalse me toca con la mano derecha el brazo, con la izquierda coge el lápiz de color azul y un papel y me pone el lápiz en la mano izquierda, aprieta fuerte y me lleva a trazar líneas verticales y círculos. En ese momento no deja de repetir la palabra río. Terminamos riéndonos los dos.
Al despertar el 1 de octubre la ciudad se había borrado, abrí los ojos y al mirar por la ventana T. ya no estaba, solo quedaba el río, y junto a él un gran espacio blanquecino, una costra gigantesca ovalada atravesada de Norte a Sur por las líneas rojizas de tres viejos cauces de arroyos, marcas oscuras de edificios arrancados, líneas amarillas de viejas calles; el río era una sucesión de grandes charcas de aguas estancadas de color negro, en cada una de ellas se reflejaba el cielo; aposentada en los cienos podía verse la ciudad disolviéndose como morfina, una sucesión de tomas en blanco y negro de la ciudad vista desde arriba, en cada charca del río se repetía la misma imagen acuosa y profunda.
Las interminables tomas que el fotógrafo Emanuel Korch hizo de la ciudad del agua o Wasserstadt para la Documenta de Kassel en 1977 –una ciudad en miniatura hecha con barro y aluminio que sumergió en una piscina a las afueras de Ergersheim– se asemejaban a la visión.