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El Estatuto de Autonomía de Castilla-La Mancha cumple hoy treinta y seis años. Fue publicado en el BOE con rango de Ley Orgánica el 10 de agosto de 1982 y, desde entonces, ha sido la norma bajo cuya protección Castilla-La Mancha se ha desarrollado como Comunidad Autónoma hasta convertirse en el ejemplo más claro de los beneficios de la descentralización consagrada por la Constitución Española de 1978 y que, lejos de los egoísmos identitarios, tienen mucho que ver con la universalización real de los servicios públicos esenciales, con una más profunda redistribución del bienestar y de una equiparación general en cuanto a derechos esenciales, como la igualdad de oportunidades.
Ese es, en el fondo, el secreto de un sistema democrático cuya puesta en marcha durante la Transición asombró al mundo. Los españoles nos dotábamos, mediante el consenso y la reflexión colectiva, de Estado Autonómico en el que el concepto de autonomía no se afirmaba a costa de la unidad de la nación, sino que, como herramienta para favorecer la cohesión, la igualdad de todos los españoles y españolas, reduciendo las diferencias económicas y sociales en virtud del territorio en que habitasen y que el franquismo había generado de forma sangrante.
Gracias a esta autonomía competencial, los castellano-manchegos hemos observado cambios impensables en materias tan sensibles como la Salud, la Educación o los Servicios Sociales. Gozamos de una sanidad pública que compite en servicios y reconocimiento con las mejores del mundo, a pesar del grave problema de dispersión y baja población que sufrimos. También ha mejorado la Educación, y contamos con una Universidad pública que ha permitido a miles de jóvenes formarse en su tierra, sin tener necesariamente que emigrar para completar sus estudios. Gestionamos la protección de nuestros recursos naturales y patrimoniales, la asistencia y protección a los más desfavorecidos, y defendemos con voz propia nuestro derecho al agua, a tener voz en la gestión de nuestras cuencas hidrográficas, a exigir otro modelo de gestión que no base el beneficio de unos territorios en el empobrecimiento de otros...
Respeto profundamente a quienes ven reflejados sentimientos identitarios en el hecho autonómico, y el derecho a buscar la transformación de la realidad en este o cualquier aspecto mediante las vías que contempla y ampara la Constitución. Pero combato políticamente, porque también es mi derecho, a los que se inspiran en el egoísmo y, más aún, en el odio social, para tratar de imponer decisiones o hechos consumados al margen de la Constitución y del espíritu de cohesión e igualdad que inspira la estructura autonómica de España.
Los Estatutos de Autonomía no son textos monolíticos pensados para perdurar inmutables. De hecho, nuestro Estatuto ha sufrido varias modificaciones a lo largo de estos años. Y nuevamente asistimos al debate sobre la necesidad de reformar la Constitución y algunos Estatutos de Autonomía para dotarnos de un nuevo sistema que en teoría pondría fin a las tensiones territoriales que tanto están afectando a nuestro presente y a nuestro futuro como Nación. En democracia todo es debatible siempre que se mantenga a salvo el principio de legalidad y de respeto a la Constitución.
Pero mientras todo esto acontece, en un día como hoy, 10 de agosto, cumpleaños de nuestro Estatuto de Autonomía, mi reflexión se centra en la estabilidad que otorgan los textos constitucionales cuando son fruto del consenso y de la voluntad popular, y de cómo en estos 36 años de vigencia nos ha permitido transformar Castilla-La Mancha en un territorio con identidad propia, basada en el progreso, en la extensión de los servicios públicos, en la construcción de infraestructuras, y en la génesis de un sistema de consensos y participación social que queremos sea también norma de conducta bajo protección normativa.
El Estatuto de Autonomía de Castilla-La Mancha cumple hoy treinta y seis años. Fue publicado en el BOE con rango de Ley Orgánica el 10 de agosto de 1982 y, desde entonces, ha sido la norma bajo cuya protección Castilla-La Mancha se ha desarrollado como Comunidad Autónoma hasta convertirse en el ejemplo más claro de los beneficios de la descentralización consagrada por la Constitución Española de 1978 y que, lejos de los egoísmos identitarios, tienen mucho que ver con la universalización real de los servicios públicos esenciales, con una más profunda redistribución del bienestar y de una equiparación general en cuanto a derechos esenciales, como la igualdad de oportunidades.
Ese es, en el fondo, el secreto de un sistema democrático cuya puesta en marcha durante la Transición asombró al mundo. Los españoles nos dotábamos, mediante el consenso y la reflexión colectiva, de Estado Autonómico en el que el concepto de autonomía no se afirmaba a costa de la unidad de la nación, sino que, como herramienta para favorecer la cohesión, la igualdad de todos los españoles y españolas, reduciendo las diferencias económicas y sociales en virtud del territorio en que habitasen y que el franquismo había generado de forma sangrante.