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Una pandemia con millones de muertos, como la que estamos atravesando, supone necesariamente un estrés colosal. Similar o parecido al de una guerra. De hecho se ha utilizado esta metáfora de la guerra considerando que estamos librando una batalla a vida o muerte contra el fatal virus SARS-COV-2.
Lo sorpresivo del accidente, que interrumpió todas las rutinas, las dimensiones y naturaleza de su daño, del que nadie está libre y que sentimos próximo y agazapado, nos deja anonadados por un tiempo.
Es claro que por la intensidad de su trauma se producen diversas alteraciones de nuestro estado de consciencia o cuando menos nuestra razón sufre importantes alteraciones en su funcionamiento ordinario. Esto no es nuevo. Ya ha sido descrito en otros episodios históricos.
Al principio hubo una actitud de negación del mal, restándole importancia, estimando que no era más que una leve gripe.
Se intentó incluso silenciar la realidad de los hechos, a pesar de que éramos conscientes y nos constaba la aproximación paulatina pero imparable en el espacio geográfico de un estado de cosas preocupante y muy anómalo, con servicios hospitalarios saturados y UCIs desbordadas, conflicto en el reparto de respiradores con aplicación directa ya de una “ética de catástrofes”, etcétera, aquí muy cerca, en Italia.
Nos costó afrontar la realidad y lo hicimos con retraso, con medios materiales muy precarios (consecuencia del paradigma neoliberal) y sin estar preparados psicológicamente.
Posteriormente, y a pesar de la realidad de los muertos, han continuado actuando durante mucho tiempo (muchas veces inspiradas por un extremismo político de ultraderecha) actitudes negacionistas de la pandemia, asociadas a diversas conspiranoias que achacaban la trama a una confabulación judéomasónica-bolchevique y otras extravagancias parecidas.
Ese negacionismo del primer momento ha derivado luego (ante lo rotundo de la realidad, pero movido por un mismo objetivo político) a un ataque frontal a la prioridad sanitaria con que se encara lógicamente toda pandemia, para sustituirla por la prioridad económica, lo cual ha ocasionado un daño probablemente evitable en los dos planos: el económico y el sanitario.
Queriendo acelerar la prioridad de lo económico, la posibilidad de lo económico se ha retrasado, pues tal posibilidad requiere de una salud pública mínimamente controlada. Así cuando habíamos avanzado y todo parecía indicar que estábamos muy cerca de lograr el control definitivo de la situación, volvíamos para atrás, retrasando el arranque económico al querer adelantarlo precipitadamente.
En esas prisas imprudentes también ha influido la falta de coordinación entre las distintas Administraciones y el deseo de marcar diferencias “ideológicas”, haciendo alguna de ellas bandera de esa precipitación. Y todo eso antes de lograr un nivel mínimo de protección mediante la vacunación, que es la que realmente ha marcado la diferencia.
Pero la repetición y continuidad del mal en sucesivas olas, ciertamente de distinta entidad y consecuencias antes y después de la vacunación, conduce irremediablemente a la costumbre. Llega el verano y nos parece ya un verano “normal”.
Lo cierto es sin embargo que este tiempo de desahogo veraniego deja un saldo en España de 4.000 muertos por coronavirus. Cifra que o bien no nos dice mucho o ya no nos dice nada, pero que es tremenda, al menos según los criterios y exigencias de la vieja normalidad. Y más si esa cifra de muertos durante el verano coexiste con la alegre e irresponsable manada de los botellones y demás ocios nocturnos.
La costumbre que acaba imponiendo su imperio incluso en las situaciones más dramáticas, como es una pandemia, opera también en las crisis y desastres económicos de la nueva era, con su secuela de recortes, pérdida de derechos consolidados, precariedad y desigualdad creciente, etcétera.
Lo extraño es que haya analistas que promuevan la conformidad ante agresiones críticas y situaciones anómalas como las que ha desencadenado la ofensiva neoliberal. Y lo que no es de recibo tampoco es que califiquen cualquier reacción y respuesta a esa agresión (incluso las más razonadas y apoyadas en argumentos), como emocionales y “populistas”, una etiqueta cómoda y facilona que sirve para un barrido y para un fregado, pero que adjudicada en derecho de propiedad a los supuestos “extremistas” (según el mutado espectro político de nuestro tiempo), deja al “centro” oficial libre de toda responsabilidad y con un aura de moderación de la que de hecho carece.
Demasiadas veces parece que la insistente tendencia a descalificar cualquier acto de defensa de los derechos como “populismo”, lo que persigue en última instancia es el “silencio de los corderos” y la pasividad como respuesta.
Que todo cambie pero que no cambie nada, y que las “reformas” para cambiar sigan siendo en realidad “recortes” para insistir en la involución.
Y esta -la involución- sí que es extremista.
Una pandemia con millones de muertos, como la que estamos atravesando, supone necesariamente un estrés colosal. Similar o parecido al de una guerra. De hecho se ha utilizado esta metáfora de la guerra considerando que estamos librando una batalla a vida o muerte contra el fatal virus SARS-COV-2.
Lo sorpresivo del accidente, que interrumpió todas las rutinas, las dimensiones y naturaleza de su daño, del que nadie está libre y que sentimos próximo y agazapado, nos deja anonadados por un tiempo.