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En la flor de la vida

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Son demasiados días viendo el mundo desde la ventana, la quietud me lleva al movimiento, y el movimiento a girar sin moverme, entonces me asalta ese relato de Imre Kertész, en el que los recuerdos son como perros abandonados rodeándonos y mirándonos, aúllan alzando la vista a la luna, querrás ahuyentarlos mientras te lamen la mano hasta que te muerden.

Leo a Simone Weil en el balcón: El tiempo nos conduce —siempre— adonde no queremos ir. Amemos el tiempo. Gracias a la eterna juventud de Simone Weil que murió con 34 años caigo en 'L´âge de force' de Camus, en relación a aquel tiempo oscuro de admoniciones y tragedias en el que ambos vivieron en la flor de la vida.

Así, 'L’âge de force' gracias a las permutaciones de los significados y las metamorfosis de las palabras, podría ser ahora el título de una canción pop, de un perfume de lujo, o un film de A. T. Los vados han desaparecido, hay más puentes, los niños han desaparecido, hay más viejos. El tesoro de los viejos es la oralidad, la memoria; les escucho en los parques del invierno bajo un Ginkgo inventarse de nuevo la memoria, la niñez; ellos vivieron en 'L´âge de force' de la que habla Camus en relación a Simone Weil. Cómo remodelan su memoria, a la vez el mundo.

El secreto de una buena ficción es alejarse todo lo posible del punto de inicio, entonces ese estar en la flor de la vida de Camus termina convirtiéndose en la premonición del que fuera testigo en los tiempos duros, y la premonición es durabilidad, invita al sacrificio en el mundo, al que ahora llamamos Paradiso en vez de paraíso. ¿Me dejarán decir en este artículo viejo en contraposición a niño sin que los brujos se me echen encima? La mayoría de estos viejos de los parques a los que escucho al sol fueron niños de la guerra. Reinventan en los espacios públicos su infancia para alejarse todo lo posible de aquellos días oscuros y así salvarse dos veces.

En la oscuridad de los edificios de once plantas de T. recuperan el peso de sus fantasmas proyectados en las paredes de apartamentos de ochenta metros cuadrados. Cualquiera de ellos vio más de lo que yo haya visto. Hay menos agua, hay más grifos, menos huertas, más canales, menos caminos, más carreteras. Niños de la guerra que ahora vuelven a ser testigos de 'L´âge de force' en este tiempo infame. Mayor no dice nada, viejo lo dice todo; viejo es el árbol venerable, viejo el mar, este río de todos los días, vieja la montaña, y más vieja aún la tierra. Es más viejo el polen de la flor que la montaña. La palabra viejo es venerable y bella. Hay palabras que sólo tienen sentido si se enfrentan o se complementan a otras. La vejez es el más largo viaje de vuelta a la niñez y lo único que se le deja como ofrenda al final del trayecto es el cuerpo prestado. En el tiempo de los eufemismos y de los constructos lingüísticos, 'L´âge de force' de Camus podría terminar cargando la re-significación infame donde cabe desde un crucero por el Mediterráneo, un gimnasio o la retrospectiva en el Moma de N.Y. del artista plástico alemán W.A. Todo vale para publicitar la nada. Finalmente la vida no es más que un manojo de días secos, la belleza y la conciencia de existir exige esfuerzo. Todo lo que ellos vieron vale más que lo que yo vi. Si un día llego a ser un viejo venerable, lo que pude una vez haber visto valdrá más de lo que ahora vale. También el cielo está más cerca para el viejo en la flor de la vida. Mientras estuve en 'L’âge de force', puesto hasta arriba de sustancias sicotrópicas en una guerra vacía en días de verano de hace muchos años, en ese momento en el que el tiempo nos conduce —siempre— adonde no queremos ir, vi cosas que ahora no valen nada; en una ocasión vi la góndola negra  de la niebla en el río, que en realidad era una vieja barca a medio hundir junto a la orilla a la salida de un colector de aguas residuales.

De pronto el río se transformó en la Laguna Estigia, de las tres parcas, la que perchaba hacia mi  era Décima o Láquisis, la Moira con el rostro de Katharine Hepburn. Ella determina el futuro de las personas al decidir el largo del hilo de cada una de las vidas humanas. Láquisis también representa el matrimonio, cómo idea de lo que ocurre entre el nacimiento y la muerte.  Esta parca nunca llegaba a tocarme con la mano, y sin llegar a cortar con la tijera el hilo que mide la longitud de la vida desapareció en la niebla fluvial. En esa parte del río, de aguas negras remansadas a la altura de la vieja fábrica de la luz de los molinos de abajo, todo era posible en la flor de la edad. La góndola era la imagen flotante de todo lo que se hunde. Al otro lado la isla fluvial, 'L’âge de force' donde jugábamos a descubrir el mundo.

Todas las islas fluviales tienen nombre. Una isla fluvial puede desaparecer en una noche de gran avenida de aguas, y aflorar aguas abajo un poco después. Es así que a todas las islas del río podrían llamarlas islas nuevas o viejas. El nombre de las islas fluviales los pone el agua. El agua siempre es vieja y nueva a la vez. Los nombres se han devaluado, y las palabras se han devaluado desde que todo ya quedó nombrado. No hay más ríos que descubrir, más montañas ni mares, ni ciudades que fundar. Quizás la única manera de permanecer en el mundo ahora,  en este tiempo que nos conduce —siempre— adonde no queremos ir, sea borrarlo todo para comenzar a renombrarlo de nuevo. Lo que está muerto habría que dejarlo sin nombre a la espera de un nombre, de esta forma el río sólo sería el río de una espera.

Allí, en 'L’âge de force' del viejo Camus, están los niños de la guerra ahora, en un parque de T. a la sombra de un Ginkgo biloba, el árbol de los cuarenta escudos o nogal del Japón​, el único árbol en el mundo sin parientes vivos y quizás el más viejo del mundo; y ellos, los niños de la guerra de los parques, viejos venerables de rostros amarillos en un viaje eterno hacia la niñez. El solárium invernal transfiere vida. De pronto los niños de la guerra son los viejos de la guerra, de respiración lenta, casi branquial o vegetal. Lo que ellos han visto vale más que lo que yo he visto. Están en L’âge de forcé. Aparecen y reaparecen como las islas del río después de las crecidas. De vivir hoy Simone Weil sería una vieja venerable de 112 años. Hoy tres de febrero, día de santa Olivia es su aniversario, pero prefirió morir joven, a los 34 años en la flor de la vida.

Son demasiados días viendo el mundo desde la ventana, la quietud me lleva al movimiento, y el movimiento a girar sin moverme, entonces me asalta ese relato de Imre Kertész, en el que los recuerdos son como perros abandonados rodeándonos y mirándonos, aúllan alzando la vista a la luna, querrás ahuyentarlos mientras te lamen la mano hasta que te muerden.

Leo a Simone Weil en el balcón: El tiempo nos conduce —siempre— adonde no queremos ir. Amemos el tiempo. Gracias a la eterna juventud de Simone Weil que murió con 34 años caigo en 'L´âge de force' de Camus, en relación a aquel tiempo oscuro de admoniciones y tragedias en el que ambos vivieron en la flor de la vida.