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Me dijo Brodsky mientras mirábamos el río con la ventana cerrada y el aire acondicionado al máximo, que las narraciones deben mantener un ritmo vertiginoso. No hace falta hablar de algo en concreto, sino de todo a la vez; el lector corre detrás de ti como un galgo detrás de una liebre mientras estás sentado al sol en una piedra caliente un poco antes de que la cabeza arda -a esas horas del domingo el calor nos hacía decir tonterías- sin embargo todo debe dar sensación de lentitud, de sosiego.
Él había elegido a Dostoyevski para este verano, de todos sus libros, el Diario de un escritor, y como árbol de sombra para leer en un ambiente fresco las páginas du géant, un algarrobo de doscientos años a las afueras de Velada en medio de un campo de sandias frente a las montañas de Gredos, una rareza más, siendo esta, una tierra no acostumbrada a este tipo de árbol.
Sentí que Dostoyevski era una estepa rusa a cuarenta grados en verano, una estepa reseca donde te pierdes bajo un sol abrasador que puede llegar a matarte. Para escapar del calor infernal de T., al día siguiente me subí al tren de Plasencia y me bajé en Navalmoral, allí un autobús de línea me llevó a Jaraíz, la tierra de mis muertos, donde las aguas frías y los bosques espesos me protegían; fuentes y palabras antiguas aún en la boca de los jóvenes.
Ellos, que hablan la jerga del fin del mundo, y dentro de poco dejaran ya de hacerlo para sólo balbucear sus miedos y traumas nihilistas. No puedo contarlo todo, y no creo que sea necesario: imagínatelo tú, lector de sucesos. Nada ocurre más allá de lo que ocurre; durante muchos días el silencio y la alucinación bajo el sol violento se acumuló en la boca como un grisú a punto de estallar, hubiera un chispa de pedernal para que el ser alucinado lleno de nada estallara. Hui de T., fugi di me, y pasaría mis días de verano desnudo junto a corrientes de agua, a la sombra galerías de alisos y fresnos, tapándome mis partes con el Diario de un escritor de Dostoyevski. Por las mañanas escribiría en hojas blancas que iba clavando en las paredes de la habitación del hostal barato donde me alojaba, un decálogo de intenciones o visiones diversas como:
A.- Los hombres desordenan el mundo, la naturaleza y sus cielos lo recuerdan.
B.- El tiempo cruje en nuestras sienes cuando miramos las montañas.
C.- Todo está desordenado en un orden natural.
Brodsky habría dicho que mi cabeza había sufrido del mal del calor, y que en ese momento ya sólo era capaz de decir o escribir tonterías bajo el sol; según él había llegado en este momento del holocausto solar mi cenit vital.
Pasados unos días, desnudo a la orilla de un río pequeño de aguas limpias, cuyos manaderos y fuentes provienen de veneros de aguas muy frías comencé a escribirle una larga carta al poder. ¿El poder? Pero la cosa volvía a tratar otra vez de árboles y de calor, el mantra anual. Hola poder, ¿estás ahí? Finalmente me limité a escribir una lista con los árboles que podrían llegar a frenar el calor infernal que hacía en T. cada verano.
Imaginé una gran oreja de escayola, o de cerámica esmaltada de azul, del tamaño de la de un elefante, esa oreja podía llegar a ser más grande aún; por ella se metía un hombre con una linterna equipado como un espeleólogo; si hablaba dentro de esa oreja, el poder oiría un zumbido molesto y tendido en el tiempo, en ocasiones chillidos de ballenas, o los gruñidos, gorjeos y golpeteos de delfines llamándose cada uno por su nombre; de pronto me había convertido en una mosca dentro de un pabellón auditivo gigantesco dándose golpes de la misma manera que las palabras se golpean hasta que se deshacen en un silencio vago.
Supongo que enloquecido por el calor de estos días comencé a grabar con un estilete el nombre de muchos árboles en el martillo auditivo de aquel oído gigante, de aquel malleus sordo; grabé nombres en la cabeza y en el cuello, en el manubrio y en las dos apófisis, una lateral y otra anterior, en cada pieza de marfil negro del martillo de aquel oído grababa el nombre de un árbol. Está conectado con la membrana timpánica y transmite las vibraciones sonoras al yunque, mediante la articulación incudomaleolar; este último se comunica a su vez con el estribo. Allí quedaron grabados, alumbrándome con la linterna Acer negudo, Arce blanco, fresno, Albicia, Almez americano, Quercus, Algarrobo, y debajo Ceratonia siliqua, Tilo A. y Tilo B. el Platiphyllos y la Tormentosa, grabé en el yunque Morus alba y Ulmus, el Elaeagnus y algunos más que se me han desvanecido en la noche. Herí a aquella oreja con todos los nombres que me traían el frescor de estas montañas.
Nada había cambiado en T. desde el verano pasado, cemento, alquitrán, ladrillo refractario convirtiendo la ciudad en un horno de panadería. Al mediodía una ciudad fantasmal, vacía, donde cada bicho se esconde en su guarida oscura, y allí, conectado a raíces de cobre se une al mundo vociferante y absurdo que se abre a las puertas de aire ardiente del infierno.
Pensé si no se volvería costumbre volver cada año por las mismas fechas a este lugar de aguas fría y limpias. Las montañas, los cursos de agua, los muertos que guardan la tierra, las sendas entre densos bosques, una fuente de cuatro caños eterna, incluso cuando se seca, Garganta de la olla: baño en el charco de la Calderona, aguas frías. Cementerio de soldados alemanes de Yuste, visita a Cuacos de Yuste y baño en la garganta de Jaraíz; la misma ruta de todos los años, el agua y la luz.
Una tarde JAB, recién llegado de T. me lleva en coche a visitar las grandes extensiones de los campos de tabaco en la llanura aluvial del Tiétar, donde fueron desapareciendo con los años aquellos viejos lugares de baños de mi niñez. De nuevo repulsión y asco en la llanura abrasada por el holocausto solar.
Tomo conciencia de la decadencia de un río que lo fue todo, y ahora es sólo un nombre de agua que arrastra los desperdicios fitosanitarios de tantas décadas de cultivos intensivos. En Casatejada, pueblo fantasma golpeado por el sol, el aire caliente nos seca la garganta; desde la piscina se oye una versión moderna del Novio de la muerte y los brutales decibelios reverberan en el estómago.
A la caída de la tarde salían de sus casas ancianos y daban vueltas alrededor de una iglesia; en los dos bares del pueblo, separados uno del otro por apenas cincuenta metros, los jóvenes beben cerveza sin parar y balbucean una especie de lenguaje que ya no entiendo. Como muy bien enjuició Dostoyevski, en el fondo, cada uno de nosotros, sin pararse mucho a reflexionar, sospecha que los demás son tontos.
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