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Érase una vez una región de un antiguo mundo gobernada por un pueblo libre y feliz. Sus habitantes habían conseguido derrotar a un dictador malvado e injusto. Demolido su castillo, destruidas las oscuras mazmorras, los habitantes debatieron sobre cómo construir el nuevo palacio de un gobierno más justo. Había sido tanta la oscuridad, tanta la corrupción, que decidieron hacer un palacio de cristal.
Pasaron los años y el palacio sirvió para que el pueblo observara con transparencia la gestión de los bienes comunes.
En el interior del palacio creció una niña acostumbrada a vivir siempre al ritmo de la luz, del sol y de la luna. Había sido su infancia tan transparente, que nunca tuvo la necesidad de mentir ni de ocultar sus pensamientos a sus compañeros de clase o a sus profesores. Habituados como estaban a tener techos y paredes, secretos y mentiras, esta niña era muy querida por todos.
Pero poco a poco las paredes de cristal se fueron haciendo más opacas y su mantenimiento más deficiente. Las telas comenzaban a colgar en algunas habitaciones, debido a que había “determinados asuntos” que necesitaban secreto y cautela, no la luz del día y las miradas incómodas de la gente.
La memoria de los días oscuros parecía tan solo una sombra lejana y la oscuridad creció en esta región, los dirigentes se volvieron de nuevo corruptos y egoístas. Dejaron en manos de unos pocos todas las decisiones, y por tanto solo unos pocos se beneficiaron con ellas. Aquellos a los que se les encarcelaba no se les volvía a ver, así que creció el miedo de aquellos que querían retirar las telas, limpiar los cristales y recuperar la transparencia. Cada cual seguía su vida, nadie parecía querer arriesgarse.
La niña se convirtió en joven. Acostumbrada como estaba a decir la verdad, a mostrar sus pensamientos, pronto fue perseguida por defender la creación de un gobierno alternativo y fue encarcelada. Pero en su celda todo se volvió transparente. Las telas, los muros, la tierra, dejaban pasar la luz y permitía que todos los aterrorizados ciudadanos pudieran ver lo que ella pensaba y a lo que se le estaba sometiendo.
El miedo a que una rebelión se levantara llevó a los dirigentes a ajusticiar en la plaza de la capital a la joven. Dos soldados debían cumplir esta orden, pero justo en el momento que la iban a llevar a cabo se dieron cuenta de que podían ver con facilidad lo que ella pensaba, podía leer su comprensión, sus anhelos y deseos. Además, podían leer las dudas que su propio compañero tenía, ambos con miedo a desobedecer, los dos con ganas de salvarla. Al bajar sus armas descubrieron que también los demás soldados habían bajado las suyas.
Desde entonces, son los propios habitantes los que se organizan para limpiar el palacio, piensan que la transparencia es cosa de todos, que el gobierno de una región no se delega y la vigilancia debe ser constante.
Érase una vez una región de un antiguo mundo gobernada por un pueblo libre y feliz. Sus habitantes habían conseguido derrotar a un dictador malvado e injusto. Demolido su castillo, destruidas las oscuras mazmorras, los habitantes debatieron sobre cómo construir el nuevo palacio de un gobierno más justo. Había sido tanta la oscuridad, tanta la corrupción, que decidieron hacer un palacio de cristal.
Pasaron los años y el palacio sirvió para que el pueblo observara con transparencia la gestión de los bienes comunes.