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Toda la semana he permanecido en Cuenca, un municipio que posee potentes distintivos que la diferencian notablemente de otros parejos lugares provincianos. El más visible y perdurable lo constituye, sin lugar a dudas, la indiscutible marca del arte, del arte moderno. En primer lugar, el Museo de Arte Abstracto Español, ocupando todo el espacio de las inconfundibles Casas Colgadas. Recinto insuperable, origen de todo lo que vino después. Fue fundado por Fernando Zóbel en 1966, reuniendo significativas obras de su propiedad (él era rico), sobre todo del grupo El Paso. Tras los grandes ventanales del museo domina la impresionante y supramilenaria hoz del río Huécar. Zóbel, unos pocos años antes de morir supo elegir quién sería el buen legatario de la espléndida colección mostrada en el Museo. No quiso pensar en instituciones políticas locales y, al cabo, la titularidad del Museo de Arte Abstracto Español la ostenta, desde 1980, la Fundación Juan March.
Otro museo de interés es la Fundación Antonio Pérez, situado en lo alto de la pintoresca ciudadela. Es un Centro de Arte Contemporáneo, donde Antonio Pérez, poeta, artista y editor (fue promotor, en Francia, de la emblemática Ruedo Ibérico), iba reuniendo sabrosas piezas, dádivas peculiares donadas por amigos y sus propios “objetos encontrados”, casuales, que al modo de Duchamp convertía en arte. El sitio es un antiguo convento del siglo XVI, transformado en osado y soberbio recinto para sus usos actuales. Parece que la Diputación de Cuenca, su gestor, no lo está llevando mal. Espacios subsidiarios de la Fundación Antonio Pérez se hallan en San Clemente, Huete y Sigüenza, pueblo natal del fundador. Antonio Pérez, cuando se afincó en Cuenca, después de residir durante mucho tiempo en París, fue una especie de secretario de Antonio Saura. Durante mucho tiempo, en su casa de la calle San Pedro no cabía ya ni un alfiler porque Antonio Pérez nunca ha tirado nada. Recuerdo, con placer, mantener largas y afectuosas conversaciones con él y con amigos en la taberna Jovi, otro lugar decano, otra marca conquense. Ahora está recluido en una residencia de mayores, callado, hastiado, padeciendo la penosa decadencia de lo que fue su rica y fructífera existencia.
Gustavo Torner es un pintor conquense que también tiene su museo, sito en la antigua iglesia de San Pablo, aneja al Parador de Turismo, antiguo convento dominico. Trabajó como ingeniero técnico forestal hasta que, en un momento dado, abandonó esta profesión para dedicarse por completo al arte. No sólo es pintor. Suya es la tan vista escultura levantada en la llamada Plaza de los Cubos, al inicio de la madrileña calle Princesa. Fue Gustavo Torner el que animó a Fernando Zóbel a instalarse en Cuenca, después de que el artista filipino fracasase en Toledo.También destaca como diseñador de espacios, habiendo remodelado algunas salas del Museo del Prado, la planta superior del Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando o las vidrieras de la catedral de Cuenca; en ellas, tan modernas, está representada, caso insólito, buena parte de la vanguardia española.
En estos tres museos mencionados se han celebrado algunos conciertos de la Semana de Música Religiosa, que coincide con la Semana Santa. Este gran festival de música clásica es otra de las grandes marcas culturales de Cuenca. Este año ha tenido lugar nada menos que su sexagésima edición. El Teatro-Auditorio de Cuenca es su gran escenario, construido por los arquitectos José María García de Paredes e Ignacio García Pedrosa, acogiendo a las mejores orquestas, directores e instrumentistas que siempre remozan, con muy particulares y vivos sonidos, las selectísimas obras. Este año me ha acompañado, en los conciertos a los que he asistido, mi amigo el escritor y periodista José Ángel García, quien durante unos años se encargó de retransmitir los conciertos de la Semana que Radio Nacional de España ofrecía a sus oyentes.
La Semana Santa de Cuenca tiene un gran arraigo en la ciudad. Se ocupan de ella durante todo el año; como, en Cádiz, de los Carnavales. Desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo de Resurrección hay procesiones a diario. La conmemoración religiosa es la absoluta aliada del negocio de hostelería, que hace, en pleno, el agosto. Y de paso, la confección de túnicas de los innumerables nazarenos y la venta de capuces. Su manifestación es contradictoria con lo que debiera ser la religiosidad exigida por la pasión y la muerte del dios. Al contrario, en lugar de recogimiento hay cachondeo; en lugar de la moderación que debiera imponer el duelo, hay embriaguez, botellón de la muchedumbre chupando de las latas de cerveza. Música atronadora ejecutada por un dj hasta las tres de la mañana. En lugar de devoción, respeto, voz baja, pues el Señor está sufriendo o de cuerpo presente, cunde el grito pelado, la risotada, el taco, la toscas gracietas, la juerga en grado sumo y estridente. En momentos, la multitud recorre el suelo apelotonada. Y encima hay perros, muchos perros, cundiendo, desbordada, esa perruna moda absurda tomada en demasía. La procesión más atractiva es, sin duda, la del Camino del Calvario, comúnmente llamada Las Turbas, donde teatralmente la cofradía, parte esencial de la procesión, encarna el coro de burlas que recibió Cristo en su marcha hacia ese monte donde fue crucificado. Los turbos van pertrechados de clarines y tambores, acompañando el soez griterío con las rítmicas 'clarinás' y 'palillás'. Fuera de ello, y del expresado reproche anterior, son muy bellas y emocionantes algunas situaciones entre este fetichismo desmedido.
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