Cuando cuentan las gentes de los pueblos

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José Fajardo ha recorrido durante décadas los caminos recogiendo información sobre las plantas y sus usos tradicionales, recuperando para la ciencia los conocimientos tradicionales sobre la naturaleza que habían acompañado al ser humano a través del tiempo y que se escondían en sus cuadernos de campo como última tabla de salvación antes de la extinción. 

Días y días de caminos y conversaciones con la gente que habitaba los pueblos de Albacete, Cuenca o Ciudad Real, que dieron como resultado libros, artículos y ponencias en congresos que convirtieron a Fajardo en una referencia sobre etnobotánica, pero también sobre micología o cestería tradicional del esparto. 

Cientos de libretas que aún guardaban un tesoro más valioso si cabe entre sus líneas, las pequeñas historias que el paisanaje iba compartiendo y que hasta ahora se habían quedado en los márgenes de los textos académicos. 'Cuando canta la garlocha' (Alalimón, 2023) son sólo pequeñas “historietas”, anécdotas, microrrelatos de apenas unas páginas, incluso a veces de un solo párrafo, pero que encierran toda la esencia de un mundo rural casi extinguido, con palabras casi olvidadas, pero que, como escribió Will Storm en 'La ciencia de contar historias' (Capitán Swing, 2022) “moldean lo que somos, desde nuestro carácter a nuestra identidad cultural, nos impulsan a realizar nuestros sueños y ambiciones y dan forma a nuestra política y nuestras creencias”. 

Las historias de Hortensia, Eladio, Moisés, Conce, Mauricio o Samuel, se van sucediendo en las páginas de 'Cuando canta la garlocha' al ritmo de las estaciones, de los gamones, sesteros, rastrojeras o mariselvas, descubriendo un universo de términos certeros para nombrar y describir alejados de esa papilla de lenguaje genérico en la que habita la contemporaneidad. Cada pequeña historia evoca olores, sabores y mundos desconocidos que entroncan con quienes nos precedieron, atrapando a quien las lee en la misma red que tejió Félix Grande en 'La balada del abuelo Palancas' (Galaxia Gutenberg, 2003), esa suerte de Macondo manchego eterno.  

Abundio Cano, el cestero que nunca vendió un cesto en su vida, porque los regalaba, la liebre de siete kilos de Joaquín, los fandangos muleros de Antonio, el arrayán morisco de la huerta de Tere y Toni, las gallinas tofudas de Cipriano o las morcillas asustadas de Ángeles son algunas de los mimbres que construyen este retablo maravilloso de 'Cuando canta la garlocha', que a base de realidad es capaz de adentrarse en un universo de realismo mágico propio de la Celama de Luis Mateo Díez.

Fajardo, el académico, se destapa también como un gran narrador capaz de hacer viajar a un mundo rural sin paternalismos, ni estereotipos, ni visiones idealizadas, a través de las voces de quienes lo habitaron, porque como escribió el profesor Labordeta, “no hay paisaje, sin paisanaje”, ni sol que no queme la piel, por muy bello que resulte en la memoria “...ese sol de la infancia...” de los últimos versos de Machado. 

Rocío pelando un conejo en la Felipa, los carboneros de Socovos, los segadores de El Bonillo, los espartos de Antonio, Crescencio ajustándose las zarrias en las abarcas, Pascual haciendo pleita. Las palabras se hacen aún más profundas gracias a la cuidada edición de Alalimón, editorial novel, que acompaña los textos de Fajardo con las ilustraciones de Aneta Tarmokas y más de ciento cincuenta fotografías de los protagonistas que abren las puertas a tiempos y lugares. 

Como se dijo en la presentación del libro que se realizó en Huélamo durante la celebración del foro “Los conocimientos ecológicos tradicionales en la actualidad” organizado por Vestal Etnografía, “parece un cuento lo que os cuento, pero no lo es”, porque hubo un tiempo en que “los pastores medían las carrascas por las ovejas que cogían bajo su sombra. Había carrascas de quinientas, de seiscientas ovejas. Incluso se cuenta que en la desaparecida Carrasca del Sestero, en El Conchel, llegaban a cobijarse mil ovejas”. Toda una reivindicación de la dignidad de la cultura rural, “aquejada por el mal del abandono”, y su valor como patrimonio inmaterial de la Humanidad en un tiempo en el que, como decía Francisquillo, “los castañares se mueren porque nadie va a verlos, a estar pendientes de ellos, a cortar una rama seca, a limpiar una zarza...”