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La Barcelona que no quiere despertar del sueño sin turistas: “Por fin los vecinos ocupamos las calles que nos quitaron”

Un padre y sus dos hijas, vecinos del barrio, juegan al balón en la plaza Sant Felip Neri

Pau Rodríguez

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Hay cada día un momento mágico en la emblemática y muy visitada plaza Sant Felip Neri de Barcelona. A la hora del recreo, los alumnos de la escuela que recibe el nombre de este santo apartan a las decenas de turistas que la ocupan, colocan un par de vallas en sus accesos para que nadie pueda entrar… Y se ponen a jugar. Durante una hora, se adueñan del lugar mientras los grupos de visitantes aguardan al otro lado de la verja. El espíritu de esos críos es hoy el de los vecinos de todas las edades del barrio Gótico: salen a disfrutar de unas calles que hace mucho tiempo que dejaron de ser para ellos. Y lo hacen con cierta tristeza, porque saben que el timbre está a punto de sonar.

Tere Picazo, histórica activista del barrio de 69 años, prefiere el símil de un sueño. “No queremos despertar, es terrible”. Lo peor de la crisis sanitaria y el confinamiento ha dejado paso en este barrio a escenas que sus vecinos, los pocos que quedan, pensaban que ya no vivirían jamás. Paseos sin agobios por La Rambla, niños jugando a pelota y en bici en la plaza de la Catedral, en la siempre abarrotada calle del Bisbe, meriendas familiares en la Plaça Reial... Teresa incluso ha cogido la bici estos días. “Es algo impensable normalmente, hay demasiada gente”, comenta.

Un paseo con Teresa por el Gótico permite constatar cómo los vecinos se han hecho suyos estos días espacios consagrados al turismo, pero también cómo la vida sin visitantes funciona al ralentí, después de tantos años de dependencia económica. “La epidemia nos ha dado la razón a los vecinos que nos oponemos a que haya más turismo, porque nos ha demostrado que sin ellos, por fin los vecinos ocupamos las calles que nos quitaron”, explica mientras se toma un vaso de agua en la terraza del Cafè de l’Òpera, en medio de la Rambla. “Hacía 40 años que no pisaba uno de estos bares”, asegura.

Su gran placer de estos días ha sido volver a La Rambla. Vacía de turistas, la ha recorrido en bici y a pie casi cada día. La historia de su vida está en parte ligada a esta avenida: nació en la paralela calle Roca, en la misma casa donde su abuela dio a luz a su madre, y en ella vive todavía hoy. Recuerda pasear con su abuelo en los 60 para ir al cine infantil Atlantico –ahora un Levi’s– o a las galerías La Saldadora –ahora el hotel May Rambla–; también las noches “canallas” de su juventud en los 70, y las manifestaciones e incluso barricadas que se encontraba al volver de clase en La Massana, la histórica escuela de arte del Raval.

No queda casi nada de ese Gótico de hace 40 años, pero tampoco del de hace apenas diez, cuando los Juegos Olímpicos ya habían situado la ciudad en el mapa turístico global pero todavía no había explotado el boom del low cost y los pisos turísticos. Durante toda la ruta, Teresa no para de señalar comercios que cerraron, casi siempre debido al elevado precio de los alquileres u ofertas de inversores. Nada más empezar, la charcutería de Carmen, en la calle Escudellers. “Hicieron una butifarrada para despedirla”, explica. Tenía 100 años de historia.

Una gentrificación que viene de lejos

Los 8,5 millones de turistas que duermen cada año en Barcelona, a los que se suman los 3,5 cruceristas que pasan el día en la ciudad, son una fuente de negocio demasiado valiosa, y lo han sido durante décadas, como para que la voz de los vecinos sea escuchada. Así de claro lo dice Teresa, que milita desde hace tiempo en la Associació de Veïns i Veïnes del Gòtic. “En esto de la gentrificación aquí ya estamos de vuelta. A mi durante los Juegos Olímpicos ya me decían que tenía suerte de vivir en un barrio que se estaba revalorizando”, comenta.

Además de ocupar las calles a la espera de que los visitantes vuelvan a partir del 21 de junio, cuando se abran las fronteras, la vida en el Gótico durante la desescalada proporciona algunos placeres que solamente sus habitantes pueden descifrar y valorar. Teresa menciona dos. El primero de ellos consiste poder caminar sin el ruido de los extractores. En este barrio, los vecinos nunca andan por las avenidas principales, sino que lo hacen por las callejuelas que las rodean, y es precisamente en esas calles, en la parte trasera de comercios y restaurantes, donde abundan los extractores. “Es un silencio especial”, reflexiona esta mujer.

El otro detalle es que ahora los vecinos se encuentran. Se paran, se saludan. “El problema no es que de normal no nos crucemos, sino que si lo hacemos no nos vemos. Es fijarte en ninguna cara conocida cuando está todo lleno de gente”, se explica Teresa.

“Si no hay turistas, no hay terrazas”

Esto mismo comenta después de encontrarse a una amiga suya, Rosa, en la Plaza Reial, habitualmente muy concurrida, sobre todo de noche. La mayoría de bares que ocupan los soportales de esta plaza cuadrada están cerrados. Lo mismo ha ocurrido con buena parte de los negocios de la zona, desde tiendas de ropa o de souvenirs a heladerías y restaurantes, aunque justo esta semana empiezan a abrir sus puertas.

“Si no hay turistas, no hay terrazas”, bromea Rosa. “¿Y has visto la Boquería? ¡Qué maravilla!”, comenta con Teresa. Ambas suelen ir a comprar a este mercado ubicado en la Rambla y cuyas paradas están ya más orientadas al visitante que al local.

Al otro extremo del alivio con el que viven algunos vecinos estos días de desescalada está la angustia de los comercios y la restauración, orientados casi en su totalidad a los extranjeros. Los distintos gremios, de hoteleros y restauradores, han advertido repetidamente de unas caídas de la facturación a las que, este lunes, el camarero del Cafè de l'Òpera ponía números. “Sin turistas y sin el Liceo [el bar está frente al histórico auditorio] no viene nadie. El otro día sacamos 40 euros en toda la tarde”, comentaba preocupado. De los 17 trabajadores que suele haber en este establecimiento hay estos días 4.

Una infancia sin plazas

En la misma Plaza Reial en la que charlan Teresa y Rosa se concentran cada jueves un grupo de vecinos, muchos de ellos madres y padres de las escuelas del barrio, para reivindicar un Gótico menos hostil. Los críos meriendan y echan la tarde con sus patinetes y bicis. “Es una forma de reapropiarnos del espacio y de reclamar que no queremos que todo vuelva a ser como antes”, defiende Martí Cusó, activista de Resistim Al Gòtic.

El de la infancia es el otro drama de este barrio. “No se ven nunca niños por la calle, en parte porque cada vez hay más familias que no pueden permitirse estos alquileres”, explica Teresa. Pero estos días sí los ha habido. Como las dos hijas de Juan, que jugaban a pasarse el balón este lunes al mediodía en la plaza Sant Felip Neri. “El otro día por la tarde estábamos jugando frente a la catedral, ha sido muy guay”, explica la mayor, Adriana.

Ella ha sido durante años una de las alumnas que ha usado la plaza Sant Felip Neri como patio de recreo. Ahora ya va al instituto y es lo suficientemente mayor como para saber que lo de estos días ha sido un paréntesis. “Los turistas volverán seguro, en pocos días”, asume Juan. Tampoco lo duda Teresa: “Es una pena, porque volveremos a lo mismo”.

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