“I believe that clear thinking and clear statement, accuracy and fairness are fundamental to good journalism”.
Walter Williams, 1914.
Degà de la primera escola universitària de periodisme a Columbia Missouri (EUA)
A estas alturas, cuestionar la existencia de las tertulias es del todo inútil, aunque no falten motivos. La realidad es tozuda. Hace años que son un negocio rentable para las emisoras de radio y televisión, que hacen un uso desmesurado.
Cada semana hay ejemplos nuevos que provocarían hilaridad, si no fuera indignación y pura vergüenza ajena, por la banalidad que rezuman. Los comentarios gratuitos, incontinentes e irresponsables de unos tertulianos de televisión ante las imágenes en directo de la barbarie de los crímenes islamistas de París mostraban el descrédito insondable al que algunas tertulias pueden llegar a hundir al periodismo.
La tertulia como formato no se aviene mucho con las reglas clásicas del periodismo. El registro coloquial inspirado en las viejas tertulias de café disuelve algunos de los requisitos básicos de los géneros informativos: la identificación de los autores, la expresión ordenada y clara de datos e ideas, la distinción entre hechos comprobados y opiniones subjetivas, el lenguaje adecuado, el respeto por el interés público y la atención por el interés del público, que son cosas diferentes. La distancia y la serenidad, incluso, al abordar los temas.
La informalidad, el tuteo, la broma, los gritos, las interrupciones, la promiscuidad de perfiles, el dominio aparente de todos los temas, las sentencias categóricas... son un reclamo de eficacia comprobada, acentuados en las tertulias más frívolas, pero no evitables del todo en las serias.
Incluso en las tertulias que velan más por la calidad y el rigor, hay aspectos irresueltos. El más importante tiene que ver con la identidad y los perfiles de los tertulianos, de otro modo difíciles de seguir en la estricta volumen de la radio.
Políticos, expertos, periodistas, profesores, ex políticos y otros personajes de más difícil tipificación pierden los atributos propios de cada condición, en la mezcla dinámica del coloquio y el fragor de la discusión, igualados en la condición única de tertulianos de la mesa de cafés inlímites que es el plató electrónico.
Esta disolución de los perfiles personales y profesionales produce confusión y pérdida de calidad en el contraste del análisis y de las opiniones, que son el reclamo del interés del espectador. Un periodista experto puede acabar discutiendo acaloradamente con un político -en activo o retirado-, poniendo en el mismo nivel dos posiciones que deberían estar bien diferenciadas.
Pero no hay nada que hacer. Es una fórmula bien consolidada en un proceso de cambio imparable. Las tertulias son un gran éxito comunicativo, pero un producto periodístico más que discutible.
A estas alturas, cuestionar la existencia de las tertulias es del todo inútil, aunque no falten motivos. La realidad es tozuda. Hace años que son un negocio rentable para las emisoras de radio y televisión, que hacen un uso desmesurado.
Cada semana hay ejemplos nuevos que provocarían hilaridad, si no fuera indignación y pura vergüenza ajena, por la banalidad que rezuman. Los comentarios gratuitos, incontinentes e irresponsables de unos tertulianos de televisión ante las imágenes en directo de la barbarie de los crímenes islamistas de París mostraban el descrédito insondable al que algunas tertulias pueden llegar a hundir al periodismo.