Este blog pretende servir de punto de encuentro entre el periodismo y los viajes. Diario de Viajes intenta enriquecer la visión del mundo a través de los periodistas que lo recorren y que trazan un relato vivo de gentes y territorios, alejado de los convencionalismos. El viaje como oportunidad, sensación y experiencia enlaza con la curiosidad y la voluntad de comprender y narrar la realidad innatas al periodismo.
“¡Bienvenidos a Ruanda! ¡Dejen las bolsas de plástico en el avión!”
Los años y los viajes acostumbran a formalidades insospechadas en las aduanas, pero las arbitrariedades siempre acaban sorprendiendo. En el pequeño y monárquicamente atormentado archipiélago de Tonga, por ejemplo, inquieren sobre si se tiene la intención de introducir material pernicioso, sin especificar qué es lo nocivo y lo que no, lo cual da manga ancha a los oficiales para interpretar a su albedrío. Pero, pese a experiencias pasadas chocantes, la prohibición al llegar a Ruanda fue insólita: las bolsas de plástico quedan requisadas. Ruanda, pequeño país en el corazón de África que todavía, casi 20 años después, lucha por enterrar la imagen de un genocidio atroz, intenta imponer valores como el ecologismo. Por eso, antes de que el visitante se tope con la cruda realidad en la aduana, el sobrecargo del avión que acaba de aterrizar en Kigali, nos informa amablemente por los altavoces: “Dejen las bolsas de plástico en el avión”.
Gracias al aviso en la cabina, al menos los habituales del duty free tuvieron tiempo de recolocar sus compras en las maletas. Tal vez porque nadie acarreaba ya plástico a la vista, no hubo controles de equipaje en la terminal de llegadas. Terminal es ser generoso, más bien era una salita: Kigali tiene uno de esos aeropuertos en los que los pasajeros van caminando del avión a las dependencias por la pista. Salvados los trámites fronterizos con rapidez y mucha eficacia –luego la gente se queja de África, pero entrar en Estados Unidos, por ejemplo, es mucho más martirio-, bastó con un recorrido por las calles de Kigali, limpias y libres de bolsas y papeles en las aceras, para darse cuenta de esas excelentes rarezas ruandesas: una obsesión por la limpieza y un orden y sosiego inauditos en el contiente. Y, por supuesto, cualquier compra se entrega en una bolsa de papel marrón reciclado, como las que se ven en las películas y series americanas.
Unos pocos vendedores ambulantes recalcitrantes empeñados en endosarte desde una memoria USB a una postal de gorilas recuerdan, de vez en cuando, que África es un continente de barullo urbano. Kigali es una capital de calles serpeteantes, subidas extenuantes y horizontes de colinas moteadas por techos de hojalata, que mezcla el exotismo de África con la tranquilidad y la asepsia de Suiza. Algunos la llaman, con cierta mala intención, la Singapur de África. Porque es una nación chiquita, algo más pequeña que la comunidad autónoma de Galicia, rodeada por gigantes territoriales africanos como la República Democrática del Congo, Tanzania o Kenia. Porque su crecimiento económico en el último lustro ha sido de un 8% anual, algo digno de dragones asiáticos en estos tiempos de crisis, y por las tendencias autoritarias de su presidente, Paul Kagame, uno de esos líderes austeros e intelectuales que sanciona con firmeza cualquier regla o norma que le parece apropiada para sus ciudadanos. Kagame tiene visiones bondadosas de cómo debe ser un país próspero y en armonía, pero las manda ejecutar a la fuerza.
Así, los ruandeses, más que campañas que fomenten la higiene, tienen leyes que dictaminan que hay que vestirse con ropa limpia o que regulan hábitos domésticos. Entre otras cosas, tampoco pueden tener comportamientos sectarios –sin detallar más- ni queda bien que revelen su etnia. El lema oficial, que se repite más por miedo que por convicción, es que no hay tutsis ni hutus, solamente hay ruandeses. Kagame, presidente desde el 2003 y que se está planteando modificar la Constitución para optar a un tercer mandato, tiene fama de espartano y tenaz o de, según los opositores en el exilio o la cárcel, de obstinado y despiadado. Dicen que duerme pocas horas, siempre revisando informes, aldea por aldea. El problema, como a muchos líderes a los que les incomoda la democracia, es que carece de sentido del humor y tiene tendencia a enojarse con los que piensan de manera diferente a la suya. No hay que confundirse: Kagame no es Robert Mugabe, el delirante déspota de Zimbabue, aunque poco a poco está dilapidando el prestigio que se labró con la recuperación económica, psicológica y social de Ruanda.
En menos de dos décadas, Kagame ha conseguido que su país sea menos pobre y menos corrupto, y que la voluminosa ayuda exterior se haya traducido en realidades, en carreteras, en hospitales y escuelas, algo, por desgracia, también insólito en África. Pero el éxito ruandés está transformando al Kagame admirado en un presidente tiránico. Al atardecer, los murciélagos empiezan a agitarse en los árboles del escasamente transitado centro de Kigali. Una talla gigante de madera, que representa a una familia de gorilas de montaña, frente al Hotel de las Mil Colinas, celebérrimo tras inspirar la película Hotel Ruanda, señala el camino. El diminuto país es famoso por su fauna y, en concreto, por los gorilas de montaña. Hay que ir a buscarlos y verlos. Tiempo habrá de volver a Kigali y de volver a hablar de Kagame.
Los años y los viajes acostumbran a formalidades insospechadas en las aduanas, pero las arbitrariedades siempre acaban sorprendiendo. En el pequeño y monárquicamente atormentado archipiélago de Tonga, por ejemplo, inquieren sobre si se tiene la intención de introducir material pernicioso, sin especificar qué es lo nocivo y lo que no, lo cual da manga ancha a los oficiales para interpretar a su albedrío. Pero, pese a experiencias pasadas chocantes, la prohibición al llegar a Ruanda fue insólita: las bolsas de plástico quedan requisadas. Ruanda, pequeño país en el corazón de África que todavía, casi 20 años después, lucha por enterrar la imagen de un genocidio atroz, intenta imponer valores como el ecologismo. Por eso, antes de que el visitante se tope con la cruda realidad en la aduana, el sobrecargo del avión que acaba de aterrizar en Kigali, nos informa amablemente por los altavoces: “Dejen las bolsas de plástico en el avión”.
Gracias al aviso en la cabina, al menos los habituales del duty free tuvieron tiempo de recolocar sus compras en las maletas. Tal vez porque nadie acarreaba ya plástico a la vista, no hubo controles de equipaje en la terminal de llegadas. Terminal es ser generoso, más bien era una salita: Kigali tiene uno de esos aeropuertos en los que los pasajeros van caminando del avión a las dependencias por la pista. Salvados los trámites fronterizos con rapidez y mucha eficacia –luego la gente se queja de África, pero entrar en Estados Unidos, por ejemplo, es mucho más martirio-, bastó con un recorrido por las calles de Kigali, limpias y libres de bolsas y papeles en las aceras, para darse cuenta de esas excelentes rarezas ruandesas: una obsesión por la limpieza y un orden y sosiego inauditos en el contiente. Y, por supuesto, cualquier compra se entrega en una bolsa de papel marrón reciclado, como las que se ven en las películas y series americanas.