Este blog pretende servir de punto de encuentro entre el periodismo y los viajes. Diario de Viajes intenta enriquecer la visión del mundo a través de los periodistas que lo recorren y que trazan un relato vivo de gentes y territorios, alejado de los convencionalismos. El viaje como oportunidad, sensación y experiencia enlaza con la curiosidad y la voluntad de comprender y narrar la realidad innatas al periodismo.
Trindade y Paraty, entre el Brasil salvaje y el colonial
En el estado de Rio de Janeiro, en Brasil, existe un pequeño lugar donde el mar ronronea como los gatos, las luciérnagas compiten con las hogueras para iluminar las noches de playa y el cielo se puebla de tantas estrellas cuando el sol se esconde que identificar las constelaciones resulta hasta posible. El paraíso, a unos 250 kilómetros de la cautivadora ciudad de las siete colinas, se conoce como Trindade y exhibe algunas de las salvajes playas que la más conocida, turística y colonial villa de Paraty publicita como propias.
No se extrañe, pues, si, perdido entre el damero de calles empedradas que componen el centro de Paraty, se dirige hacia el mar en busca de la playa del Cachadaço que vio en la postal y no la encuentra. No se empeñe, no la encontrará. Se halla a unos 20 kilómetros de esa reminiscencia de Portugal que, en el periodo colonial, albergó el puerto exportador de oro más importante de Brasil.
En contrapartida, puede que en alguno de sus múltiples restaurantes o de sus coquetas y turísticas tiendas, se tope con Juan Villoro, Jorge Edwards o Graciela Mochkofsky, algunos de los escritores que, durante este primer fin de semana de agosto, participarán de la Flip, la Fiesta Literaria Internacional de Paraty, una de las más importantes del país y de toda Sudamérica.
En cualquier otra fecha, y para, por ejemplo, leer alguna de las obras de estos autores latinoamericanos tumbado a la bartola en un precioso arenal, coja un autobús con destino a Trindade, prepárese para subir el cerro a velocidad de tortuga y para bajarlo luego pisando el freno para trazar la curva; busque cobijo en alguna de las múltiples ‘pousadas’ que se alinean a ambos lados de la única gran calle que dibuja el pueblo y disfrute del espectáculo natural, como lo hicieron los hippies que, en los años 70 del pasado siglo, descubrieron este rincón al que, por entonces, sólo se accedía a pie o en barca, desde el mar.
Algunos de aquellos ‘flower power’ echaron raíces entre la frondosa vegetación que rodea las ensenadas que casi se enlazan y hoy, más viejos y un poco más aburguesados, regentan los pequeños restaurantes, bares y hostales que han convertido el pueblito en un destino perfecto para surfistas y amantes de la naturaleza salvaje y simple, aún al resguardo de los elitistas adornos del lujo.
Pese a la creciente popularización, Trindade conserva todavía el suficiente ‘hippysmo’ como para que dormir al raso, en la playa, sea algo tan natural como bailar en la calle, a ritmo de samba o de reggae, con un porro en una mano y un vaso de ‘Gabriela’ en la otra.
La Gabriela, una bebida típica del lugar hecha de 'cachaça' (aguardiente) y canela, calienta el cuerpo y, según las dosis de la composición, también el espíritu, animado ya con las actuaciones musicales que, gratuitamente, casi cada noche, regalan un sonido distinto al de la naturaleza.
Existen pocos epílogos mejores para concluir jornadas de playas que nacen donde la selva tropical muere, entre rocas gigantescas, erosionadas por el beso salvaje del Atlántico y el paso del tiempo.
No es fácil bañarse en la playa dos Ranchos, la más extensa y cercana al pueblo, también la que más chiringuitos ofrece. Ni en la del Cachadaço, abierta al mar, como la mayoría. La corriente es poderosa y traicionera. Entre ambas, la Do Meio, ofrece alguna tregua y un riachuelo que gozan los niños. Los surfistas se reúnen en la del Cepilho. Y quienes no se agarran a la tabla acostumbran a circunscribir sus baños a la piscina natural del Cachadaço, un pequeño remanso de agua bastante fría creado por unas enormes rocas que se interponen entre el cerro y el batiente mar.
Hasta allí, se llega tras una caminata por la playa del Cachadaço y después de sortear los altos y bajos de la senda que atraviesa la montaña que muere a los pies del agua.
Trindade está hecho para las personas, en su versión más despojada. Los vehículos sólo sirven para alcanzar el pueblo. Luego, se convierten en inútiles. “Todo aquí es más humano”, asegura William, un artesano que abandonó la gigantesca Sao Paulo para vivir en una cabaña de madera y adobe, en medio de la jungla. Con lo que le dan su arte y el huerto que cultiva se mantiene; no necesita más.
También sólo a pie o por mar, se puede acabar tumbado en la playa do Sono (del sueño), un arenal casi virgen, situado a unos 18 kilómetros de Trindade. Pero no todos hay que hacerlos caminando. Un par de autobuses locales acercan hasta Laranjeiras, una exclusiva zona con campo de golf, mansiones semiocultas y habitantes con pocas ganas de compartir su espacio.
Desde ahí, varias barquitas hacen las veces de taxi para quien quiera llegar a la playa do Sono y no desee adentrarse en la selva y aventurarse por una senda perfectamente trazada, un tanto complicada en algún punto y que requiere cierta condición física.
Los locales suelen hablar de una hora y media de caminata para recorrer los tres kilómetros de vereda. Pero quien está en forma se planta en el arenal en menos de una hora, incluso cuando alguna serpiente se cruza en el camino y obliga a detener la marcha.
Las vistas, desde lo alto del camino, justo antes de descender hacia la arena y el agua, son embriagadoras. Y, desde abajo, tampoco pierden su punto hipnotizador. Uno puede prolongarlas montando su tienda de campaña en la parte más retirada de la playa o alojándose en alguna de las cabañas que se ofrecen como posadas. La luz eléctrica llegó aquí hace apenas cuatro años y, con ella, la perspectiva de sacarle algún rendimiento económico a tanta paz y tanta belleza natural.
El lugar es, además, un auténtico gozo para quien gusta de caminar por terreno escarpado, pues al gran arenal del Sono, le sigue el más pequeño de los Antigos, y a éste, la cala de Antiguinhos, y a ésta, la playa de Ponta Negra, por la que hay que pasar para llegar hasta la cascada del Saco Bravo, a 12 kilómetros del punto de partida inicial.
Entre cada una de ellas, hay que sortear, claro, cerros de mata atlántica que no siempre tienen una senda apta para todo el mundo. Eso las preserva de la masificación hasta tal punto que, en temporada baja, uno puede llegar a disfrutar de toda una playa sólo para sí.
A quien le incomode tanto verde y tanto sosiego siempre puede optar por poner rumbo a Paraty y emprender su Ruta del Oro o disfrutar de su concurrido centro histórico, el conjunto arquitectónico colonial más armonioso, según la Unesco. Las casas son bajas y blancas, con colores vivos que ribetean sus ventanas y puertas de madera. Nada –acaso los símbolos masónicos que exhiben algunas fachadas– las distingue de las que uno halla en Galicia o Portugal. Las separa un oceáno, pero la estructura, como las de las iglesias, es la misma.
Las similitudes se acaban ahí. En la calle, el fado se convierte en samba y el bacalao, en camarón. El açaí y la cachaça completan el conjunto y ensalzan el privilegio de pasear, al resguardo de los vehículos, por uno de los patrimonios históricos de Brasil.
En el estado de Rio de Janeiro, en Brasil, existe un pequeño lugar donde el mar ronronea como los gatos, las luciérnagas compiten con las hogueras para iluminar las noches de playa y el cielo se puebla de tantas estrellas cuando el sol se esconde que identificar las constelaciones resulta hasta posible. El paraíso, a unos 250 kilómetros de la cautivadora ciudad de las siete colinas, se conoce como Trindade y exhibe algunas de las salvajes playas que la más conocida, turística y colonial villa de Paraty publicita como propias.
No se extrañe, pues, si, perdido entre el damero de calles empedradas que componen el centro de Paraty, se dirige hacia el mar en busca de la playa del Cachadaço que vio en la postal y no la encuentra. No se empeñe, no la encontrará. Se halla a unos 20 kilómetros de esa reminiscencia de Portugal que, en el periodo colonial, albergó el puerto exportador de oro más importante de Brasil.