“Te diría que el 60% somos independentistas, pero que el 100% queremos cambios de calado en la sociedad”. Quien habla es Pau, un estudiante de bachillerato de 17 años que, por quinto día consecutivo, se ha levantado en pleno centro de Barcelona en una tienda de campaña plantada sobre el asfalto de plaza Universitat. “Queremos alquileres asequibles, trabajos dignos, una sociedad más ecologista y feminista...”, prosigue. “Y muchos creemos que la independencia es la mejor manera de llevarlo a cabo”.
Son ya unos 500 los jóvenes que, desde el pasado miércoles, ocupan la plaza Universitat, un céntrico emplazamiento de la ciudad situado a pocos metros de plaza Catalunya, el lugar donde se instaló el movimiento 15-M en la capital catalana hace ocho años. El catalizador de este nuevo asentamiento ha sido la sentencia del Tribunal Supremo a los líderes independentistas y las actuaciones policiales contra las protestas posteriores. A día de hoy, sin embargo, los acampados reconocen que la protesta va mucho más allá del independentismo: el trasfondo vuelve a ser la crisis y la falta de oportunidades.
“Algunos nos acusan de ser demasiado independentistas, otros de serlo demasiado poco”, analiza Rosa Perills, una joven de 21 años que también ha pasado casi todas las noches en la acampada -con la excepción del sábado, que fue a su casa a descansar-. “Si te fijas, ni siquiera mencionamos la independencia en nuestro manifiesto, solo hablamos de la celebración de un referéndum”.
Desde el primer día en que se instaló el campamento, los concentrados ya dejaron claro que la protesta era depositaria de un malestar profundo, mucho más amplio que la voluntad de separarse de España. “Somos la generación sin futuro. La generación de la precariedad. La que no tiene acceso a la vivienda, la que es víctima de un sistema que amenaza la propia existencia de nuestro planeta”, arranca el manifiesto con el que se presentaron estos jóvenes, autodenominados Generación 14-O en referencia al día en que se hizo pública la sentencia a los líderes del procés.
De la acampada han salido casi a diario columnas de manifestantes. El domingo y el lunes participaron en la cacerolada contra la presencia del rey en Barcelona, pero la mañana siguiente paralizaron dos desahucios en el Raval. La semana pasada, se dirigieron a las salas de apuestas de Ciutat Vella para denunciar los problemas que origina el juego en las clases más desfavorecidas.
Los ecos del 15-M son evidentes en la acampada, tanto en los contratiempos derivados de una organización horizontal como en el sentimiento de camaradería que impregna las tiendas de campaña. La mayoría de estos jóvenes no participó en la protesta de 2011, pero tienen en ese movimiento uno de sus referentes. “Esto viene de muy lejos, somos fruto de la misma indignación”, explica Pedro, un estudiante gaditano que ha venido a pasar el primer semestre a la ciudad gracias a una beca Séneca.
Un campamento organizado por comisiones
El propio manifiesto de la acampada muestra los difíciles equilibrios que ha tenido que hacer la comisión de contenidos, escenario de las reuniones más largas y tediosas de los últimos días. Algunas se alargan durante horas y finalmente se intenta pactar un mínimo denominador común que represente a todos. Es por esto que en el texto fundacional no se habla de independencia, pero sí de presos políticos y de que el Tribunal Supremo ha sentenciado “todos los derechos civiles y políticos” de la ciudadanía.
Aparte de la mencionada comisión de contenidos, que también se dedica a organizar charlas y conciertos, hay otra de comunicación (dividida en redes sociales y prensa), una de cocina, otra de almacenamiento, el llamado punto lila para denunciar agresiones de género e incluso una comisión de seguridad. También hay un punto de información y de objetos perdidos. Cada comisión la integran entre 20 y 30 personas, que colaboran en función de sus obligaciones laborales y académicas. Instalados en el campamento pero al margen de la organización, hay un punto sanitario manejado por voluntarios.
Joel Castillo, 17 años, se ha levantado este lunes con sueño. Este estudiante forma parte de la comisión de seguridad y, durante la noche del domingo, le ha tocado vigilar junto a un compañero durante un turno de cuatro horas. “Algunas noches hemos tenido incidentes”, sostiene desde la carpa asignada a los vigilantes, repleta de lámparas que funcionan a pilas. “Ha habido problemas de robos y algunos conflictos con gente que estaba de fiesta y ha causado problemas”, añade este chaval.
La diferencia más grande que se percibe respecto al 15-M reside en la logística de la acampada, fruto de un apoyo social mucho más amplio del que recibieron los indignados de plaza Catalunya. “El apoyo ha sido brutal, llegó un momento en el que no podíamos almacenar más comida”, explica Ruth Lerin, estudiante de 20 años que participa en la comisión de cocina.
A parte de alimentos, los acampados han recibido también material de todo tipo para la acampada: desde palés hasta carpas, tiendas y sacos. La primera noche ya había instalados 10 lavabos provisionales, que son limpiados a diario por un operario de la empresa Alkirent. El Ayuntamiento niega haber dispuesto los sanitarios y nadie en el campamento explica quien se responsabiliza de ellos: lo achacan a las “donaciones individuales”. También hay puntos de luz e incluso wifi para la zona de prensa. En plena Gran Vía, se ha montado un pequeño campo de fútbol con dos porterías.
Para los que quieren colaborar con la protesta sin aportar material ni instalarse en ella, los acampados asignan la figura del scout, inspirada en las protestas de Hong Kong. “El scout lo que hace es informar de los movimientos que hace la policía, que después difundimos por Telegram”, argumenta David Fernández, un barcelonés de 38 años que también participó en el 15-M y ahora se ha instalado en la acampada. “Si la red de referencia en 2011 fue Twitter, la de ahora es Telegram”, añade.
La amenaza constante de desalojo
Los destellos de la campaña electoral llegan prácticamente a diario hasta la acampada. Son las 12 de la mañana del lunes y, a pocos metros de la plaza, decenas de jóvenes abuchean a los diputados de Ciudadanos Carlos Carrizosa y Lorena Roldán, que han convocado a los medios a pocos metros del campamento.
“Hay que ser burro para hacerles este favor”, analiza desde la distancia Roser, mientras ultima los preparativos para un examen sentada en una silla de picnic frente a su tienda. “Precisamente lo que buscaban viniendo hasta aquí era que los abucheáramos”.
La inminente visita de Vox y PP, que también han organizado actos de campaña en la plaza para esta semana, inquieta a los manifestantes. Algunos creen que los desalojaran por esto motivo aunque nadie sabe hasta cuándo durará el campamento, que bloquea la Gran Via y otras calles del centro que suelen estar muy concurridas. Cada día corren rumores, pero de momento el asentamiento se mantiene.
La mayoría de los consultados cree que ni el Ayuntamiento ni la Generalitat quieren responsabilizarse de este desalojo a pocos días de unas elecciones. “Después igual les pillan las prisas”, explica un chaval que no quiere dar su nombre mientras fuma un porro en uno de los bancos de mármol negro de la plaza. “Eso sí, si intentan desalojarnos se va a liar”, concluye.
¿Cuál es el objetivo de la acampada? Nadie coincide en señalar el mismo. Las razones de los acampados son tan diversas que “cambio” es la única palabra en la que coinciden todos. “Queremos que nos escuchen, que vean que tenemos algo que decir”, analiza Marc Llauré, un joven de de 18 años que ni estudia ni trabaja. “Que estén hablando de nosotros en sus reuniones ya es un éxito para nosotros”.