Cuando Juan Ginés de Sepúlveda escribió el Democrates Alter, hizo coincidir los preceptos del derecho de entonces con la razón aristotélica y –sobre todas las cosas- el interés de los conquistadores españoles. No fue el primero en formular lo que hoy conocemos como derecho internacional, mérito que distinguió a Vitoria, pero sí expandió un pensamiento cínico (no exento de erudición) que se ha multiplicado hasta el presente, dimensionado una y otra vez en la larga historia del sometimiento de la diferencia.
Para Sepúlveda, el “simbólico y a la vez poético” sistema mental aborigen –el de mayas, aztecas e incas, entre otros- no provenía de una riqueza espiritual específica, sino de un “pensamiento salvaje”, herético y por lo tanto incumplidor del “derecho de gente”. De ahí su justificación de la conquista y la colonización como medios efectivos para difundir la fe católica y, a través de ella, impedir que los nativos contemplaran siquiera la posibilidad de dotarse a sí mismos de otro orden, otra vida, otra cosmovisión.
La controversia doctrinal entre Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas (Valladolid, 1550-51) giró alrededor de estos puntos y los historiadores han llegado a asumirla como un prólogo a los debates modernos sobre la conquista, la colonización o el racismo. Por esa misma razón, Las Casas salió de aquella contienda como un precursor del anticolonialismo, aunque acabara aceptando, con el tiempo, la sustitución de sus amados esclavos indígenas de América Latina por esclavos traídos de África (a los que acaso amaba menos o percibía como más distantes de Dios y del Derecho).
Desde entonces, el mundo moderno no dejó de atizar los conflictos étnicos para perfilar una y otra vez el poder emanado de estos. Para Deleuze y Guattari, sin embargo, la raíz de la supremacía racial, al menos en Occidente, llega todavía más lejos en el tiempo. De ahí que, en su libro conjunto Mil Mesetas, encuentren el origen del racismo moderno en el mismo Año Cero del calendario cristiano, y en el “blanqueamiento” posterior del semblante de Cristo: con el desencadenamiento de esa “rostridad” que nos propone un Mesías rubio en lugar del hombre morisco y mestizo que su lugar de nacimiento acreditaba.
En sus Reflexiones sobre el problema judío, Sartre se esfuerza lo suyo para ayudarnos a entender el racismo; aunque la virtud de este ensayo no reside en lo que aporta sobre los judíos, que es poco e impreciso, sino por lo que dice de los franceses, que es mucho y enjundioso. El libro, al final, queda incluso como un compendio de los prejuicios que podemos desatar contra los que son diferentes a nosotros, además de abundar en el trastorno psicológico del racista, que se asienta en su disimulado complejo de inferioridad (sexual, económica, estética).
Por ese motivo, el traspaso de ese complejo de inferioridad es uno de las estrategias psicológicas del colonialismo (Frantz Fanon), pues el grado cero de la negación del otro se alcanza, precisamente, cuando este acaba negándose a sí mismo.
Centenares de ejemplos sirven para recordarnos que no ha habido un gran poder –muchas veces, tampoco uno pequeño- que no haya echado mano alguna vez de la cuestión étnica para consolidarse.
Nosotros o los otros. He aquí la clave primaria del racismo, que se repite en una deriva que va de la horda al Estado, de la tribu a la nación, de la aldea a la comarca, de la pradera a la frontera, de la identidad a la limpieza étnica...
Una serie infinita de variables que repiten esta constante: a fin de cuentas, el máximo terror de un racista no es una ventana sino un espejo.